miércoles, 14 de diciembre de 2011

Gobierno y Estado de Derecho




El Gobierno en sentido extenso significa, políticamente, la suma de las tres funciones del Estado (legislativa, ejecutiva y judicial), expresadas en la acción práctica, paralela o simultánea, de los denominados tres poderes públicos. A su vez, quienes laboran al servicio de cualesquiera de estos poderes, es decir, los servidores públicos, se encuentran dotados de imperium (potestad de mando sobre las personas) y dominium (poder jurídico sobre las cosas) sólo por virtud de los preceptos constitucionales, legales y reglamentarios que rigen la conducta de quienes son contratados por el Estado para el fin de desempeñar alguna de esas funciones estatales. Que las atribuciones de los entes estatales y las facultades de los funcionarios públicos requieran fundarse en leyes previas para motivar su actuación, es el presupuesto de todo gobierno que se precie de adscribirse al llamado Estado de Derecho, porque en éste gobernantes y gobernados se conducen, los primeros, únicamente en los términos que la ley les autoriza (lo que no está puesto en ley debe entenderse como negado) y, los segundos, con criterio de máxima libertad (en tanto no se afecte a terceros o al interés general). Don Luis Recaséns Siches se ha referido a este tema de manera muy didáctica, al recordarnos, en tiempos de Federico II de Prusia, al molinero cuyo predio era cruzado por una corriente de agua que antes atravesaba una finca colindante. El dueño de ésta, enemistado con el molinero, desvió la corriente para impedirle beneficiarse de ella. El molinero demandó a su vecino ante un juez y, después, ante un tribunal de más jerarquía; pero ambas instancias desestimaron su demanda, en virtud de no estar prevista legalmente sanción alguna para tal abuso. El molinero acudió al propio Federico II y éste, considerando injusta la resolución, revocó por sí mismo la sentencia y arrestó a los magistrados. Recaséns concluye que el monarca actuó en forma justa, pero arbitraria, puesto que su decisión no se basó en una ley válida, sino en una decisión personal fundada en su investidura monarcal. El ejemplo que utiliza Recaséns Siches le sirve para ilustrarnos la diferencia entre el mandato arbitrario y el mandato jurídico, es decir, entre el mandato basado en un mero acto de fuerza y el fundado en una norma válida.

Cuando autoridades o particulares actúan por la fuerza y fuera de la ley para resolver asuntos o conflictos, se rompe el deber ser necesario para preservar la convivencia pacífica, debido a que las normas jurídicas son convenciones humanas y existe siempre la posibilidad de que gobernantes y gobernados no las acaten. Pues bien, hoy día, a las nociones Gobierno y Estado de Derecho se han sumado las de Gobernabilidad y Gobernanza, con el fin de destacar que para el proceso de gobernar no basta sólo tener legitimidad de cargo y de actuación (gobernabilidad), sino que se necesita de la competencia o capacidad directiva de los gobiernos y su vinculación con los ciudadanos y las organizaciones sociales (gobernanza). Por ello, siempre será socialmente refrescante que un gobierno postule la Gobernanza como su regla de acción, asumiéndose como agente de dirección para impulsar, democráticamente, un nuevo tipo de prestaciones gubernamentales que requieren de las capacidades sociales, entendidas como cogobierno y autogobierno participativo de los ciudadanos. Vale la pena.

martes, 6 de diciembre de 2011

El Poder de Investigación del Congreso Federal Mexicano




Apenas el día de ayer, en la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión, se escuchó el planteamiento de formar comisiones de investigación sobre el manejo del dinero público en las entidades federativas. Tal propuesta parece tener más bien un sentido de oportunismo electoral que de discusión seria del tema, porque realmente, en el contexto del sistema de equilibrios entre el Legislativo y el Ejecutivo, el “poder de investigación o de encuesta” es una facultad extraordinaria de los congresos o parlamentos que supone la interacción entre dos órganos distintos, sea por preeminencia de uno sobre otro (unilateralidad), o por obligada concurrencia de ambos en un solo acto estatal (reciprocidad), donde el control efectivo se concibe como una actividad que un sujeto (el controlante) ejerce sobre otro (el controlado), que se traduce en investigar acciones específicas de gobierno, cuyo correcto desempeño se estima conveniente conocer en razón de su importancia sustantiva, estratégica o impacto social relevante y, en caso de contravención al interés público, adoptar medidas sancionatorias o correctivas.

