miércoles, 31 de julio de 2013

¿Federalizar o Centralizar? Segunda parte

En la disputa entre federalistas y centralistas impera la idea, como señalamos en nuestra colaboración anterior, de que “federalizar” se entiende como volver federal lo que antes era estatal; pero también, con otro tipo de brío, existe la versión opuesta que afirma que “federalizar” significa respetar, mantener en o devolver a cada parte de la unión lograda constitucionalmente (estados, regiones o provincias), un haz de facultades reservadas para su aplicación autónoma. Un ejemplo puede ayudar a entender la dificultad de las nomenclaturas: en tiempos del Presidente Ernesto Zedillo, se reformó la legislación federal para “devolver” la educación (entiéndase su administración, pero también sus problemas) a los Estados, y se dijo que esto era un proceso de federalización educativa; hoy, tan sólo con la reforma constitucional en materia de control de la deuda de estados y municipios, que significa limitar o extraerles facultades en materia financiera, también se le ha llamado un proceso de federalización financiera ¿a qué versión respondemos?
No es un asunto menor ni de ajuste de nombres, sino de concepciones politológicas que expresan modos distintos de concebir la praxis del ejercicio del poder y la administración pública y sus variantes: centralización, desconcentración-delegación y descentralización. Veamos otros datos: en el continente americano son estados centralistas Chile, Colombia, Costa Rica, Cuba, Dominicana, Ecuador, El Salvador, Guatemala, Guyana, Haití, Honduras, Jamaica, Nicaragua, Panamá, Paraguay, Perú, Trinidad y Tobago, y Uruguay (18); y estados federales, Argentina, Brasil, Canadá, Estados Unidos, México y Venezuela (6). Estos 24 países no representan el total de América, pero sí el conjunto más importante de ellos en términos económicos, demográficos y geográficos (recuérdese que población y territorio son los dos elementos materiales del Estado; en tanto el elemento formal lo constituye el poder o gobierno). Aunque, en términos históricos, se ha dicho que el estado federal se acomoda mejor a la necesidad de gobernar territorios extensos, y que el central funciona en territorialidades más reducidas; esto es todavía un dato empírico, ciertamente dominante, sin embargo necesitado de mayor estudio y perspectiva.
Sabemos que en México la relación centro-periferia (federación-estados) se formalizó en 1824, pero no se crearon “estados” a partir de la nada como lo afirma una simplista versión jurídica. Si se usó el concepto “estado” de la constitución norteamericana, fue para “montarlo” sobre los regionalismos históricos previos, porque la Constitución de 1824 no creó la sustancia de las regiones o provincias ni inventó gentilicios o denominaciones a partir de la nada, y ya antes, desde el sistema colonial de reinos e intendencias, “había” veracruzanos, oaxaqueños, michoacanos, zacatecanos, poblanos o duranguenses, y también en 1824 o antes hubo intentos separatistas de Jalisco, Zacatecas y otras intendencias y regiones. Hoy somos una “patria” formada por estados, pero una y otros encuentran su fuente en una “matria” que se nutre de terruños, sentimientos de pertenencia y regionalismos centenarios intensos. Así que federalismo centralizador o centralismo federalizado ¿Cuál es la fórmula?

miércoles, 24 de julio de 2013

¿Federalizar o Centralizar?

