jueves, 18 de diciembre de 2014

Representación, legalidad y legitimidad

Si pudiéremos trazar una vista larga en el tiempo y fijarnos en el modo en que se ha ejercido el poder en el mundo, históricamente tendríamos que admitir que en los últimos 10 mil años, que van desde el paso de la prehistoria a la protohistoria (primeros vestigios de sistemas de escrituras o signos) y a la historia franca, hasta llegar a los últimos 250 años que se significan por el paso de la sociedad rural a la sociedad urbana e industrial –con todas sus implicaciones neoliberales y globalizantes–, de demografía creciente y telecomunicaciones galopantes; lo menos que se podría decir es que durante 9,750 años, más menos, ha dominado el ejercicio del poder arbitrario, libérrimo, discrecional, absoluto, faccioso, unipersonal o dinástico, soberano, hereditario, regio, caprichoso, omnímodo, con microscópicas excepciones; respecto de la idea del poder público en la forma de Estado, dividido en funciones ejecutiva, legislativa y jurisdiccional, con sujeción a normas legisladas y, por tanto, dentro de la órbita del Derecho y de una concepción política fundada en el gobierno de todos; no habría más que afirmar que, de esos 10 mil años, sólo en los últimos 250 hemos asistido a la peculiar instauración de una forma específica de ejercicio del poder: el Estado Democrático o Social de Derecho.

Esta manifestación histórica de organización y práctica del poder, es el continente en que han cobrado contenido los términos: representación, legalidad y legitimidad. Los tres vocablos no se asemejan a las caras de una moneda, sino a una trinidad conceptual, porque poseen, entre sí, relaciones de simbiosis política ostensible. No se puede concebir la legitimidad, sin representación o sin legalidad; tampoco la legalidad, sin legitimidad o representación; y, mucho menos, la representación, sin legitimidad y legalidad. Es una cuestión sólo de acentos o énfasis al momento de examinar cada uno de ellos de manera aislada, porque sucede que intrínsecamente tienen su propia singularidad, aunque esto sólo para el análisis, porque en la realidad se muestran simultánea o sucesivamente unidos, fundidos, acoplados. Los ejemplos siempre son útiles y cuanto más sencillos mejor: sin una pluralidad de personas que apoyen y le den su voz y voto a una persona determinada, no existe representación alguna; sin el respeto o acatamiento a la norma escrita que regula las formas y los procedimientos para que alguien represente a muchos; o, sin la voluntad de quien representa legalmente a un sin número de personas, para cumplir con los fines colectivos socialmente valiosos que se le han encargado; entonces, los tres términos cobran familiaridad o cotidianidad, porque la representación se asocia con la autoridad o mando que voluntariamente le otorgamos a quien creemos que tiene la capacidad de hacerlo en forma juiciosa; porque respetamos la legalidad del sistema de elecciones periódicas, acorde con principios de igualdad y libertad; y, porque cuando alguien nos representa legalmente, le pedimos que se legitime mediante el cumplimiento de sus promesas y de las tareas públicas que le corresponden, en el ejercicio de su encargo. Hoy día, a esta tríada de conceptos se le conoce también como: representantes de elección popular; sistema electoral vigente; y, evaluación del desempeño y rendición de cuentas. El quid de la democracia. ¿No?

miércoles, 10 de diciembre de 2014

El Derecho Internacional y los Estados-Nación


La Teoría Política reconoce como elementos fundamentales de la existencia del Estado-Nación: a) El contenido político, es decir, la denominada “fuerza” del Estado; b) El contenido sociológico, con acento en la vertiente histórico-social que porta el pueblo concebido como Nación; y, c) El contenido jurídico, o sea, el Estado de Derecho que se significa por la autolimitación de sus facultades y deberes, mediante la instrumentación de normas escritas. En consecuencia, se afirma que la soberanía del Estado se manifiesta, hacia el interior de su territorio en forma de supremacía y coercibilidad; en tanto que hacia el exterior, con independencia e igualdad. Así, cuando uno o más Estados se colocan frente a frente (por razones de guerra o por colaboración), lo que contiende o se armoniza, según el caso, son sus respectivas soberanías. En la hipótesis de violencia, sólo las dos guerras mundiales del siglo XX dan una idea dramática y macabra de los resultados de los enfrentamientos bélicos. Por eso, el supuesto de la colaboración entre varias soberanías estatales se considera como la fuente del derecho internacional y, por tanto, involucra un conjunto de principios que tienen dedicatoria a la comunidad humana, desde la perspectiva de las relaciones entre los Estados y sus instituciones, para estructurar reglas que los vinculen mediante diversos instrumentos de derecho público, con el fin superior de garantizar, para el orden mundial: 1. La solución de conflictos por la vía pacífica, con la intervención de organismos internacionales; y, 2. Compromisos bilaterales o multilaterales, para alcanzar metas y estrategias de carácter subregional, regional, subcontinental, continental o mundial, en materia de desarrollo, de paz y seguridad, derechos humanos, asuntos humanitarios, ambiental, educacional, de salud, poblacional o de investigación científica. Este conjunto de compromisos internacionales concertados, que se despliegan materialmente mediante diversas acciones a cargo de los Estados firmantes, se formalizan en tratados y acuerdos interinstitucionales, que también se denominan convenciones, convenios, pactos, protocolos, memorandos o entendimientos, entre otros. Desde 1836 hasta 2012, los instrumentos vigentes suscritos por el Estado mexicano son 1349, de los cuales 722 son bilaterales y 627 multilaterales. A la fecha, la Constitución Federal tiene como base los artículos 1° (derechos humanos), 76 fracción I (facultad del Senado en materia de política exterior, y aprobación de tratados y convenciones), 89 fracción X (facultad del Presidente para suscribir tratados internacionales), 117 fracción I (imposibilidad de los Estados de la República para celebrar alianzas, tratados o coaliciones con otro Estado o con potencias extranjeras), y 133 (los tratados que estén de acuerdo con la Constitución y las leyes federales serán, con éstas, ley suprema de toda la Unión); así mismo, la Ley sobre la Celebración de Tratados regula las hipótesis jurídicas a que se sujeta la “celebración de tratados y acuerdos interinstitucionales en el ámbito internacional”. Este es el contexto en que se ubica la XXIV Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado y de Gobierno 2014 que, desde 1991, año tras año, agrupa a 22 países. La actual tiene como objeto de su Declaración la “Educación, Innovación y Cultura”. Esta es su importancia regional. Indudable. ¿Verdad?