Para el desarrollo pleno de esta posibilidad de control se requieren, previamente, competencias específicas de orden constitucional y legal atribuidas de manera expresa al órgano legislativo. En México, actualmente, las comisiones legislativas que se forman de forma especial para tareas de investigación, se crean a pedimento inicial de un número calificado de legisladores, que acto seguido requiere ser aprobado por la mayoría de los miembros de la asamblea. Así sucede en España, Italia, Francia y Alemania, que son los casos más representativos, mientras que en Inglaterra y en Estados Unidos de América las investigaciones se realizan a través de los denominados Comités Selectos. En este último caso, los Comités han desarrollado prerrogativas de investigación expresamente reconocidas por la Suprema Corte americana y la Ley de Reorganización Legislativa de 1946.

Aunque en nuestro país el poder de investigación del Congreso Mexicano se estableció por la adición de un párrafo tercero al artículo 93 constitucional, como resultado de la reforma política del año de 1977, las comisiones de investigación no disponen de una regulación expresa de atribuciones y procedimientos que les permita compeler al gobierno y a sus dependencias o entidades a entregar la información, documentos y registros necesarios para el cumplimiento de esta función, que alcance los extremos de hacer comparecer a funcionarios, representantes oficiales y aun a particulares, a rendir testimonio sobre los asuntos por los cuales sean requeridos ante comisiones de investigación, que representa una evidente limitación para que el Congreso ejercite plenamente el poder de investigación, dada su imposibilidad de coaccionar a las autoridades para que aporten cualquier tipo de información, documentación o testimonio., Dejando a un lado electoralismos, el debate serio sobre las Comisiones de Investigación del Congreso mexicano, se sitúa en la reglamentación de sus atribuciones, formalización de sus objetivos, organización, duración de los trabajos y un régimen de obligaciones y sanciones para corregir, sancionar y eficientar el ejercicio gubernamental, en beneficio de los ciudadanos a quienes se dirige la acción del gobierno. Se requiere y ojalá así se haga.

miércoles, 30 de noviembre de 2011

Congreso y Comparecencias



En nuestro país y en nuestros estados, la idea de que los servidores públicos del Poder Ejecutivo deben comparecer ante sus respectivas asambleas legislativas, constituye una práctica ordinaria y, podríamos decir, centenaria, que debe practicarse cada año de gobierno, salvo las interrupciones violentas que históricamente hemos vivido. Esta relación entre el Poder Legislativo y el Ejecutivo se enmarca en el ámbito de las denominadas funciones de control que constitucionalmente tienen los Congresos, para conocer el estado que guarda la administración pública, en atención al informe anual rendido por el titular del Poder Ejecutivo. Los informes verbales de orden carismático y largas horas de exposición, más dados al personalismo o al yoísmo político, han sido paulatinamente sustituidos en las más diversas latitudes por la presentación de informes escritos susceptibles de revisión objetiva, con sus ramos o materias de política interior, política económica, política social o política exterior (si se trata de gobiernos nacionales) claramente delimitados, con añadidos técnicos y estadísticos detallados, atendiendo a la situación o regla general proveniente de la teoría y praxis político-parlamentaria de que, históricamente, los parlamentos o congresos se forman por “generalistas” y las administraciones públicas por “especialistas”.

