miércoles, 27 de febrero de 2013

Rendición de Cuentas y Gobierno Federal



De Elster a Ackerman conocemos una sólida discusión sobre un campo denominado “rendición de cuentas”. Del primero tenemos su idea de “justicia transicional”, es decir, del conjunto de procedimientos de enjuiciamiento, difusión de la verdad, reparación de los daños sufridos por las víctimas y adopción de reformas institucionales que se producen como consecuencia de la sustitución de un régimen político autocrático y que, por tanto, llevan al establecimiento de responsabilidades y sanciones para los victimarios. Estos casos se presentan, característicamente, en la transición entre antiguos y nuevos regímenes, que derivan de acciones de guerra o revoluciones sociales, como sucedió en la primera y segunda guerras mundiales, o recientemente en Libia y Egipto. Este tipo de rendición de cuentas también ha sido llamado de “violencia institucionalizada”. Del segundo de los autores citados, tenemos la noción más conocida y aplicada actualmente: la rendición de cuentas (accountability), como una acción de control o fiscalización sobre los actos y procedimientos que realiza el gobierno –poderes públicos y organismos autónomos-, donde el control efectivo se concibe como una actividad que un sujeto (el controlante) ejerce sobre otro (el controlado), que se traduce en investigar acciones gubernamentales específicas, cuyo correcto desempeño se estima conveniente conocer en razón de su importancia sustantiva, estratégica o impacto social relevante y, en caso de contravención al interés público, adoptar medidas sancionatorias o correctivas. Se sigue de aquí, en consecuencia, la necesidad de que exista un régimen efectivo de sanciones para aquellos que se desvíen de los fines presupuestales, financieros y de desempeño público legalmente establecidos. La diferencia entre estas formas de rendición de cuentas es que la segunda de ellas no se da en contextos de postguerra o postrevolucionarios, como en la “justicia transicional”; sino en el curso normal del ejercicio del poder público cuya revisión se efectúa periódicamente y de forma trimestral, semestral o anual, por ejemplo. Pues bien, los informes de la Auditoría Superior de la Federación que empezaron a hacerse públicos en estos días, sobre el comportamiento de los últimos dos años del anterior gobierno federal, han resultado absolutamente escandalosos, para no decir lapidarios, y exhibe los errores, ignorancia y dolo ocurridos en los rubros de examen de la inversión física (erario y obra pública) y desempeño (actos y procedimientos administrativos realizados). Lo que ya se esperaba ha resultado cierto y, literalmente, se confirma la existencia de monumentos a la corrupción, como los casos de la “Estela de luz” y el “Parque Bicentenario”, pero también han aflorado en la SEDENA, PGR, SEDESOL y SG, millonarios gastos en adquisiciones sin procedimiento, proyectos de construcción inflados y pagos salariales indebidos, muy serios problemas de desempeño y de cumplimiento de metas en materia social, crecimiento injustificado de la burocracia federal, ausencia de expedición de documentos, y exceso en el otorgamiento de permisos (casinos, para variar). O sea, todo lo que teóricos y prácticos, y sobre todo ciudadanos, podíamos imaginar y sospechar de un gobierno gastalón, displicente, necio, parcial y cerrado a la crítica social. Todo tiene su tiempo y estos son tiempos de rendición de cuentas. ¿Será?