miércoles, 3 de diciembre de 2014

Constituciones y modificaciones


Es verdad que James Bryce expuso, desde el primer cuarto del siglo XX, que el criterio para clasificar las constituciones era el de: a) No escritas o consuetudinarias, como la Carta Magna inglesa de 1215; o, b) Escritas o estatutarias, como la norteamericana de 1787. Carpizo explica que, para Bryce, ésta era una diferenciación anticuada y, en busca de un mejor criterio, asumió considerarlas como: 1. Flexibles, que es el caso de las más antiguas porque poseen elasticidad y adaptación, sin alterar “sus notas más importantes”; y, 2. Rígidas, “cuya estructura es dura y fija”. En particular, éstas últimas son las de mayor presencia actual, en su doble connotación de ser, con mucho, las más numerosas y, además, estar vigentes. En colaboraciones anteriores hemos apuntado que, al corte de 2010, las constituciones son tan antiguas como las de Inglaterra (1215) o de la República de San Marino (1600), seguidas de las de Estados Unidos de América (1787), Noruega (1814) y Luxemburgo (1868), o tan nuevas como las de Ecuador (28 de Septiembre de 2008), Bolivia (7 de Febrero de 2009) o Angola (21 de enero de 2010), que son reformadoras o abrogatorias de sus antecesoras. Y que, con excepción del Sultanato de Omán y el Estado Islámico de Afganistán, 194 naciones tienen constituciones. Importa también decir que en las 196 naciones del mundo existen asambleas políticas, porque estos son los órganos autorizados por las propias constituciones para producir modificaciones a sus textos, sea por mayoría (sistema flexible) o por mayoría calificada (2/3 o ¾ del total de los presentes o de los integrantes de los órganos legislativos). En México, nuestra constitución posee un sistema, que se ha denominado doble: 1. Formalmente es rígido, porque se requiere una mayoría calificada en las dos Cámaras del Congreso de la Unión (Diputados y Senadores), y la aprobación de más de la mitad de las legislaturas estatales. Esto es lo que se llama el Constituyente Permanente Federal. 2. Materialmente, es flexible, porque sus numerosísimas modificaciones demuestran que la formalidad del procedimiento, en los hechos, se ha sujetado a la exigencia política de aprobar cambios constitucionales, conforme a criterios fácticos: por voluntarismo presidencial, por concesión o concertación partidaria, o por circunstancias de gobernabilidad (que hoy vivimos). Las fuentes oficiales registran los cambios que ha tenido la constitución mexicana: Por orden cronológico (220 decretos); por artículo (618 artículos); y, por periodo presidencial, por ejemplo, Emilio Portes Gil y Adolfo Ruiz Cortines promulgaron las reformas de sólo dos artículos cada uno; en tanto que Ernesto Zedillo Ponce de León promulgó cambios a 77 artículos y Felipe de Jesús Calderón Hinojosa a 110 artículos. Sin contar con el último anuncio de reformas, Enrique Peña Nieto lleva 66 artículos promulgados al 17 de julio de 2014. Al parecer, en nuestro país, con excepción de los constituyentes originarios, las constituciones federales sólo en contadas ocasiones han logrado ser la causa eficiente de cambios social y políticamente genuinos; y, antes bien, parecen ser la consecuencia de un Estado-Nación necesitado de una cura política que no se puede encontrar sólo en el derecho, aunque éste sea el instrumento para encauzar pactos sociales políticamente posibles o desesperadamente necesarios. ¿Cierto?

jueves, 27 de noviembre de 2014

Víctimas y victimarios


A fines de los 80’s y durante los 90’s del siglo pasado, a propósito del debate de entonces sobre los derechos humanos y de la creación de los primeros órganos constitucionales responsables de su protección, se dijo también que normas y órganos mostraban mayor protección para los delincuentes o victimarios, en detrimento de los derechos humanos de las víctimas. Por supuesto, esto no significa que la intención fuere esa; sino que, en un país con fuertes pasivos de justicia, lo que hoy conocemos como violación del debido proceso, arrestos arbitrarios, privación ilegal de la libertad, entre otros, se atribuían a las autoridades como prácticas comunes en contra de inocentes o, como ahora diríamos, en contra de la presunción de inocencia. Lo único cierto de la experiencia previa y hasta hace poco, es que en el binomio víctimas-victimarios, las primeras estaban olvidadas, tanto por las propias normas como por los órganos. Por supuesto, no es un asunto de absolutos, sino de predominancias: los imputados como victimarios, por haber incurrido en ilícitos, no todos eran culpables o inocentes. Es decir, por la deficiente impartición y administración de justicia que se denunciaba, los inocentes involucrados podían terminar como inocentes sentenciados; o los culpables involucrados, podían terminar como culpables absueltos. En todo caso quienes se encontraban como probables responsables de delitos recibían mayor atención por parte de las normas y organismos protectores de derechos humanos, que las víctimas. Este esquema quedo anulado a partir del 14 de julio de 2011, fecha en la que, entre otros, se publicó la reforma al artículo 20 de la Constitución Federal, que ahora expresa los derechos de las víctimas o del ofendido, obligando a la reparación del daño que se les hubiere causado.

Consecuente con la protección constitucional, el Congreso de la Unión aprobó dos “bloques” normativos. El primero, denominado Ley General de Víctimas, publicada el 9 de enero de 2013, que obliga a las “autoridades de todos los ámbitos de gobierno, y de sus poderes constitucionales, así como a cualquiera de sus oficinas, dependencias, organismos o instituciones públicas o privadas que velen por la protección de las víctimas, a proporcionar ayuda, asistencia o reparación integral”. Ello con el objetivo sustantivo de lograr la reparación integral a favor de la víctima, según “la gravedad y magnitud del hecho victimizante cometido o la gravedad y magnitud de la violación de sus derechos”. El segundo, el Código Nacional de Procedimientos Penales, publicado el 5 de marzo de 2014, establece en su artículo 108 que la víctima es la persona que sufre la afectación resultante de la conducta delictiva de otro sujeto, y en su artículo 109 enlista, en 29 fracciones, los derechos de las víctimas en procedimientos penales. Es importante que las entidades federativas legislen para armonizar, en sus leyes locales, los derechos de las víctimas y establezcan los organismos públicos responsables de garantizar su debida protección, hasta la reparación íntegra de los daños que se le pudieren causar por delitos en su contra, o por violación a sus derechos humanos. Lo que hemos vivido en las últimas semanas en nuestro país, es la dolorosa, inhumana y desgarradora violación de los derechos de víctimas desaparecidas. ¿Podremos corregir?

