Por razón de
las reformas constitucionales federales de 18 de junio de 2008, en el muy
mencionado campo de la justicia y la seguridad de nuestro país, entre los 10
artículos reformados en esa fecha, fue en el 17 Constitucional donde se incorporaron
los criterios para el establecimiento de mecanismos alternativos de solución de
controversias, que constituyen, por su nuevo rango y efectos, una verdadera
novedad en la impartición y administración de justicia. Por supuesto, dado el
natural desconocimiento de estas figuras, llega a existir confusión sobre su
momento de aplicación y sus alcances en el orden institucional. Autores
reconocidos coinciden en señalar beneficios probados en otras latitudes. Zamora
Pierce apunta que estos medios o procedimientos servirán para lograr acuerdos
reparatorios entre las partes, antes de llegar a un juicio oral, es decir, para
restaurar, con la intervención del ministerio público, los derechos o bienes
afectados que dan motivo al conflicto entre víctimas (u ofendidos) e imputados (o
presuntos responsables de un delito no grave): si éste reconoce su culpa, y
acepta reparar o restaurar el daño, a satisfacción de la víctima, el
cumplimiento del convenio a que se llegue extinguirá la acción penal, porque,
complementariamente, el artículo 20 Constitucional, en sus apartados A y C,
establece como objeto del proceso penal justamente dicha reparación. Los
convenios que se suscriban para ello, establecerán los tiempos y modos de su
cumplimiento, que en algunos códigos puede ser hasta de un año. López
Betancourt considera que estas salidas alternas para evitar un proceso penal
permiten flexibilizar, economizar y descongestionar el sistema sin tener que
acudir al juicio oral, porque se centra en el individuo afectado (justicia
retributiva) y en evitar la exclusión social del imputado (justicia
restaurativa), para lo cual la reparación del daño se asume como forma de
rehabilitación inmediata, porque al tener como finalidad sanar las heridas
causadas por el delito, busca solucionar el conflicto con el fin de que víctima
e imputado sigan viviendo en colectividad. Los abogados podrían decir que la
solución se dará en sede administrativa sin necesidad de llegar a la sede
judicial. Peña González atribuye, por ello, a la mediación, una función
facilitadora no sólo en el campo penal, sino en el laboral, mercantil y civil, como
un equivalente jurisdiccional para lograr que las partes en conflicto generen
soluciones propias que satisfagan los intereses contradictorios, asegurando su
ejecución y cumplimiento voluntarios. Así que en estos diversos campos, la
combinación de actividades de mediación y de acuerdos reparatorios de daños, se
convierte en la expresión constitucional de finalidad social, cuya función se
debe encargar a instituciones públicas administrativas, relacionadas o
supervisadas judicialmente, porque se tiene por objeto evitar juicios en esas
materias; de lo contrario, iniciada la vía judicial por falta de acuerdo, habrá
que someterse a tiempos largos y costos obvios para los involucrados. El
propósito es solucionar un alto número de problemas, evitar el incremento de
controversias judiciales e impedir que el sistema colapse por saturación,
mediante salidas alternativas como la mediación y el acuerdo reparatorio, que
han dado resultados positivos en otros países, y que se centran
preponderantemente en los intereses de los afectados, víctimas u ofendidos.
¿Aprenderemos rápido?
miércoles, 26 de junio de 2013
miércoles, 19 de junio de 2013
¿Administración Pública Federal Obesa?
Al analizar
los principios políticos del presidencialismo y del parlamentarismo, desde la
teoría constitucional, B. Mirkini-Guetzevitch sostuvo que el verdadero sentido
del régimen parlamentario en la democracia contemporánea, estriba en la
formación del Ejecutivo. Como el poder se racionaliza mediante el derecho
escrito, entonces dos poderes poseen: uno, la supremacía jurídica, porque dicta
las leyes (el Poder Legislativo); y, dos, la supremacía política, porque ejerce
el gobierno (el Poder Ejecutivo); es decir, las directrices jurídicas que
aprueban los parlamentos o congresos, informan los actos de gobierno que se
traducen en lo que actualmente llamamos políticas públicas. Luego entonces, los
sistemas constitucionales deben garantizar un principio de equilibrio entre los
poderes constituidos, al que contribuyen las controversias que se ventilan en
el Poder Judicial. Con base en estos elementos, se ha producido una explicación
de sentido histórico sobre un fenómeno de orden mundial en el ámbito
jurídico-político, que se distingue por una acentuada especialización del Poder
Ejecutivo y una disminución del Poder Legislativo, que se manifiesta, entre
otros elementos, en la circunstancia de que la mayoría de las iniciativas de
leyes y decretos provienen del Ejecutivo, llevando injustamente a la
consideración de que los órganos legislativos son simples cámaras de registro.