miércoles, 20 de febrero de 2013

Amparo Reformado


Don Ignacio Burgoa Orihuela ha expresado, con innegable erudición, que el amparo mexicano es la más antigua y noble institución del derecho nacional y, también, objeto de abuso de muchas maneras. Instaurado en la Constitución de Yucatán de 1841 (art. 53), a propuesta de don Manuel Crescencio Rejón, su implantación federal se dio en el Acta de Reformas de 1847 (art. 25) con la intervención de don Mariano Otero, adquiriendo su forma definitiva en las Constituciones de 1857 y 1917 (arts. 103 y 107). Así, desde el siglo XIX, nuestro amparo protege los derechos de las personas contra los actos de cualquier autoridad que, al actuar en forma arbitraria, afecte de manera personal y directa la esfera jurídica de cualquier gobernado. Hacia nuestros días, la promoción de todo amparo se ha “tecnificado” al grado de que es inevitable la intervención de un abogado: por ejemplo, fue por la figura de amparo que Florence Cassez salió libre “de manera lisa y llana”, o también por la que los automovilistas que manejan en cierto grado de intoxicación etílica retrasan las infracciones o arrestos administrativos, o por el que grandes empresas de poderío económico evidente evaden o retrasan el cumplimiento de obligaciones ante requerimientos de autoridades diversas que les ordenan ajustarse a ciertas regulaciones del Estado. Y esto último da pauta a comentar que las reformas que ahora mismo se han discutido en el Congreso de la Unión, parecieran contener, en parte, un regreso a lo fundamental, porque se rompería con los “efectos relativos” de las resoluciones de amparo, y se les daría “efectos generales”. Efectos colectivos es el nombre que se ha ocupado para designar el cambio, con lo cual se volvería a la parte más granada de la primera fase de la legislación de amparo de origen yucateco de 1841: concedido el amparo en favor de una persona, éste se entenderá otorgado a todas aquellas que estén en la misma situación que el quejoso original, aunque no hubieren hecho promoción alguna. Esta garantía por resultado fue limitada en 1847 –por la famosa anécdota del “olvido” de Otero- para sentar que la resolución de un juicio de amparo sólo era válida para el quejoso y para nadie más. Esto que ha sido llamado “la relatividad de la sentencia” de amparo, ha perdurado por más de siglo y medio, hasta esta nueva concepción de generalizar sus efectos a todos los afectados por un acto de autoridad, aunque no se hubieren indispuesto contra ello. Sería injusto decir que el amparo pasaría, de “oteriano”, a ser “rejoniano”. Pero sería absolutamente exacto decir que el beneficio colectivo si tendría su raíz en las ideas de Rejón. A esta especie de vuelta a lo primordial, habría que darle el grato sabor de actualidad que implica la valoración que se le ha añadido: el amparo protege a personas físicas y a personas morales (es decir, empresas), pero a nadie se le concederá que, con motivo de la interposición de un amparo, se ordene la suspensión de un acto válido y legítimo que ordene la autoridad para la defensa del interés público, como sería, notablemente, tratándose de los bienes de la Nación referidos en el artículo 27 de la Constitución Federal. Esta verdadera novedad estaría dedicada realmente a toda empresa o sociedad que vía concesión explota recursos mineros, de telecomunicaciones o energéticos, las que ahora no podrían, como acostumbran hacerlo, “chicanear” (detener, trampear) decisiones fundamentales para el interés público contrarias a la soberanía nacional. ¿Qué dirán los agoreros de intereses particulares?

miércoles, 13 de febrero de 2013

Elección y designación de Funcionarios Públicos

        G. Sabine y P. Grimal han historiado el método de elección o designación de ciudadanos que obtenían cargos públicos en la Atenas antigua. Desde entonces existe coincidencia en la filosofía, las ciencias y la religión, en que lo único que no es posible cuidar es la forma de pensar y actuar de los hombres llamados a desempeñar puestos públicos. Todo mecanismo antiguo o contemporáneo encuentra su límite en la condición humana, y así ha sido por 2500 años. Los atenienses de entonces, sujetos a la voluntad del “demos”, ampliaban a todos los ciudadanos el derecho y deber de fungir en los cargos de la “polis”. Su método era, primero, la elección y, luego, la insaculación: elegido un número de ciudadanos, de entre ellos se sorteaba a quienes desempeñarían cargos concretos (asambleístas, jueces, militares). Las democracias del siglo XXI recurren a la elección de gobernantes y legisladores –y de jueces, en forma directa o indirecta-, así como a la designación o nombramiento de funcionarios o servidores públicos; pero sobre la ética y motivación íntima que anima a electos y designados no tenemos más garantías de las que tenían los antiguos griegos: esencialmente debemos confiar; es decir, esperar que la publicidad de sus actos, los controles entre órganos estatales y la rendición de cuentas existentes, moderen o limiten los excesos o incapacidades que de hecho se presentan. Y las ciencias político-jurídicas de ninguna manera podrían proponer métodos para evitar los problemas de personalidad interior que pudieran afectar la actuación de servidores públicos, de modo que a nadie deben ocurrírsele ejercicios terapéuticos o psicoanalíticos a manera de requisitos para elegir o designar servidores públicos, aunque en nuestro fuero interno no tengamos duda de que no pocos lo necesitarían. Para muestra un botón, pensemos sólo en Hugo Chávez, en Venezuela; o en Abdalá Bucaram Ortiz, Presidente de Ecuador en 1996-97, destituido por el Congreso de su país por "incapacidad mental para gobernar", después de una fuerte movilización popular en su contra. En nuestro país, la acción de inconstitucionalidad contra la facultad del Senado de ratificar los nombramientos presidenciales del Comisionado Nacional de Seguridad y del Secretario Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública; la posible remoción de todos los consejeros por el triste “affaire” sucedido en el IFAI, aprovechando la reforma constitucional en ciernes; y la reciente renuncia de un consejero en el IFE; son hechos que reviven la discusión sobre los requisitos a cumplir para ser popularmente electo o públicamente designado, pero también sobre las instituciones encargadas de hacerlo. Nuestra Constitución es el referente al que se acude para constatar un rango o arco que va desde la exigencia de requisitos básicos para cargos de elección popular (presidente y legisladores), hasta los necesarios para ocupar cargos de designación o ratificación congresional en el IFE, CNDH, IFAI, PGR y Suprema Corte de Justicia de la Nación. Es decir, desde un punto de máxima democracia para cargos de elección popular, hasta uno de máxima especialización para los de hombres “calificados”, pero este último supuesto es el que ha fallado. Como no hay ciudadanos impolutos o neutrales, antes de llegar a los métodos de ¿insaculación? o al ¡psicoterapéutico!, elevemos requisitos, porque tanto como que honestos, honestos, honestos… pues cuando menos honestos a secas. ¿Qué hacemos?