Don Felipe Tena Ramírez, maestro constitucionalista de muchas generaciones, señaló desde hace buen tiempo en su muy conocida obra Derecho Constitucional Mexicano, que se pueden conceptualizar formas de Estado y formas de Gobierno. Como formas de Gobierno, sus posibilidades pueden ser el Gobierno republicano o el Gobierno monárquico; en tanto que, como formas de Estado, los tipos serían el Estado Federal o el Estado Centralista. Claro que el entrecruce de formas produciría una amplia tipología en el campo de las Ciencias Políticas, donde tendrían cabida, por ejemplo, las variantes presidencialistas o parlamentaristas. En nuestra historia nacional, hemos conocido, a manera de planes, proyectos diversos en uno u otro sentido. Así, a tono con las experiencias políticas de su época, Morelos proponía un gobierno parlamentario, con un Ejecutivo dúctil y sujeto a las decisiones del Legislativo; después de la independencia y en los momentos primeros de definición constitucional, Fray Servando Teresa de Mier abogaba por un estado centralista, en tanto que Ramos Arizpe, por su desempeño parlamentario en España y en conocimiento del modelo americano, era un convencido del estado federal.
Como sabemos, las constituciones de 1824, 1857 y 1917 adoptaron el modelo federal; aunque en fechas históricas significativas, como en 1836, se aprobaron las famosas Siete Leyes Centralistas. Si el federalismo o el centralismo constitucionalmente declarados han correspondido o no con la realidad política, ello ha dado pie a un debate documentado por historiadores, politólogos y abogados. Cosío Villegas atribuía a la corrupción de gobernantes, la ausencia de un federalismo verdadero en nuestro país; Reyes Heroles, observaba en la necesidad de pluralidad política y en la gradualidad de la participación ciudadana, la moderación del centralismo fáctico; y, Carpizo, estimaba necesario destruir las facultades presidenciales metaconstitucionales para someter al Ejecutivo a los límites estatuidos por las normas jurídicas. Las tesis dominantes del gobierno federal parten del concepto “federación”, proveniente de “foedus” (pacto, unión), según lo cual diversos entes estatales se asocian para formar un ente superior, pactado como gobierno extraordinario o central –que no centralista– por el que se instituye la soberanía o fuero federal, y los gobiernos estatales u ordinarios autónomos, que forman el fuero común sometidos, sin embargo, a la Ley federal.

En esta lógica, “federalizar” se entendería como volver federal lo que antes era estatal. Pues bien, cuando la Constitución de la República se reforma para posibilitar un instituto nacional de acceso a la información, un código de procedimientos penales único, una ley para controlar la deuda de estados y municipios, o una comisión nacional anticorrupción, se reaviva el debate sobre si estas modificaciones son una forma de federalismo que esconde una idea centralista, aún cuando se estimen política y socialmente ineludibles. Ninguna “forma” es pura y, por tanto, el federalismo mexicano es singular o “atenuado”, nos dirían los politólogos; pero, entonces, tendríamos que preguntarnos: ¿Federalismo o Centralismo?