jueves, 20 de noviembre de 2014

20 de noviembre: Escritos y Revolución


Francisco Ignacio Madero no sabía, cuando escribió “La sucesión presidencial en 1910”, que su libro sería, históricamente, uno de los escritos genuinamente considerados como antesala de la revolución mexicana; porque ésta, a su vez, inició formal y materialmente, el 20 de noviembre de 1910, conforme a otro escrito fundamental para la causa revolucionaria, redactada en forma de plan: El Plan de San Luis. El tercer escrito con que la revolución triunfante alcanzaría su máxima expresión sería el aprobado por un congreso constituyente: la Constitución de 1917. De Coahuila a San Luis Potosí, y de ahí a Querétaro, fue la “ruta” de los muchos epónimos revolucionarios que conocemos –si bien el libro de 1908 no fue llamado “de Coahuila”– como una forma geográfica de calificar políticamente los textos o las acciones revolucionarias

Krauze apunta que, en “La sucesión”, Madero abordó “los males históricos de México y la forma de curarlos” En alusión directa al Porfiriato, Madero decía que esa treintena de años de gobierno evidenciaba claroscuros: avance de la riqueza material y paz; pero también excesiva concentración de poder y analfabetismo galopante, todo disfrazado de apariencia republicana y una inexistente democracia. En suma, un Gobierno de apariencias encaminado a un precipicio social. De la larguísima reelección de Porfirio Díaz, Madero sacaría sus ideas antireeleccionistas. En efecto, después de su libro, que tenia propósitos prácticos, Madero concluyó que debía crearse un partido político, que en 1910 se constituiría como Partido Nacional Antireeleccionista, con el que Madero y Francisco Vázquez Gómez, serían los candidatos para las elecciones presidenciales de 1910. Siendo candidato, fue aprehendido y recluido -acusado de rebelión- en una prisión de San Luis Potosí, de donde huiría a San Antonio Texas para redactar el Plan, fechado todavía en San Luis Potosí, con el que se convocó a la lucha armada. La muerte de los hermanos Serdán en Puebla; el éxito de la rebelión en Chihuahua, Sonora, Durango y Coahuila, que posibilitaron su regreso al país en 1911; la firma de los Tratados de Ciudad Juárez; y el surgimiento de nuevos líderes como Pascual Orozco, Pancho Villa y Emiliano Zapata; llevarían al exilio de Díaz. Madero arrollaría en las elecciones de octubre de 1911, y gobernaría hasta su muerte en febrero de 1913.

Con su muerte iniciaría la fase armada que echaría a andar la Revolución Mexicana, y a la creación del Ejército Constitucionalista cuyo Primer Jefe sería Venustiano Carranza. La fase armada generalizada terminaría con la aprobación de la Constitución de 1917, aunque seguirían encuentros violentos durante la lucha posrevolucionaria por el poder. Los tres escritos, dos previos a la Revolución y uno que la culminó- son una base político ideológica que dio expresión, no obstante las diversas facciones, al proceso revolucionario, bajo la premisa de recuperar el sentido de la Constitución de 1857, transformada con la nueva de 1917, después de la cual vendría la posrevolución, con sus puntos de quiebre en 1968, 71, 77, 88, 97 y en el año 2000. La transición parece no acabar y en 2014 estamos viviendo un largo drama de injusticia y pasivos sociales. De la Constitución del 17 no queda mucho después de 605 reformas, si consideramos que se compone de 136 artículos. ¿Qué sigue?

jueves, 13 de noviembre de 2014

Los Derechos Humanos y sus protectores


Cuando Bryce escribió sobre la naturaleza de las constituciones, considerándolas rígidas o flexibles –según su grado de reformabilidad–, o cuando Posada decía que las constituciones se componían básicamente de dos partes –parte dogmática y parte orgánica–, ambas posturas proporcionaron a la Teoría Constitucional –que no es lo mismo que el Derecho Constitucional, aunque guardan íntima relación– tres supuestos políticos que se desarrollaron en el constitucionalismo global, a saber: 1. Que todas las personas tenemos derechos inalienables por el simple hecho del nacimiento e incluso desde antes, a los que por esa característica conocemos como Derechos Humanos de naturaleza dogmática, agrupados en la parte inicial de las constituciones contemporáneas; 2. Que la esfera de esos derechos dogmáticos no puede ser penetrada por ninguna de las autoridades que representan a las instituciones de derecho público agrupadas en la parte orgánica, a no ser que funden y motiven debidamente cualquier acto de molestia que afecte los derechos, bienes o posesiones de las personas; y, 3. Que ahí donde se reconozca, internacional o nacionalmente, la existencia o creación de nuevos derechos humanos, las constituciones deben reformarse para incorporarlos y, además, protegerlos mediante la actuación de instituciones del Estado, autónomas respecto de las autoridades que poseen imperio (poder de mando sobre las personas) y dominio (poder de mando sobre las cosas).

Pues bien, constitución, derechos humanos, poder político, autoridades, reformabilidad, bienestar general, son los elementos fundamentales de todo Estado de Derecho, en pos de valores colectivos esenciales, que muchos resumimos en una sola palabra: Justicia. Todos los sucesos lamentables de violación de derechos humanos que hemos conocido en estas últimas semanas, le dan sentido a lo que don Luis Recaséns Siches expresó y que ahora cabe reproducir con detalle: “Una cosa es lo jurídico y otra cosa lo justo; una cosa es el Derecho y otra cosa es la justicia. Aunque desde luego entre el Derecho y la justicia debe haber una relación superlativamente íntima de obediencia del primero a la segunda. El Derecho es el instrumento producido por los hombres para servir a la justicia. Sin embargo, hay que diferenciar entre la meta ideal de la justicia y el trebejo o instrumento jurídico elaborado, mejor o peor, al servicio de aquélla. Desgraciadamente, pero las cosas son así de un modo real y efectivo, no todo lo permitido por la leyes es justo, ni tampoco todo lo justo está mandado por los preceptos legales”.

Es verdad que ciudadanos y autoridades, así como los organismos protectores de derechos humanos, formamos parte todos del Estado, aunque con un grado distinto de participación y responsabilidad. En el Estado, mediante la constitución, conviven irremediablemente lo público y lo privado, y ambas esferas deben ser protegidas bajo criterios, procedimientos e instituciones que tiendan, como diría Recaséns, “superlativamente” a la Justicia. Por tanto, más vale que nuestros “trebejos” jurídicos e institucionales se adhieran a este valor superior. Ojalá en la designación próxima del Presidente de la Comisión Nacional de Derechos Humanos prive el juicio y la cordura. Sí.