El examen a que se somete a los Ejecutivos es eminentemente de orden político, y se da en forma intensa tanto en los regímenes parlamentarios como en los presidencialistas, sobre todo cuando los miembros del gabinete (en el primer caso) o los secretarios del despacho (en el segundo), asisten a informar sobre sus respectivas materias o dependencias. La mayor posibilidad de debate entre legisladores y administradores que se da en los sistemas parlamentarios ha influido directamente en la adopción de funciones de control por parte de los congresos de sistemas presidencialistas. En nuestro país, esta posibilidad de crítica, reclamo y señalamiento se “constitucionalizó” en 2008, por reforma y adición del artículo 69 de nuestra Carta Magna. Y en Veracruz esto acaba de suceder en noviembre de 2011, con la reforma del artículo 49 de la constitución local, siguiendo el denominado modelo de “parlamentarización” de los informes de gobierno, que entabla la obligación de los funcionarios del primer círculo que asisten al Congreso, a responder a las preguntas escritas y comparecencias que ordene la asamblea política, y rindiendo los informes solicitados bajo protesta de decir verdad.

La atribución no es menor y, antes bien, resulta sustantiva, porque rompe con los monólogos políticos que anteriormente establecían los integrantes de ambos poderes públicos, sin solución de continuidad ni obligación inmediata o posterior de preguntar, repreguntar y pedir informes escritos. Conforme cause práctica esta nueva función correctamente estimada como “de control”, tendremos en el debate público, en la estenografía parlamentaria y en los diarios de los debates, los datos susceptibles de interpelación política y jurídica que siempre hacen mucho bien a la democracia real. Bienvenidas comparecencias, informes, preguntas y, sobre todo, informes y respuestas.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

La Revolución Mexicana: 20 de noviembre de 1910

A la ruptura histórica de 1910 le antecedieron cuatro crisis financieras que habían afectado, en conjunto, el crecimiento económico observado. Por su parte, la estabilidad político social vivida a fines del siglo XIX se había logrado mediante un ejercicio autoritario del poder, acompañado de una inercia reeleccionista empezada en 1884, desde el segundo periodo presidencial de Porfirio Díaz. Pero en 1910, quince millones de personas habitaban el país de las cuales sólo el 20% sabía leer y escribir, y la mayoría vivía en y del campo, en haciendas y localidades menores de 15 mil habitantes, aunque ya se daban los primeros movimientos migratorios del campo a la ciudad. La concentración de la tierra en unas pocas manos y en grandes latifundios, mantenía a la propiedad colectiva sitiada por el sostenido proceso de deslinde auspiciado por el gobierno central. Las condiciones de vida de campesinos y obreros, es decir, de la mayoría de la población, era muy difícil, porque los primeros eran explotados por los grandes hacendados y los segundos, cuyo número aumentaba notablemente, laboraban para los grandes comercios y compañías nacionales y extranjeras, en jornadas de 14 y 16 horas de trabajo diario.
El denominado agotamiento del régimen porfirista se originó en todos estos planos y, por eso, las causas de la revolución fueron múltiples y críticas. El descontento encontró eco en el ámbito político, encauzado en movimientos oposicionistas, engrosados por clases  sociales diversas y grupos políticos demandantes. La respuesta represiva del grupo en el poder -militares y “científicos”- produjo la radicalización asumida por grupos anarquistas o liberales que se encordaron con los partidos reyista, democrático o antirreleccionista. De este último, surgiría el “apóstol” Madero que, después de la renuncia de Díaz, gobernaría sólo 15 meses –de noviembre de 1911 a febrero de 1913- hasta su muerte por órdenes de Victoriano Huerta que había llegado a la silla presidencial mediante la artimaña “más constitucional” nunca antes vivida: “renunció” a Madero, a quien sustituyó Lascuráin por ser el secretario responsable de los asuntos internacionales, quien a su vez nombró a Huerta secretario de gobernación y luego renunció para dejar a éste la presidencia.
      La revolución se consumaría, formalmente, en 1917 con la expedición de la nueva constitución federal, pero entre 1915 y 1928, a causa de la rivalidad entre los diversos liderazgos revolucionarios, morirían los máximos exponentes históricos de este movimiento: Zapata, Villa, Ángeles, Carranza y Obregón, entre los más conocidos. La lucha fue cruenta y en ella moriría el diez por ciento de la población (un millón y medio de personas). Dimensionar este costo impresionante, sin contar la destrucción material, sería tanto como si hoy día murieran, en menos de diez años, once millones de mexicanos, sobre todo de edades jóvenes y productivas. La revolución mexicana sucedió por ausencia de democracia, lo cual es absolutamente cierto si le damos un sentido concreto: cuando los salarios, el ingreso familiar, los alimentos, la educación, los servicios médicos, la vivienda y las oportunidades de trabajo no se democratizan, se enfrentan serios problemas y crisis sociales, porque las más fuertes inconformidades violentas empiezan siempre “en los estómagos”. La lección fue muy dura. Ojalá la hayamos aprendido bien.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