miércoles, 17 de julio de 2013

Justicia Penal y Derechos Humanos: Síntesis final

Los años de 2008 y 2011 marcarán en el futuro las fechas clave en que en nuestro país y sus entidades federativas se sintetizaron reformas y paradigmas de un impacto social, institucional y garantista de enorme calado: Justicia Alternativa y Solución de Conflictos, Reforma Judicial, Justicia para Adolescentes, Transición Penal, Derechos Humanos, Defensoría Pública, Ley de Amparo y, además, Codificación Tipo o Única del Procedimiento Penal. La experiencia inmediata nos ha probado que implantar no ha sido lo mismo que implementar, es decir, que aprobar leyes y reformas no es lo mismo que calcular gastos económicos; que la reforma en sí misma, buena sin duda, también está resultando muy cara, y que lograr la transformación judicial y administrativa necesaria para operarla, bajo una óptica sistémica, pasará por una dura curva de aprendizaje de entre cinco y diez años, porque “La Reforma” ha resultado, realmente, una multiplicidad de reformas a órganos, procedimientos, prácticas y normas en materia de justicia y derechos humanos, involucrando muy diversas materias y jurisdicciones, con ritmos y direcciones de impacto muy diferente, según se trate de la federación o de las entidades federativas. Enfrente tenemos la necesidad de solucionar o coadyuvar a la solución de los problemas de juicios costosos, procedimientos largos, reparación del daño, combate a la delincuencia organizada y narcotráfico, y todo ajustándose a una nueva concepción de la labor judicial que tiene en la oralidad y en la adversarialidad, sujetándose a principios restaurativos, los elementos para resolver, atendiendo a los criterios emitidos por las cortes internacionales, una problemática generalizada que desborda el ámbito penal, y que incluye lo civil y lo mercantil. Lo que está en juego es la totalidad del sistema de impartición de justicia y de la operación del orden jurídico nacional, tanto en el fuero federal como en el común. Y también la evidente complejidad de la reforma y los resultados de su aplicación, son vectores que están en la mira de análisis tanto de “apocalípticos” como de “integrados”, si se vale decirlo así, parafraseando la manera en que Umberto Eco usara esta expresión en el ámbito de la cultura y la comunicación. En todo caso, los componentes del sistema que se modifica, la interrelación o mutua influencia entre los mismos traducida en el complejo de las relaciones interinstitucionales, todo ello frente a los derechos fundamentales de las personas de que se nutre el necesario ideal y la praxis del garantismo humano, no pueden pensarse ni mucho menos actuarse en forma desarticulada o individualizada. De no entenderse así, este o cualquier otro sistema correría el riesgo de saturación o de colapso, que impediría corregir los errores del trazo original de las reformas, dado que se requerirán de ajustes periódicos y de revisión permanente para aspirar a funcionar en términos sistemáticos y estructurales. Esencialmente, lo que está en juego es algo más que un simple paradigma teórico y su aplicación; lo que tenemos por meta superior son principios de una mejor convivencia social, más justa y restaurativa que en el pasado, pretendiendo establecer bases para un mejor horizonte humano y de vida. No lo será todo, pero hoy se cree que así empieza ¿Será?

miércoles, 10 de julio de 2013

Democracia y Elecciones

Si Krauze escribió sobre una democracia sin adjetivos, Sartori dio cuenta del cúmulo de calificativos existentes para referirse a la democracia: política, social, económica, industrial, directa, indirecta, participativa, electoral, etcétera. Con intensidad, los últimos veinticinco años nuestro país ha vivido una amplia y gradual reforma política que invariablemente ha tocado el aspecto electoral como punto de referencia básico para medir el grado de democracia y de participación política ciudadana alcanzado en nuestro país. Por supuesto, las transiciones políticas de carácter democrático no se agotan en el ámbito de lo electoral, no obstante sin conocimiento empírico del comportamiento electoral no es posible introducir elementos de objetividad, en el conjunto muy variado de interpretaciones subjetivas que pueden darse. Y la empiria democrático-electoral que actualmente vive nuestro país nos ofrece líneas generales sobre el desarrollo político e institucional del sistema electoral, y de la votación emitida por los ciudadanos: amarillos, rojos, azules, u otras más, hoy día todos los colores son opciones, según regiones y latitudes. El conjunto comicial formado por las elecciones federales de 2012 y las de carácter estatal y municipal ocurridas el pasado domingo 7 de julio de 2013, muestran que la democracia, la alternativa política y la celebración periódica de comicios se han asentado entre nosotros. Por ejemplo, son miles de ciudadanos entre veinte y veinticuatro años de edad los que participaron en la jornada electoral, como presidentes, secretarios o escrutadores, que en 1988 no han habían nacido o que estaban por nacer. Su formación individual, familiar, social y cívica se ha dado a lo largo de este último cuarto de siglo de gradualidad y transición políticas, y si bien saben que la variedad de partidos políticos nacionales y locales existentes se critican, insultan e incriminan entre sí, también saben que los representantes de éstos, acreditados en las mesas de casilla, sólo pueden observar, y que la única autoridad electoral en el día de la jornada son los ciudadanos de esas minúsculas células directivas, para llevar a buen término el registro de los votos y su cómputo correcto. La democracia mexicana ha sido muy costosa, por una doble razón: una, la construcción de instituciones electorales ciudadanizadas, autónomas y no sujetas a las decisiones de gobiernos o de partidos políticos; y, otra, la educación para la participación de los ciudadanos –como votantes y como funcionarios de casillas– con el propósito de internalizar principios democráticos perdurables en los miembros de una sociedad determinada: los valores humanos y sociales; los derechos, pero también los deberes; la tolerancia y la diversidad; las ideas comunes, y también la existencia de ideas diferentes; la toma de cuentas a los gobernantes o la repetición de la confianza; en pocas palabras, la vía pacífica y política para la solución de los conflictos sociales y la demanda de nuestros derechos como personas integrantes del Estado y la Sociedad; a la vez de la negación de la violencia aviesa que se alimenta por intereses y odios personales. Nuestra democracia no es perfecta, no lo va a ser nunca, pero su efectividad depende de la participación de todos nosotros. No la queremos perfecta, pero sí perfectible. ¿Quién no?