miércoles, 5 de noviembre de 2014

La influencia de Maquiavelo


La época que tocó a Maquiavelo vivir pertenece al último tercio del siglo XIV y primero del XV. Como escribe Navarro, ingresó a los negocios públicos de la República florentina en que creció para hacerse cargos de funciones diplomáticas, de guerra y comisiones diversas, de cuya experiencia se le atribuyen ideas sobre la organización militar, formación de ejércitos propios y de instrucción y disciplina, que se consideran las bases de los ejércitos modernos. Su contemporaneidad se significa por el retroceso de las instituciones representativas en el Estado, el advenimiento del absolutismo papal y el crecimiento del poder regio o monárquico –en pugna con nobleza, parlamentos, ciudades libres y clero. Es la época originaria de la concentración del poder político que, a la larga, llevaría a los fenómenos de secularización de los siglos posteriores. Así mismo, son años en que el mercantilismo practicado por rutas y puertos monopolizados por comerciantes y gremios de productores empieza a abrirse a nuevas formas de explotación de los recursos nacionales y de fomento interior y exterior, lo que fortaleció a una clase emergente de hombres de empresa y enemigos naturales de la nobleza que buscaron alianzas con el poder regio en contra de la nobleza feudal. El año de 1513 marca el acabado de sus obras políticas más importantes, como los “Discursos sobre la primera década de Tito Livio” y “El príncipe”, ambos orientados hacia el auge y decadencia de los Estados y a las formas cómo los gobernantes pueden actuar para que perduren, porque conforme a Maquiavelo: “los estados y soberanías que han tenido y tienen autoridad sobre los hombres fueron y son repúblicas o principados”. Maquiavelo se ha hecho famoso por la segunda de sus obras en las que abona por un despotismo históricamente necesario en ciertas situaciones sociales, la separación entre la conveniencia política y la moralidad, y la disociación Estado-Iglesia. En ese contexto el florentino le da a conocer –o al menos se lo dedica– a Lorenzo de Médicis “El príncipe”, con reglas pragmáticas para conservar el poder, estimando que la naturaleza humana es fundamentalmente egoísta y ambiciosa, y el individuo un ser débil e insuficiente que requiere del poder del Estado para protegerse de la agresión de otros individuos. Actuaba, así, Maquiavelo, a tono con el fenómeno de corrupción general en que se encontraba la República de Florencia y el Papado, aquejadas de falta de virtud, de ausencia de probidad cívica, de desunión, ilegalidad, deshonestidad y desprecio por la vida de las personas. De las reglas amorales que recomendaba para conservar el poder –engaño, muerte, traición, temor– proviene el adjetivo “maquiavélico” que conocemos. Pues bien, a 500 años de distancia, Maquiavelo sigue siendo lectura de debate, que se confronta directamente con aquellas posturas que proponen o promueven la adopción de valores culturales, éticos o sociales para preservar los más importantes bienes humanos: vida, libertad e igualdad. No hay duda de que lo sucedido en Ayotzinapa es maquiavélico y que los culpables estarían maquiavélicamente orientados por intereses oscuros de poder, fama o riqueza, porque no se puede gobernar comunidades de nuestro tiempo con ideas de hace medio milenio. Ante la barbarie imperdonable, ley y justicia se vuelven imperativamente antimaquiavélicas. Categórico.

jueves, 30 de octubre de 2014

El político, el filósofo y el científico


El papel que filósofos y políticos juegan en las sociedades es un tema antiguo y actual, que se reedita periódicamente, en tanto que su comparativa con el científico es mucho más reciente. Clásica es la parábola en la que Platón describía cómo los habitantes de una caverna, encadenados de piernas y cuellos, sólo podían ver la pared en la que se proyectaban las sombras de cosas que estaban iluminadas, a espaldas de ellos, por una luz artificial. El filósofo que, no contento con lo que todas las personas dicen de las cosas que sólo conocen por sus sombras, se libera de los grilletes que lo tienen encadenado, se vuelve para mirar los verdaderos objetos y superar la simple opinión que de ellos se tiene sólo por las imágenes sombreadas en el fondo de la caverna, para conocer las causas de las cosas tal y como verdaderamente son, y de dónde proviene el fuego que produce la luz que las ilumina. Así, finalmente, se logra salir al exterior de la caverna en donde está la luz del lugar en que no existe tiempo ni espacio y que es donde habitan las esencias y las ideas eternas de las cosas. El filósofo regresa a la cueva de la que proviene, pero después de haber contemplado la verdad de las cosas ya no siente a la caverna como su casa, porque sus ojos ya se acostumbraron a la luz de las ideas y ya no puede encontrar su camino en la oscuridad de aquélla, perdiendo su sentido de orientación y su sentido común. Y al intentar contar a los demás habitantes de la caverna lo que ha visto fuera de ella, lo que dice no tiene sentido para ellos y, antes bien, lo que habla se vuelve peligroso porque contradice el sentido común de todos aquellos que no han visto la luz de las ideas. Se parece a aquel dicho más popular de que en el país de los ciegos el tuerto es rey; sin embargo, conformes al pensamiento de Platón, en el país de los ciegos el tuerto está loco porque dice ver lo que nadie puede ver.

Platón daba al filósofo la tarea de conocer verdades y valores; y al político, la de acercar los asuntos humanos al conocimiento de esas verdades y valores para dar rumbo interior y exterior a la vida colectiva; por eso, para los antiguos el filósofo y el político estaban relacionados por el discurso de uno y la acción del otro, y esto es lo que los hacía “virtuosos”, porque para los helenos la “virtud” era el uso de la razón para conducir la vida de la pluralidad. Es Weber uno de los autores más conocidos que reflexionó sobre la relación entre el político y el científico, a manera de contraposición entre la conducta del hombre de acción y el quehacer del investigador –que comparte con el filósofo la búsqueda de las causas ciertas de las cosas–, pero que puede ser entendida también como una comunicación dialéctica entre el conocimiento (el del científico) y la acción (la del político), porque el saber permite una conducta racional que incrementa la posibilidad de que el político logre las metas de gobierno que busca, relacionadas directamente con los valores que la sociedad aprecia. Por eso, la alegoría de la caverna de Platón, dice por su parte Arendt, “está diseñada no tanto para describir el aspecto de la filosofía desde el punto de vista de la política como para describir el aspecto de la política, del terreno de los asuntos humanos, desde el punto de vista de la filosofía”. En su consejo número XL, Azorín escribió: “Esté, pues, atento el político a lo que dice y a cómo lo dice… Y en esto precisamente consiste el arte”. Bien ¿O no?

miércoles, 22 de octubre de 2014

Política e Historia: ¿Historia Política?


Sabine, Chevalier, Chatelet, Rawls, Wolin, son algunos de los nombres de autores clásicos valiosos por la cobertura y orientación de sus textos de historia política o filosofía política, a los que se recurre en forma general y a menudo para sustentar conocimientos sólidos orientados al campo de la ciencia política, y porque abordan desde perspectivas propias amplios tramos del pensamiento político en el largo tiempo. Frecuentemente, se estima que la historia política es un campo interdisciplinario en el que confluyen la política y la historia –aunque esto no sea exacto– y, de modo crítico, no pocos se preguntan cuál es la utilidad de conocer, en el presente, modelos o sistemas políticos del pasado, o formas iniciales de ejercer el poder aún más antiguas. Pues, en primer término la historia política nos ofrece la posibilidad del contraste, es decir, el necesario criterio de diferenciación entre postulados y ofertas políticas disímiles que se han puesto en práctica en la larga duración o simultáneamente en tiempos y circunstancias determinadas.