La Revolución Mexicana: 20 de noviembre de 1910



A la ruptura histórica de 1910 le antecedieron cuatro crisis financieras que habían afectado, en conjunto, el crecimiento económico observado; por su parte, la estabilidad político social vivida se había logrado a base de un ejercicio autoritario del poder, acompañado de la inercia reeleccionista empezada en 1884, con el segundo periodo presidencial de Porfirio Díaz. Quince millones de personas habitaban el país, de las cuales sólo el 20% sabía leer y escribir, y la mayoría vivía en y del campo, en haciendas y localidades menores de 15 mil habitantes, aunque se daban los primeros movimientos migratorios del campo a la ciudad. La concentración de la tierra en unas pocas manos y en grandes latifundios mantenía a la propiedad colectiva sitiada por el sostenido proceso de deslinde auspiciado por el gobierno central. Las condiciones de vida de campesinos y obreros (), es decir, de la mayoría de la población, era asfixiante, porque los primeros eran explotados por los grandes hacendados, y los segundos, cuyo número aumentaba notablemente, laboraban para los grandes comercios y compañías nacionales y extranjeras, en jornadas de 14 y 16 horas de trabajo diario.
El denominado agotamiento o decadencia del régimen porfirista se originó en todos estos planos y, por eso, las causas de la revolución fueron múltiples y críticas. El descontento encontró eco en el ámbito político, encauzado en movimientos oposicionistas, engrosados por clases  sociales diversas y grupos políticos demandantes. La respuesta represiva del grupo en el poder -militares y “científicos”- produjo la radicalización expresada en grupos anarquistas o liberales que pronto se encordaron con los partidos reyista, democrático o antirreleccionista. De este último partido surgiría el “apóstol” Madero que, después de la renuncia de Díaz, gobernaría sólo 15 meses –de noviembre de 1911 a febrero de 1913- hasta su muerte por órdenes de Victoriano huerta que había llegado a la silla presidencial mediante la artimaña “más constitucional” nunca antes vivida: “renunció” a Madero, a quien sustituyó Lascuráin por ser el secretario responsable de los asuntos internacionales, quien a su vez nombró a Huerta secretario de gobernación y luego renunció para dejar a éste la presidencia.
Traducido a lenguaje actual, la revolución mexicana comenzó, como coloquialmente se dice, “en el estómago de las personas”, es decir, por circunstancias de pobreza generalizada, fuerte concentración de la riqueza y una exigua distribución del ingreso, acompañada