miércoles, 3 de julio de 2013

Reforma Política en Puerta

Desde la histórica reforma política de 1977 que, entre otros elementos, reconoció la existencia de partidos políticos antes proscritos y amplió el sistema de representación política en la cámara federal de diputados de nuestro país, al introducir los diputados plurinominales o de representación proporcional y cuyo antecedente inmediato eran los diputados de partido creados en 1963, la expresión “reforma del estado” se ha convertido en un discurso de perenne debate, focalizado en la reforma constitucional del “poder político”, tanto en un sentido orgánico (estructura del gobierno central) como funcional (atribuciones del gobierno central). En efecto, al lado del poder político como elemento formal del Estado, sus otros dos elementos de carácter material, la población (demografía) y el territorio (geografía), no son susceptibles de reforma constitucional directa en igual forma, porque poseen una sustancia característicamente sociológica -más que normativa-, y porque, dicho en el lenguaje de Weber, toda formación política cuyo aparato administrativo de gobierno incorpora el deseo de prestigio para su expansión y ascenso, sustentándose, por ejemplo, en la estrategia de una reforma estadual normativa, no cae en el “suicidio” político de autocercenar los fundamentos de su existencia. En cambio, sea por presión social o acuerdo político, la modificación del aparato de gobierno en sentido amplio (ejecutivo, legislativo y judicial) sí puede traducirse en la reforma de las leyes que regulan el poder público. Por ello, Reyes Heroles, autor intelectual de la reforma de 1977, señalaba que en el Estado de Derecho la reforma política equivalía a la modificación de la legalidad a partir de la propia legalidad, es decir, a la solución basada no en la acción violenta sino en la acción concertada entre partidos, actores políticos y grupos sociales, para producir nuevas reglas de redistribución del poder, pactadas en el nivel constitucional. Al caso, las sucesivas reformas políticas ocurridas desde los 70´s a los 90´s del siglo pasado, son un referente fáctico, en México, del fortalecimiento de la tesis del reformismo político; y éste se muestra actuante hasta nuestros días, si se examina el más reciente ejercicio de reforma política federal en nuestro país ocurrido en el año de 2011, aunque de manera incompleta. En este 2013 hemos escuchado y leído que existe una reforma política en puerta, cuyas líneas generales son previsibles en la medida en que la anterior dejó cosas pendientes, e ineludiblemente pasará por la discusión de la integración del poder legislativo, tanto en número de curules (disminución) como en la proporción entre diputados uninominales y plurinominales (3/1, en lugar de 3/2, respectivamente), y del mismo modo tratándose de senadores, cámara en la que de plano se debatirá sobre la desaparición de los plurinominales, para volver a 2 por entidad federativa (64 en lugar de 128); reelección de legisladores; reelección de munícipes; y, seguramente la manzana de la discordia, la modificación de fondo del Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales, que traerá como consecuencia la reconfiguración del órgano de gobierno del Instituto Federal Electoral, su normativa y la regulación ordinaria de las candidaturas independientes. Sin duda, la reforma política será el debate o el acuerdo más importante del sexenio. ¿Será?