¿Contra qué contrastar? La respuesta es inevitable: contra las formas y praxis políticas dominantes. ¿Cuáles hay que elegir para efectuar el contraste? Pues aquellas cuyo basamento teórico-práctico aboga tanto por el desarrollo humano como por el desarrollo social, tanto por el interés particular como por el interés colectivo. ¿Existe una denominación para identificarla? Sí: Estado de Derecho, que es la fórmula o denominación europea hoy día completamente extendida desde el siglo XVIII, durante casi un cuarto de milenio, en el denominado mundo occidental, construido económica, social y políticamente con base en principios que se han constitucionalizado: libertades humanas y políticas, protección de la propiedad y del comercio libre, elecciones, gobiernos representativos, división de poderes, gobernantes temporales ajustados a periodos de gobierno definidos; en suma, gobiernos, gobernantes y gobernados regidos por principios democráticos, liberales y un sistema de frenos y contrapesos. Y el contraste es importante, porque importa saber que antes del actual Estado de Derecho, con todo lo imperfecto que éste sea, desde la Antigüedad hasta la Edad Moderna (desde el 450 a. C. a 1789) el mundo no conoció forma alguna de gobierno en la que se propusiera situar a los derechos de las personas (hoy derechos humanos) en un lugar preponderante frente a las atribuciones de las instituciones de gobierno; y el método político que la historia muestra que Occidente ha elegido es el de la democracia representativa y la garantía de los derechos humanos.

Se dice que el método no es perfecto, que hay más democracias formales que reales. Sí ¿Y qué? ¿No aspiramos a mejorarlo? ¿Quién quiere abandonar sus libertades? ¿Quién pide dejar de votar o ser votado? ¿Quién quiere volver al esclavismo, al absolutismo o al poder arbitrario y sin frenos? Para eso sirve la historia política, para el conocimiento de los contrastes entre el pasado y el presente, para contrastar las opciones de vida antes y ahora, para recordar que sin procesos culturales de humanización no pasaríamos de ser simples homínidos, para saber de dónde venimos y hacia donde queremos ir. Cicerón lo dijo muy bien: los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla. ¿O no?

jueves, 16 de octubre de 2014

Comunicación Global


Desde mediados de los años 80´s del siglo XX, era una verdad mundialmente dominante que muchas de las características que matizan a la prensa, cine, radio y televisión, fueron impulsadas en sus inicios y desarrollo posterior en EUA, a lo que habría que agregar hoy día la internet con su enorme y probado potencial de difusión supercolectiva de contenidos de calibre casi infinito, que rebasan olímpicamente cualquier frontera administrativa de alcance nacional, supranacional o supracontinental. Aunque no sea en ese país donde el desarrollo de los medios de difusión colectiva se dio en exclusividad, sí constituye el más amplio laboratorio para reconstatar lo que a decir de Czitrom ocurrió en los inicios: el telégrafo separó a la comunicación (de pensamiento y de información) de la transportación (de gente, de materiales). El asombro provocado por las primeras transmisiones telegráficas prometía la realización de un sueño largamente evocado: la comunicación universal e instantánea; el mismo sueño - hecho realidad- que hoy nos da la internet, desde el conocimiento cotidiano de una receta de cocina hasta la gravedad social de una epidemia/pandemia mundial de ébola. Sería McLuhan quien evidenciaría dos características de los medios de difusión colectiva: una, que cualquiera de ellos representan, socialmente, extensiones de los sentidos humanos del habla, de la vista y del propio pensamiento; y, dos, que su presencia y accionar han convertido al mundo en una aldea global. De ahí la noción de comunicación global para aludir a las posibilidades de los “mass media”, para emplear el concepto más difundido para referirse a ellos, en inglés. Además, la relación simbiótica de la telefonía celular y la internet ha relanzado a la primera como una tecnología comunicativa de primer orden, por su accesibilidad popular, pulverizando, al menos desde la óptica de la función que permite desplegar, las “diferencias de clase” (¿qué diría Marx?). Hemos pasado del campo eléctrico al campo electrónico de la comunicación. Antes de la internet se discutía si los “medios” debían ser llamados de “difusión” o de “comunicación”, en evidente invocación de las ideas originales de Saussure que, en su famoso Curso de Lingüística General, separaba ambos conceptos conforme la información que se transmitía de emisor a receptor era de carácter unidireccional (difusión), o de naturaleza bidireccional (comunicación) porque en este caso el receptor tiene la posibilidad y el canal para descifrar el mensaje del emisor, cifrar uno propio y devolverlo a manera de contestación o de retroalimentación. Hoy es inconcuso que, tratándose de la internet, habría que aplicar el calificativo de “medio de comunicación social”, por las posibilidades reales de suscitar la bidireccionalidad de los mensajes entre emisores y receptores, en los que caben contenidos educativos, culturales, recreativos, políticos, regionales, domésticos, nacionales o internacionales, que han “achicado” notablemente el mundo poniéndolo, literalmente, en la ventana de nuestro ordenador o computadora, a toda hora y sin tener que levantarnos de nuestra silla, escritorio o cama. Hay para todo y para todos, provocando nuestra capacidad de asombro a partir de contenidos provenientes de la realidad y ya no sólo de la ficción. ¿A dónde llegarán estas capacidades casi infinitas de comunicación?