No debería sorprender este fenómeno global verídico, si pensamos que a lo largo
de los últimos cien años la constante y permanente aplicación de las normas ha
producido una obvia especialización de los funcionarios de los poderes
ejecutivos, mientras que la propia creación de normas requiere de criterios de
amplitud porque esa es una característica de toda ley: su generalidad. Por eso
se ha llamado “especialistas” a los administradores públicos, y “generalistas”
a los legisladores. En este contexto, sorprendería entonces encontrar
administraciones públicas obesas, porque estaría en entredicho su principal
atributo que debiere ser la especialidad de funciones, debido a que “obesidad
administrativa” significa varias cosas: duplicación y, a la vez, atomización de
funciones, exceso de contrataciones, burocratismo, ineficiencia y costos
presupuestales altos. Pues bien recientemente se ha señalado que la
administración pública heredada por el ya no tan nuevo gobierno federal es caótica
y obsoleta, pues cuenta con casi veintidós mil áreas, más de un millón y medio
de empleados, con una estructura burocrática irracional y onerosa, que se
expandió así en el curso de los últimos doce años, y cuya modernización,
adelgazamiento y restructuración corresponde al actual gobierno. Para la acción
gubernamental esto significa suprimir y fusionar programas gubernamentales, y
elevar los criterios de formación y experiencia profesional de los mandos
medios y superiores. Los estudios más recientes de la UNAM, muestran que se
incurrió en lo que popularmente conocemos como “chambismo”, corrupción
administrativa y “botín político”, que llevó a un crecimiento descontrolado de
plazas que, en su conjunto, significan para el presente año fiscal un costo de
2.5 billones de pesos, es decir, el 64% del presupuesto total aprobado. Por
eso, los investigadores dicen que de 2000 a 2012 sufrimos clientelismo y
amiguismo a costa de la nómina federal. Ni modo, corresponde a este gobierno federal
reestructurar. ¿Se hará?
miércoles, 12 de junio de 2013
¿Público o Privado?
Recientes noticias
de primera plana, publicadas en el diario Reforma del lunes 3 al miércoles 5 de
junio, pusieron al descubierto el tráfico de información de padrones, cuentas
bancarias, tarjetas de crédito y diversos datos personales “de millones de usuarios”, que hacen diferentes sujetos anónimos a
través de internet. ¿Qué tienen en común esas notas periodísticas? Pues
denuncian que hay un “algo” privado que se ha vuelto público; que ese “algo”
privado se forma por datos de personas; y, que volver públicos esos datos
privados constituye un ilícito, porque se violenta un derecho humano
fundamental para la convivencia social. Ello implica que datos personales como
nombre, dirección, teléfono particular y laboral, correo electrónico, ocupación
y lugar de trabajo de millones de personas, que deben ser confidenciales,
pueden ser obtenidos prácticamente por cualquiera mediante el pago de
cantidades risibles, dando lugar a la posibilidad, en el extremo, de problemas
de secuestro, extorsión e inseguridad. Estas bases de datos se ofrecen al mejor
postor, y su tráfico viola la Ley Federal de Protección de Datos Personales en
Posesión de los Particulares, cuya aplicación corresponde al Instituto Federal
de Acceso a la Información (IFAI). Por supuesto, muchos de ustedes, o yo mismo,
no tenemos listados infinitos de bienes inmuebles o cuentas bancarias
abultadas, y quizá podríamos decir que nuestro patrimonio o haber no sería
atractivo para algún delincuente que deseara obtener ganancia a nuestras
costillas. Pero todos coincidiríamos en protestar, porque nadie tiene derecho a
violar nuestra intimidad personal y familiar, derecho humano establecido en la
nueva Constitución de Veracruz desde el año 2000, cuyo artículo 6, primer
párrafo, así lo prevé y, a la vez, se conecta con la Constitución Federal que,
once años después que la Veracruzana, adoptó la denominación “Derechos Humanos”
en el Primer Capítulo con que inicia el Título Primero de nuestra Carta Magna.