, luego de varios años de crecimiento,

Después del agotamiento del modelo absolutista de gobierno en que el Monarca era el soberano único, cuyo quiebre representativo se ilustra con la Revolución Francesa de 1789 –y el descabezamiento de Luis XVI-, a partir de los siglos XIX y XX, el denominado Estado Moderno o Estado de Derecho adoptó y perfeccionó la idea de la división del Poder Público, para su ejercicio, en tres entes estatales: Legislativo, Ejecutivo y Judicial, a los que por extensión se les llamó “poderes” porque encarnaron en personas electas para desempeñar estas funciones. A su vez, los gobiernos nacionales siguieron una u otra de las alternativas de sistema político que se desarrollaron, es decir, el parlamentario (donde el Ejecutivo surge del Legislativo) o el presidencial (donde Ejecutivo y Presidencial se eligen simultáneamente, pero por cuerda separada). El primero ha predominado en Europa y el segundo en América.
En México, después de superados los vaivenes violentos de federalistas y centralistas, de liberales y conservadores, ocurridos a lo largo del siglo XIX, el sistema de gobierno presidencial se consolidó durante el siglo XX hasta nuestros días. Por supuesto, el modelo político constitucional se replicó en nuestras entidades federativas, con la función ejecutiva de Gobernadores y la función legislativa de Congresos, que implantó, orgánicamente, el principio de separación-colaboración de estos poderes, mediante un procedimiento constitucional de control y reciprocidad, no sólo para la creación de leyes, sino también para la designación de los magistrados integrantes del Poder Judicial; pero, sobre todo, definió los dos máximos ejercicios de control político entre Legislativo y Ejecutivo: la revisión de las Cuentas Públicas, o examen sobre el ejercicio del presupuesto estatal; y la glosa crítico-política del Informe sobre el estado que guarda la administración pública. 
En Veracruz, las condiciones para que este último control suceda, se reformaron muy recientemente. En efecto, las características técnicas para la integración de los contenidos del Informe de Gobierno se encuentran en las leyes del Estado, pero la forma de presentación se modificó con el propósito de enfatizar el análisis o glosa que los diputados hacen de ese Informe. El cambio no es menor, antes bien resulta trascendente, porque ahora se deposita en el Congreso todo el derecho y la absoluta libertad de procedimiento para examinar los rubros que informe de manera escrita el Ejecutivo, en materia política, económica y social. En efecto, se instituye la obligación constitucional de sujetarse a la voluntad del legislador en la revisión libre del informe escrito; pero, sobre todo, se entabla la facultad de los legisladores de hacer el planteamiento de preguntas por escrito, a las cuales deberán dar debida respuesta los Secretarios del Despacho o equivalentes, bajo protesta de decir verdad, lo que indiscutiblemente entabla una práctica democrática de mayor equilibrio entre Poderes, sencillamente porque se hacen “crecer” las potestades del Legislativo en una materia que mucho tiempo no fue más que un mensaje político unidireccional, que en la actual pluralidad ya no es políticamente sostenible. Veremos, entonces, a partir de este 2011, en Veracruz, el ensayo de una nueva forma de examinar el ejercicio del Gobierno, con mayor objetividad y crítica.