miércoles, 8 de octubre de 2014

Conservadurismo Mexicano


Bobbio ha señalado que, generalmente, se asocia el término “conservadurismo” con aquello que es “tradicional”, “reaccionario”, “autoritario” o de “derecha”, a menudo, ligado con supuestos religiosos que sirven para justificar un status quo ahistórico, estático e inmutable; por añadidura, se le enruta en todo aquello que se opone al cambio y al progreso y, debido a esto, se le coloca como opuesto al liberalismo. A diferencia de éste último, el conservadurismo posee un equipamiento teórico más débil, no obstante se le relacione con pensadores como Hobbes, pero una carga práctica notable que se hizo patente sólo al enfrentarse a su contrario, el liberalismo, afín éste a las ideas de cambio, radicalismo y progreso. Sin embargo, no necesariamente hay una oposición absoluta entre ambas posturas, después de todo a fines del siglo XVIII y principios del XIX notables conservadores, como Burke, eran afectos a las mismas ideas de libertades civiles, democracia y librecambio surgidas históricamente del enciclopedismo del llamado Siglo de las Luces, aunque manteniendo el señorío del Estado fuerte, vertical o central. En nuestro país, el conservadurismo mexicano tuvo en Lucas Alamán y Martínez Leal a los principales ideólogos de una generación de políticos, pensadores y militares que fueron derrotados por el ala liberal en la Guerra de Reforma -que ubicó en José María Luis Mora y Juárez a sus más representativos exponentes- después de casi medio siglo de vaivenes y enfrentamientos entre bandos; cuestión que, además, se engarzó con la oposición entre centralistas (en el que se incluía a imperialistas) y federalistas, llegándose a crear una inexacta equivalencia entre centralismo y conservadurismo. Para Aguilar Rivera, el Lucas Alamán que ha quedado capturado en la imaginación popular es el que al final de su vida escribiría: “deseamos que el gobierno tenga la fuerza necesaria para cumplir con sus deberes, aunque sujeto a principios y responsabilidades que eviten los abusos, y que esta responsabilidad pueda hacerse efectiva, y no quede ilusoria. Estamos decididos contra la federación; contra el sistema representativo por el orden de elecciones que se ha seguido hasta ahora; contra los ayuntamientos electivos y contra todo lo que llama elección popular, mientras no descanse sobre otras bases”. Su contraste sería el Dr. Mora: “Nada más importante para una nación que ha adoptado el sistema republicano inmediatamente después de haber salido de un régimen despótico y conquistado su libertad por la fuerza de las armas, que disminuir los motivos reales o aparentes que puedan acumular una gran masa de autoridad y poder en manos de un solo hombre…el amor al poder, innato en el hombre y siempre progresivo en el gobierno, es mucho más temible en las repúblicas que en las monarquías”. Al punto, Krauze escribe: “Mora pensaba en el futuro como un proceso de liberación. Alamán como uno de preservación”. Por eso quizá sea un poco menos inexacto y todavía más aproximado decir que en México no ha habido izquierda ni derecha; antes bien hemos tenido liberales y conservadores, sin inferir de ello, acríticamente, que se trate de progresistas contra reaccionarios, porque sus propios fundadores históricos eran mexicanos probados. Sin duda.

miércoles, 1 de octubre de 2014

Liberalismo Mexicano


A Reyes Heroles –el original– debemos el más sólido estudio del liberalismo mexicano que, con mucho, sigue siendo el mejor examen de un ideario que reconoce sus antecedentes en la filosofía política del siglo XVII inglés, y en el enciclopedismo y el constitucionalismo francés y americano del siglo XVIII, y que se acriolló entre nosotros desde las luchas preparatorias de independencia, para gestar una forma política que identificó “la idea de nacionalidad con la idea liberal”, constituyéndose como la base de las instituciones mexicanas del siglo XX. Empero, en el liberalismo mexicano las libertades políticas se diferenciaron del liberalismo económico: libertad de cultos, libertad de opiniones, libertad de conciencia, libertad personal, libertades civiles, división de poderes y representación política, para lograr que “el poder detenga al poder y evite la arbitrariedad”. Don Jesús acude a la expresión de Juárez para condensar lo anterior en una sola frase: la secularización de la sociedad; y abreva en Rabasa para insistir en que, históricamente, “la idea liberal se fundió con la idea de la patria”. El liberalismo mexicano se advierte, así, como una construcción teórico-práctica para la comprensión, en términos metodológicos, de la República, la Reforma, la Revolución y, por supuesto, el Cambio y la Alternancia. Todas en un lapso de poco más de doscientos años, que atraviesan por un constitucionalismo fundamentalmente liberal, desde la Constitución de Apatzingán, a la de 1824, 1857, 1917, y la abundante reformabilidad de ésta última hasta nuestros días. Nuestra actual carta constitucional refleja la distinción de los dos grandes temas del liberalismo mexicano: por una parte, el liberalismo económico social; y, por otra, el liberalismo político jurídico. Si en el primero caben la propiedad y el librecambio, el segundo tiene como aspectos principales las libertades civiles y políticas, la democracia representativa, la teoría de la división de poderes, la distinción entre el poder político y la sociedad, la supremacía estatal y el federalismo. En efecto, las ideas liberales nos llegaron de Europa y del Norte de América, pero recibidas en tierras mexicanas se canalizaron a los congresos mexicanos, en cuyas labores legislativas se dio la elaboración liberal y la recepción de esa corriente de pensamiento frente a los problemas nacionales. Por eso Reyes Heroles distingue dos grandes periodos en el siglo XIX: uno de 1808 a 1824, en que se da la recepción de las ideas y la configuración del liberalismo mexicano; y otro, de 1824 a 1861-1873, coronado con la guerra de Reforma y la Intervención Francesa, así como las modificaciones del ´73. Después del siglo XX, desde la Revolución de 1917 y la profunda reforma política ocurrida durante la última década de ese siglo, hasta los catorce años que han transcurrido en el siglo XXI mexicano, con las recientísimas reformas estructurales que se han constitucionalizado, nuevamente pueden verse, con toda claridad, las líneas del liberalismo político y del liberalismo económico que siguen dando forma a la noción de un liberalismo mexicano de larga data, que se transforma para resolver sus propias contradicciones y refundar sus alternativas. Alguien dijo que en México no hay izquierda ni derecha, sino liberales. Quizá no es exacto, pero tal vez siga siendo muy aproximado. ¿Qué diría don Jesús?

miércoles, 24 de septiembre de 2014

Actividad Política y Procedimientos Jurídicos


En no pocas ocasiones el ciudadano medio, no versado en aspectos jurídicos –y no tendría por qué serlo, por fortuna–, desde su propia intuición advierte que decisiones judiciales muy publicitadas tomadas por los tribunales máximos de cualquier país que se precie de vivir en un Estado predominantemente de Derecho, parecen privilegiar métodos para formar una decisión, sin considerar elementos valorativos que debieren estar involucrados en las decisiones judiciales. Es como si al lado de las formalidades de procedimiento jurídico, la decisión de tribunales estuviera influida por aspectos políticos. Ejemplos hay muchos. En México, la decisión de la Corte respecto del cobro de intereses sobre intereses, por la mora en el pago de préstamos bancarios, que en la década de los 90’s del siglo pasado fue conocida popularmente como la “autorización del anatocismo” –las cantidades que no se pagan en tiempo, se suman al capital original para recalcular el pago de intereses–, generó inconformidad generalizada entre los deudores de la banca porque, como sucedió en miles de casos, la deuda se volvió impagable, se devolvieron los inmuebles y, de pronto, los bancos “favorecidos” se asemejaron a inmobiliarias. El reciente juicio de Florence Cassez, del que en nuestra colaboración del 30 de enero de 2013 dijimos que pasó de “caso” jurídico a “cazo” político (recipiente con el enfrentamiento entre Calderón y Sarkozy), y que cuando volvió a la cuerda jurídica, el derecho tuvo que atender a los vicios del proceso y a la presunción de inocencia, que llevó a la liberación de la francesa y eliminó la reposición del proceso, que hubiere sido lo más “justo” porque pruebas de que Cassez era culpable las había (obran en el expediente), actualizó la idea colectiva de que la sentencia judicial respondió a factores extrajurídicos.

