Históricamente, tres son las Constituciones emblemáticas
o icónicas a las que se acude para ejemplificar qué es una Constitución: la
Carta Magna inglesa de 1215, la Constitución de los Estados Unidos de América y
la Constitución Francesa de 1791. Como generalmente sucede, primero se dieron
estos instrumentos resultantes de movimientos sociopolíticos de influencia transcontinental,
y después se teorizó sobre su significado o esencia. El jurista anglosajón
Schwartz apunta que en el año de 1795, un miembro de la Suprema Corte de E.U.A.,
al preguntarse sobre ella, la definía como la ley básica de un país e
instrumento escrito que es la fuente de la autoridad que ejerce un gobierno, fija
los límites de la actividad gubernamental y distribuye sus funciones en varios
departamentos.
En 1862, Lasalle pronunció su famosa conferencia
“¿Qué es una Constitución?”, a propósito de los movimientos sociales y obreros
de Europa de 1848, concluyendo que la Constitución es más que una simple ley y,
antes bien, es el fundamento de todas las demás leyes ordinarias de un estado
nacional, que reconoce principios inconmovibles y cuya fuerza activa son los
factores reales de poder existentes en la sociedad, “vertidos en una hoja de
papel”. En el siglo XIX se aprobaron constituciones sobre todo en Europa y en
América; pero fue en el siguiente y hasta el día de ahora que cobraron
importancia los derechos humanos y su garantismo, a tono con la tradicional
clasificación del maestro español Posada (principios del siglo XIX), que
dividía toda constitución en parte dogmática (derechos humanos) y parte
orgánica (poderes públicos), y con la opinión de Bryce que hablaba de
constituciones rígidas y flexibles, según su procedimiento de reforma fuera por
votación calificada (2/3 ó 3/4 del total de las cámaras legislativas) o por
mayoría (mitad más uno de los votos).
La teoría constitucional que se formó, traía detrás
de sí el soporte de la construcción de los conceptos “Política” y “Estado”, a los
que me referí en mi anterior entrega; de modo que a nadie le faltaría razón si
dijera que dado que en el concepto Nación anida una base sociológico-material,
y que en el concepto Estado encontramos un fundamento jurídico-formal, pues
entonces la Constitución vendría a ser algo así como el acta de nacimiento de
un Estado-Nación. En la antigüedad no hubo constituciones como las de ahora; no
lo fue la de Atenas ni las más de 300 constituciones estudiadas por Aristóteles
en el siglo IV a. C. Entre ellas y las actuales sólo compartimos el nombre, más
no su estructura ni radio de acción, porque las de hoy se ajustan al exhaustivo
patrón del Derecho que entonces no estaba desarrollado a plenitud, así se rinda
tributo al derecho romano como real precursor de las modernas ciencias
jurídicas. “Constitucionalizar” es un verbo que se ha acuñado para significar
al menos dos cosas: (1) Que cuando en la interacción sociedad civil-sociedad
política se dan reelaboraciones y reacomodos, hay que llevar los acuerdos a la
Constitución para significar la adecuación del consentimiento social y del
pacto político; y (2) Que ese es el camino indicado por la experiencia
histórica para solucionar conflictos nacionales críticos o violentos. Las 194
constituciones existentes al año de 2010, de un total de 196 naciones en el
mundo, constituyen una evidencia política internacional muy difícil de
soslayar. ¿O sí?