El Informe de Gobierno en la relación Congreso-Ejecutivo



Después del agotamiento del modelo absolutista de gobierno en que el Monarca era el soberano único, cuyo quiebre representativo se ilustra con la Revolución Francesa de 1789 –y el descabezamiento de Luis XVI-, a partir de los siglos XIX y XX, el denominado Estado Moderno o Estado de Derecho adoptó y perfeccionó la idea de la división del Poder Público, para su ejercicio, en tres entes estatales: Legislativo, Ejecutivo y Judicial, a los que por extensión se les llamó “poderes” porque encarnaron en personas electas para desempeñar estas funciones. A su vez, los gobiernos nacionales siguieron una u otra de las alternativas de sistema político que se desarrollaron, es decir, el parlamentario (donde el Ejecutivo surge del Legislativo) o el presidencial (donde Ejecutivo y Presidencial se eligen simultáneamente, pero por cuerda separada). El primero ha predominado en Europa y el segundo en América.
En México, después de superados los vaivenes violentos de federalistas y centralistas, de liberales y conservadores, ocurridos a lo largo del siglo XIX, el sistema de gobierno presidencial se consolidó durante el siglo XX hasta nuestros días. Por supuesto, el modelo político constitucional se replicó en nuestras entidades federativas, con la función ejecutiva de Gobernadores y la función legislativa de Congresos, que implantó, orgánicamente, el principio de separación-colaboración de estos poderes, mediante un procedimiento constitucional de control y reciprocidad, no sólo para la creación de leyes, sino también para la designación de los magistrados integrantes del Poder Judicial; pero, sobre todo, definió los dos máximos ejercicios de control político entre Legislativo y Ejecutivo: la revisión de las Cuentas Públicas, o examen sobre el ejercicio del presupuesto estatal; y la glosa crítico-política del Informe sobre el estado que guarda la administración pública.
En Veracruz, las condiciones para que este último control suceda, se reformaron muy recientemente. En efecto, las características técnicas para la integración de los contenidos del Informe de Gobierno se encuentran en las leyes del Estado, pero la forma de presentación se modificó con el propósito de enfatizar el análisis o glosa que los diputados hacen de ese Informe. El cambio no es menor, antes bien resulta trascendente, porque ahora se deposita en el Congreso todo el derecho y la absoluta libertad de procedimiento para examinar los rubros que informe de manera escrita el Ejecutivo, en materia política, económica y social. En efecto, se instituye la obligación constitucional de sujetarse a la voluntad del legislador en la revisión libre del informe escrito; pero, sobre todo, se entabla la facultad de los legisladores de hacer el planteamiento de preguntas por escrito, a las cuales deberán dar debida respuesta los Secretarios del Despacho o equivalentes, bajo protesta de decir verdad, lo que indiscutiblemente entabla una práctica democrática de mayor equilibrio entre Poderes, sencillamente porque se hacen “crecer” las potestades del Legislativo en una materia que mucho tiempo no fue más que un mensaje político unidireccional, que en la actual pluralidad ya no es políticamente sostenible. Veremos, entonces, a partir de este 2011, en Veracruz, el ensayo de una nueva forma de examinar el ejercicio del Gobierno, con mayor objetividad y crítica.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

La libertad de expresión: sustancia y límites




Bajo la lógica de que los derechos humanos constituyen una esfera que no puede ser penetrada por ninguna autoridad que afecte los bienes o derechos de las personas, a menos de que se haga de manera fundada (con apoyo en ley expresa) y motivada (indicando la causa de la acción), las constituciones contemporáneas de las más diversas latitudes convienen en señalar que, en efecto, la primacía de las libertades humanas debe protegerse mediante instrumentos idóneos, como son los juicios garantistas del conjunto de derechos humanos. En México, el contenido de la libertad de expresión e imprenta, consagrada en el artículo 7 de la Constitución Federal, se mantiene intacto desde 1917. No hay quien se atreva a rechazar esta libertad; en cambio cuando se cuestiona si este derecho tiene límites, de inmediato empiezan discusiones acaloradas. En la Antigüedad, examinando las formas de gobierno que le tocó conocer, Platón apuntaba el hilo de lo que hoy se discute con fuerza, ya que comparando la monarquía, la timocracia, la aristocracia y la democracia, veía que el declive o decadencia de esta última forma de gobierno podía suceder cuando las personas incurrieran en el deseo “inmoderado” de libertad que lleva el peligro de transformarse en libertinaje. En la larga duración que llega a nuestros días, con un mirador histórico y social mejor equilibrado, se entiende sin mayor discusión como condición de todo régimen democrático, la protección a la manifestación de las ideas, el acceso a la información, la libertad de expresión y la de imprenta. Como es natural cuando existen disposiciones de amplia tradición constitucional, como es el caso de México, su sustancia y límites es interpretada por los tribunales constitucionales.