Pues bien, Cerroni dice que en las sociedades modernas, ejemplos como los anteriores reflejan una separación entre la actividad política y la moral y el derecho, haciendo de la política una mera “política de intereses”, con decadencia de los “valores públicos” y preponderancia de las lógicas de poder pragmáticas, que llevan a las recurrentes crisis de la democracia, del Estado y de la autoridad. Es decir, estamos en un conflicto que se sitúa entre la preeminencia de los procedimientos y la preeminencia de los intereses. Dice el autor que es necesario volver a conectar los procedimientos jurídicos del Estado moderno, con el cuadro de los valores culturales de los que nace la libertad moderna, o sea “los antiguos problemas de la construcción de una voluntad general y de valores universales, de compromisos morales intrínsecos a la política”, que no es otra cosa sino el Estado en busca de horizontes éticos, atendiendo al conocimiento de las relaciones sociales entre gobernantes y gobernados. La aplicación del derecho no termina en la adopción de métodos, porque éstos deben orientarse por valoraciones políticas que descansan en criterios éticos que, a su vez, provienen de aquellos fines estimados colectiva o socialmente como los más benéficos para alcanzar el bienestar general o bien público. Aunque no guste a algunos, históricamente, política, derecho y ética son inseparables, por eso hoy día se propone reconciliar la política con el derecho para llegar a una nueva noción de “derecho justo”. ¿Eh?

miércoles, 17 de septiembre de 2014

La Independencia de México


Cuando el 24 de agosto de 1821, nuestros independentistas suscribieron con los representantes de la corona española los Tratados de Córdoba, se cumplían casi once años de lucha desde la noche del 15 y la madrugada del 16 de septiembre de 1810, en que se dio lo que conocemos como el “grito” de Don Miguel Hidalgo en Dolores, Guanajuato, con el llamado de las campanas que tañeron y que desde entonces volvemos a escuchar cada año en la capital del país y las de los Estados. La conmemoración que celebramos tiene, además, un profundo sentido histórico y social de proporciones continentales, porque a partir de 1810 en adelante, se dio el proceso de independencia de México, y también el de la gran mayoría de los países de hispanoamericanos o latinoamericanos. Todos los historiadores contemporáneos de esta enorme región, constituida en el tiempo y en el espacio durante los últimos doscientos cuatro años, la ven como un movimiento tan repentino, violento y universal, que una población de diecisiete millones de personas, que tenían por hogar cuatro virreinatos que se extendían desde California hasta el Cabo de Hornos, desde la desembocadura del Orinoco hasta las orillas del Pacífico, se independizó de la corona española en un lapso de no más de quince años. Casi para finalizar la guerra independentista y continental, Simón Bolívar expresó, en su discurso de la Angostura de 1819, el trasfondo de las nuevas nacionalidades americanas en formación: “no somos europeos, no somos indios, sino una especie media entre los aborígenes y los españoles. Americanos por nacimiento y europeos por derechos, nos hallamos en el conflicto de disputar a los naturales los títulos de posesión y de mantenernos en el país que nos vio nacer, contra la oposición de los invasores [españoles]…así, nuestro caso es el más extraordinario y complicado”. En México la independencia fue más dura y violenta, por la centenaria condición económica de ser la más valiosa de las posesiones españolas, y por el largo y fuerte proceso cultural de toma de conciencia de sí, que se expresaba en el sentido de identidad, pertenencia y orgullo de los criollos y mestizos que no dudaban en llamarse a sí mismos americanos, para diferenciarse de españoles y europeos. Al poco tiempo de iniciada la guerra de independencia, Hidalgo, Allende, Aldama y Jiménez fueron fusilados. Decapitados, sus cabezas enjauladas fueron expuestas durante diez años en las esquinas de la Alhóndiga de Granaditas, en Guanajuato. Pero su muerte, en lugar de disuadir, fue el acicate que alimentó la fiebre independentista que continuaron José María Morelos y Pavón, Matamoros, Negrete, Nicolás Bravo, Ignacio Rayón, Francisco Javier Mina, Vicente Guerrero y Guadalupe Victoria. Cuando los mexicanos decimos que nuestro valor supremo es la soberanía nacional, no decimos un mero eufemismo, sino una verdad tinta en sangre, porque el inicio de nuestra vida independiente tampoco fue fácil, y durante muchas décadas enfrentamos guerras injustas, invasiones y ocupaciones militares, que pusieron en riesgo nuestra supervivencia como nación independiente e, incluso, debimos superar guerras fratricidas que nos dividieron, nos debilitaron y que retardaron nuestra integración y progreso como nación. Por supuesto que tenemos motivos para conmemorar nuestra independencia.

miércoles, 10 de septiembre de 2014

El Testamento


La noción de testar o legar, es tan vieja como la propia historia escrita. En el Antiguo Testamento pueden leerse ejemplos: “2. Y respondió Abraham: Señor Jehová, ¿qué me darás, dado que ando sin hijo, y el heredero de mi casa es el damasceno Eliezer?…4. Y luego la palabra de Jehová vino a él, diciendo: No te heredará éste, sino uno que saldrá de tus entrañas será el que te herede” (Génesis 15). En la historia de todos los pueblos del orbe tenemos ejemplos, que conforman la llamada historia de las heredades. Por eso, son verbos equivalentes de testar o legar, los de otorgar, adjudicar, transmitir, ceder, conceder, donar o dotar. Así, el testador es quien expresa la última declaración de voluntad que hace a favor de otra persona, para que ésta pueda disponer de sus bienes o derechos después de su muerte. En este sentido, heredar significa recibir de alguien posesiones o bienes raíces; aunque también se usa como legar herencia a alguien. Más allá de lo histórico o cotidiano que puedan tener todos los verbos citados, actualmente estamos familiarizados con la palabra testamento como una declaración documentada, en forma escrita, que se hace ante una persona que puede dar fe pública (hacer constar ante todos, con fuerza de ley) de la voluntad del testador que, en conciencia y a conciencia, decide que, después de su muerte, una o varias personas podrán disponer de sus bienes. Esto añade la característica jurídica que es el signo de los tiempos modernos y, seguramente, de los que están por venir, dado que la enorme mayoría de las legislaciones de las naciones del mundo reconocen el derecho a la propiedad privada y, por tanto, también la posibilidad de su transmisión por la vía del testamento-herencia.