El derecho a la intimidad personal y familiar se traduce, entre otros, en la
confidencialidad de nuestros datos personales, como derecho de toda persona por
el simple hecho de haber nacido, y las leyes no hacen más que reconocerlo. La
hipótesis constitucional supone la existencia de un “quantum” intuitiva y racionalmente propio de
todos los seres humanos y, por tanto, de naturaleza biopsicosocial; porque, en
estricto sentido lo “social” es lo que tradicionalmente se vuelve “jurídico”
cuando interviene el Estado en uso de su potestad legislativa, mientras que lo
“bio” y lo “psico” no habían seguido esa suerte anteriormente, hasta este
tiempo en que el Derecho vuelve la vista a principios teóricos y filosóficos provenientes
de la Psicología Social y de la Filosofía Moral. Podemos decir que, culturalmente,
en el curso de los últimos 200 años lo privado se hizo público y, una vez que
lo público abarcó literalmente todos los espacios de la vida, se hizo esencial
proteger el honor, la intimidad personal y familiar, así como la dignidad de
saber que, situados en el campo de lo cotidiano y colectivo, se necesita guarecer
el sentido vital de nuestra individualidad; y este es el espíritu que anima a
los ordenamientos que desean proteger y tutelar los datos personales, como una
de las representaciones materiales en que se manifiesta un derecho humano
fundamental. Así entonces ¿público o privado?
miércoles, 5 de junio de 2013
Libertad de Prensa
Don José de Jesús Orozco Henríquez, destacado
estudioso de esta materia, ha comentado, con amplitud, que mientras que el artículo
6° de nuestra Constitución Federal establece el derecho de manifestar
libremente las ideas, su artículo 7° consagra, particularmente, el derecho de
expresarlas, difundirlas y publicarlas por escrito. En efecto, por sus
antecedentes históricos, parlamentarios y político-constitucionales, ambos
derechos humanos se consideran hoy día fundamentales para todo régimen gubernamental
que se precie de democrático. Concretamente, el reconocimiento y protección de
la Libertad de Imprenta se consagró por primera vez en Estados Unidos a través
de la Primera Enmienda (de 1791) a la Constitución de 1787; en tanto que en
Francia se previó en el artículo 11 de la Declaración de los Derechos del
Hombre y del Ciudadano de 1789. A partir de estas Leyes Fundamentales, se dio
el difícil pero inexorable reconocimiento de su existencia como derecho
dogmático –es decir, que no admite discusión- en el constitucionalismo
occidental del que, por supuesto, nuestro país ha formado parte; así como en el
derecho internacional, del que resultan paradigmáticos: el Artículo 19 de la
Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU, que amplió la libre
difusión de las ideas a cualquier medio de expresión y no sólo el gráfico; el
Artículo IV de la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre de
1948; los Artículos 19 y 20 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y
Políticos de 1966; y el Artículo 13 de la Convención Americana sobre Derechos
Humanos de 1969. Instrumentos todos ratificados por México, con vigencia desde
el 24 de marzo de 1981. De innegable base filosófico-moral, su esencia ha
adquirido una formulación normativa uniforme en el Derecho, que también ha
generado interpretación judicial específica. En nuestro país, su reconocimiento
provino de los liberales mexicanos del siglo XIX, siguiendo la línea
originalmente trazada por el Decreto Constitucional para la Libertad de la
América Mexicana aprobado en Apatzingán en 1814 (bajo la influencia de la
Constitución de Cádiz de 1812), la Constitución de 1824, las siete Leyes
Centralistas de 1836 y las Bases Orgánicas de la República Mexicana de 1843.
Fue, sin embargo, en el Congreso Constituyente de 1856-57 donde los
legisladores/periodistas liberales de la talla de Francisco Zarco, Guillermo Prieto,
Félix Romero, Ignacio Ramírez y Francisco Cendejas, dieron los debates más
brillantes e importantes que hasta ahora se conocen. Mientras que unos
consideraban que la Libertad de Imprenta no debería tener ninguna limitante,
otros pensaban que los límites que no podía sobrepasar eran el respeto a la
vida privada, a la moral y a la paz pública, y esta última fue la visión que se
aprobó por 60 votos contra 33. En el Congreso Constituyente de 1916-17, el
debate también fue arduo y, finalmente, se mantuvo, con adecuaciones, el
sentido que provenía de la Constitución de 1857. Así, desde 1917 el artículo 7°
asegura la inviolabilidad de la libertad de escribir y publicar escritos sobre
cualquiera materia, desautoriza la previa censura o la exigencia de fianza a
los autores o impresores, e impide que se coarte la libertad de imprenta, señalando
que ésta no tiene más límites que el respeto a la vida privada, a la moral y a
la paz pública. Texto equilibrado y benéfico para todos ¿No?
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