Y así es. La Suprema Corte de Justicia de la Nación ha resuelto que la libertad de expresión e imprenta no puede ser sujeta de censura previa ni de exigencia de fianza, siempre y cuando -como lo señala el artículo 13 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos- se asegure a su vez el respeto a los derechos o a la reputación de los demás o a la protección de la seguridad nacional, el orden público, o la salud o la moral públicas. También, en jurisprudencia firme, la Corte mexicana ha reiterado que la prohibición de la censura no significa que la libertad de expresión no tenga límites, o que el legislador no esté legitimado para emitir normas sobre el modo de su ejercicio: sus límites son el respeto a la vida privada, a la moral y a la paz pública. Igualmente ha resuelto que la manifestación de las ideas no puede ser objeto de ninguna inquisición judicial o administrativa, a excepción de aquellos casos en que se ataque la moral, los derechos de tercero, se provoque algún delito o se perturbe el orden público. Estos derechos y límites están tasados y especificados directamente en los artículos 6° y 7° de la Constitución Federal, y es evidente que tanto su letra como su interpretación judicial exhiben una idea de equilibrio y sensatez, para comprender la relación entre “libertad” y “responsabilidad”. La ponderación o proporción entre derechos y deberes es uno de los criterios sociales y políticos más importantes para evaluar el grado de democracia de los gobiernos. Dicho de manera más sencilla, no hay derecho que no conlleve una responsabilidad, porque la práctica de cualquier libertad siempre está en relación con el Otro, con los demás, con todos aquellos con quienes compartimos un espacio vital y común, que es el principio que funda la vida de toda comunidad humana.

martes, 1 de noviembre de 2011

La reforma política de nuestros tiempos




Desde la histórica reforma política de 1977 que, entre otros elementos, reconoció la existencia de partidos políticos antes proscritos y amplió el sistema de representación política en la cámara federal de diputados de nuestro país, al introducir los diputados plurinominales o de representación proporcional y cuyo antecedente inmediato eran los diputados de partido creados en 1963, la expresión “reforma del estado” se ha convertido en un discurso de eterna discusión, significado por la reforma constitucional del “poder político”, tanto en un sentido orgánico (estructura del gobierno central) como funcional (atribuciones del gobierno central). En efecto, al lado de este elemento formal del Estado, sus otros dos elementos materiales, la población (demografía) y el territorio (geografía), no son susceptibles de reforma constitucional directa porque poseen una sustancia sociológica más que normativa. En cambio, sea por presión social o acuerdo político, la modificación del aparato de gobierno en sentido amplio (ejecutivo, legislativo y judicial) sí puede traducirse en la reforma de las leyes que regulan el poder público. Por ello Reyes Heroles, autor intelectual de la reforma del ´77, señalaba que en el “Estado de Derecho” la reforma política equivalía a la “reforma de la legalidad a partir de la propia legalidad”, es decir, a la solución basada no en la acción violenta sino en la acción concertada entre partidos, actores políticos y grupos sociales, para producir nuevas reglas de redistribución del poder, pactadas en el nivel constitucional.

De los 70´s a los 90´s, la tesis del reformismo político se fortalecería en el mundo occidental. La simbólica caída del muro de Berlín en 1989, la reunificación de las dos Alemanias en 1990, y la disolución de la entonces URSS en 1991, romperían con lo que parecía ser la “ley” histórica precedente: primero, el movimiento revolucionario violento; y, después, el pacto constitucional. En efecto, sin muertes ni disparos, en Alemania volvía a unirse la nación que la segunda guerra mundial había desunido; y, en la URSS, se desunían las diversas naciones que la revolución de octubre había unido por la fuerza en un estado nacional único. Ambos movimientos se consolidarían mediante procesos constituyentes reformistas basados en acuerdos políticos de amplísima cobertura social.

En nuestro país, durante las dos últimas décadas se ha explotado una forma de oferta político electoral que da dividendos públicos y publicitarios más redituables que otras retóricas: no hay sujeto político (organización o personaje) que se presente como agente del cambio u opción de vanguardia que, para sobrepujar a los partidos y generar capital político propio, no resuma el debate de lo política y socialmente necesario en una propuesta: reforma del estado = reforma política = reforma constitucional.