miércoles, 6 de febrero de 2013

La Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos

La Constitución de 1917 tuvo y tiene en nuestra historia social y política, un sentido unionista que le viene de sus antecesoras de 1824 y 1857. Don Jesús Reyes Heroles escribió hace ya un buen rato que, de 1808 a 1873, México realizó su difícil construcción como estado nacional y que, respecto de ese largo periodo de contextos armados complicados, políticamente turbios, politólogos, historiadores y abogados coinciden en otorgar importancia a los momentos constitucionales de 1824, 36, 43 y, sobre todo, 1857, y las subsecuentes reformas de 1867 y 1873. La Constitución de 1917 tiene un nexo lógico con estas inflexiones, porque las constituciones mexicanas nunca han sido literalidades jurídicas ahistóricas; sino, ante todo, datos historiográficos duros indispensables para comprender el proceso de formación del Estado mexicano. Y es así, porque las constituciones son un instrumento político antes que un ejercicio jurídico. La nuestra refleja esta superlativa condición en su propio nombre: Constitución POLÍTICA de los Estados Unidos Mexicanos. Como recreación constitucional de sus predecesoras, la Ley Fundamental de 1917 creó derechos sociales y extinguió los de minorías privilegiadas, introdujo cambios inmediatos en el régimen económico, modificó equilibrios políticos y reconfiguró las relaciones colectivas, apoyándose en el principio de reformabilidad constitucional que hoy día le sigue dando un sentido políticamente unificador y jurídicamente garantista, para mantener en relación la normalidad (de la vida social) con la normatividad (construida sobre esa realidad). Francisco Zarco, con su característica prosa, ya nos había enseñado está verdad primordial desde el constituyente de 1857: “El Congreso sabe muy bien que en el siglo presente no hay barrera que pueda mantener estacionario a un pueblo, que la corriente del espíritu no se estanca, que las leyes inmutables son frágil valladar para el progreso de las sociedades…y que el género humano avanza día a día necesitando incesantes innovaciones en su modo de ser político y social”. La data histórica muestra que la relación entre los hechos sociales y la producción normativa es esencialmente dialéctica, porque si bien la dinámica de la vida social modifica las reglas jurídicas imperantes o crea nuevas, a su vez, también la adopción de nuevas disposiciones jurídicas cambia ulteriormente el comportamiento público. Así, en México, como en todas latitudes, las constituciones han sido consecuencia sintomática de una formación histórico-social, necesitada de una cura política que no se puede encontrar únicamente en la variable jurídica, aun cuando en ésta deba buscar, ineludiblemente, la apoyatura instrumental para expresar la proporcionalidad de pactos sociales políticamente posibles. Cuestión de dimensionar la larga duración: de 1215 a 1899 se aprobaron 21 constituciones; durante la primera mitad del siglo XX, se aprobaron 15; pero entre 1950 y el año 2000, la tendencia a la constitucionalización se acentuó y se expidieron 150 constituciones (2/3 de las existentes en el mundo); y de 2000 a 2010, en sólo 10 años, se han aprobado 23 (más que entre 1950 y el 2000). El resultado: en 2010, 194 de los 196 países del mundo tenían constituciones. No hay duda, las constituciones políticas reflejan una tendencia mundial hacia la racionalización del consentimiento social, mediante amplios contratos políticos, como fenómeno histórico político de innegables efectos económicos y sociales. Interesante ¿O no?