El 26 y 27 de octubre pasados, el congreso mexicano, en medio de minutas y dictámenes legislativos, debates, votaciones, reyertas y trivialidades, aprobó la “reforma política” de estos días. Con 415 votos en pro, 15 en contra y 2 abstenciones, se aprobaron, en el orden constitucional, las figuras de consulta popular, iniciativa ciudadana y candidaturas independientes, dejando para después la discusión sobre la reelección legislativa y la revocación del mandato. Las reformas en materia de participación política y social no son menores y no serían aplicables para el año de 2012; pero a esta faena aún le faltan datos reformistas: ¿Qué dirá el Senado y cómo se legislarán las leyes ordinarias?

miércoles, 26 de octubre de 2011

El hacer y el quehacer de las Políticas Públicas



Desde la definición clásica de la “política” como el ejercicio legítimo de la fuerza coactiva del Estado, por ministerio de ley, para procurar la seguridad de la población y el territorio de una nación, hasta los más recientes enfoques y redefiniciones que incorporan en el concepto de “lo político” a toda acción humana de cooperación para la producción de bienes y recursos de alcances públicos, cada vez que escuchamos la expresión “políticas públicas” como condición democrática para el ejercicio del poder, nos vienen a la memoria expresiones como las de legalidad, corrección fiscal y racionalidad administrativa del aparato de gobierno; pero también el término nos lleva a aspectos de crítica social que se manifiestan en un sentimiento de escepticismo y desconfianza respecto de una actividad que se nos aparece como ajena al ciudadano medio, alejada de su concepción práctica como instrumento previsor para dirimir y solucionar conflictos sociales, comunitarios e, incluso, grupales.

El plural “políticas”, con el añadido del calificativo “públicas”, nos lleva a la noción de “políticas públicas” y nos introduce en un campo teórico referido a metodologías o modos de elaboración de planes y programas orientados por fines sociales, que adquiere practicidad cuando se nos dice que una política pública se diseña con base en el cuidado de criterios fundamentales: descentralizar el funcionamiento de la administración gubernamental, cuidar los recursos y bienes públicos o evitar conductas patrimonialistas aquejadas de tentación insana. Pero una vez decidido el “hacer” de una política pública, mediante el establecimiento de fines programáticos realizables, el verbo se transforma de inmediato en “quehacer”, tan pronto como se observa que su puesta en marcha y cumplimiento depende de un sujeto denominado “administración pública”, que encarna en un grupo poblacional llamado “servidores públicos”; nombre este último que les viene del propio objeto práctico de toda política pública: la prestación de los servicios públicos que los administradores gubernamentales efectúan en beneficio de la población beneficiaria.

Sin embargo, cuando esto no sucede así, cuando se incurre en el fenómeno de “burocratización” como sinónimo de incapacidad, retraso o irresponsabilidad de algunos servidores públicos, que en muchas ocasiones cae en generalización indeterminada, la desconfianza y el escepticismo de los gobernados aparece con pautas de dolor, rencor o combinación de ambos sentimientos, produciendo rebeldía o pasividad. La rebeldía la conocemos y sabemos a qué da lugar cuando llega a ligarse con la violencia desesperante, pero la pasividad resulta más dañina, porque la “inacción” es más fácil de practicar que la “acción”, y porque produce un doble fenómeno de hastío y conformidad soterrados que dan lugar a la “corrupción pasiva”, que nos convierte en cómplices involuntarios de la burocratización. Sólo la participación activa de nosotros los ciudadanos puede invertir los términos de esta situación político-social que se forma, mediante conductas y opiniones empezadas en nuestras calles, manzanas, barrios o colonias, para dar a conocer a los administradores públicos cuándo una política pública que se aplica no funciona, pero también cuándo una medida administrativa que se ensaya debe continuar porque resulta de utilidad pública para nosotros, para nuestro entorno, para el lugar donde vivimos: ¿Cuándo?