Cuando se incorpora el vector jurídico como una forma racional y pacífica de ceder bienes y derechos, así como de evitar disputas violentas, el testamento resulta ser el documento donde consta de manera legal la voluntad del testador. Esta última característica, propia del derecho occidental de corte civilista, tiene un fin fundamental: dotar de certeza y seguridad jurídica a los actos que celebran los particulares, con el reconocimiento y protección de las autoridades o agentes del Estado. Esta fundamentación se ha convertido en una sana costumbre en los países más desarrollados; pero, en otros que no lo son tanto, como México, no ha podido arraigar con la generalidad que se quisiera y, por ello, es común encontrar la situación contraria: el intestado, o sea, la falta de testamento que da pie a un sin número de reyertas familiares, costosas en tiempo y dinero, y que se desahogan en periodos de varios años. Por todo esto, cobra importancia, actualmente, la voluntad de las autoridades estatales y de los notarios públicos, desde hace ya algunos años, de hacer de septiembre el “Mes del Testamento”. Promover el personalísimo acto de otorgar testamento, darle pública notoriedad y “pasarlo” ante la fe de profesionales del derecho, como lo son los notarios públicos, representa, sin duda, una de las acciones más importantes de la vida personal y familiar, para asegurar que nuestros legítimos herederos disfruten del patrimonio que les heredamos con esfuerzo, conciencia y el amor que da la estirpe familiar. Hagámoslo, porque en septiembre el testamento será muy económico. ¿No les parece?

miércoles, 27 de agosto de 2014

El Conflicto Político


En una amplia tradición o enfoque de las Ciencias Políticas, se coloca al conflicto político en el centro de la gestión social, y como fuentes generadoras de él al poder, los recursos, las características sociodemográficas y culturales de los individuos –sobre todo si alcanzan el rango de identidades–, las ideas y los valores. Así inician tanto Sodaro como Colomer sus respectivos textos, en el ámbito del realismo político, para desbrozar el contenido de los términos sociedad, política, poder y demás “grandes temas” asociados. Bajo los enfoques de corte empirista, resulta básica la premisa de que el conflicto político es producto de la existencia de las desigualdades entre individuos y grupos; por tanto, la política sería una práctica o actividad colectiva cuyo propósito sería regular conflictos entre grupos y alcanzar soluciones –en forma coactiva, si es necesario– que permitan a la comunidad subsistir y desarrollarse. Sólo hay política en relación con otros; y si el núcleo de la política es relacional, todo conflicto y solución políticas siempre son colectivas, y nunca individuales.

Pero el empleo de elementos de coercibilidad o coacción, para resolver el conflicto político, no significa llanamente el uso libérrimo de la fuerza. En toda sociedad existen siempre grupos humanos numerosos que asumen posiciones comunes o discrepantes, conforme a la teoría del interés en juego, pero en el marco de una estructura de reglas, procedimientos e instituciones, para el objetivo de tomar decisiones aplicables por la autoridad estatal. Existen niveles de conflicto político, en atención al número de personas involucradas, importancia o urgencia del asunto a resolver, donde la interacción de sujetos ubicados en una determinada problemática adquiere relevancia según la proximidad o inminencia de sucesos o acciones que pongan en riesgo la seguridad física o el bienestar material de los afectados. Es como si el conflicto fuera “la fuerza motriz de la política”; entonces, potencialmente puede volverse violento, sangriento o llegar al extremo de la guerra. Es decir, puede ir desde de lo comunitario y subnacional, hasta la esfera nacional o mundial: desde el pandillerismo, invasiones, tomas de calles, enfrentamientos de sectas; hasta la guerrilla, las guerras civiles o intestinas, y las guerras entre bloques de países.

En todos estos casos, la “solución” o “arreglo” se cifra en criterios de posibilidad o atemperamiento del “conflicto”, aunque ello no signifique resolver el fondo del problema inmediatamente, porque requiere de una consecución de pasos a seguir en el mediano y largo plazos. Por ejemplo, el combate a la narcodelincuencia o delincuencia organizada necesita de una política pública en materia de seguridad que permita abatir, paulatinamente, la incidencia de secuestros, robos, homicidios y trasiego de estupefacientes. En muchos países, como el nuestro, es un clamor social y un conflicto político a la vez; involucra a los tres órdenes de gobierno, al sector urbano donde habita el 70% de la población y se expresa en cifras e índices que se busca reducir. La política logra resolver el conflicto, cuando las expectativas sociales de mejora en todos estos rubros se vuelven realidad, es decir, cuando se modifican las condiciones existentes y se perciben así en el ánimo colectivo. Que las cifras delictivas bajen, no es un asunto de escepticismo u optimismo, es una necesidad ¿No?

miércoles, 20 de agosto de 2014

Política y (Medio) Ambiente


Toda política pública en materia ambiental es un espacio informado por criterios administrativos, ecológicos y socioeconómicos. Lejos estamos de los esquemas unidireccionales que a fines de la década de los 60´s del siglo XX, enfatizaban únicamente el vector ecológico como sustrato de “lo ambiental”, “lo biótico” y del “equilibrio”, si bien el romanticismo original permitió traer al espacio público la discusión de temas como la contaminación del aire, del agua, del suelo y del subsuelo. Las investigaciones sólidas iniciadas realmente en la década siguiente, su politización social en los 80´s y el desarrollo de investigaciones de campo interdisciplinarias desde los 90´s hasta nuestros días, marcaron el sentido de nuevos esquemas conceptuales y metodológicos para acercarse al conocimiento y resolución de la problemática ambiental como objeto de estudio complejo, multifactorial y multivariable, tal como hoy mismo se presenta tanto en el imaginario social como en el realismo público. No hay duda, el tema ha sido publicitado, reclamado, estudiado, legislado y desarrollado como política pública sustantiva para cualquier administración nacional, estatal o municipal. Zonas de contaminación fuerte en nuestro país, como la ciudad de México, Monterrey y Guadalajara, adquirieron la categoría de problemática ambiental extrema, que trajo consigo la necesidad de investigaciones “de cuenca” y “de región”, porque las delimitaciones político-administrativas no coinciden con las del hábitat ecológico formado por sistemas y subsistemas de flora y fauna. Se han usado indistintamente los conceptos “medio ambiente” y “ambiente”, tanto en los estudios especializados como en la legislación de la materia, lo cual no debe amilanar a nadie, porque estamos ante un campo de estudio evidentemente en construcción, en el que desde hace unos quince años empezó a privar una idea o premisa fundamental: para cuidar algo, primero hay que conocerlo y comprender su dinámica. “Conocer” y “comprender” pertenece a los especialistas: ingenieros, biólogos, químicos. Pero “cuidar” nos compete e involucra a todos, y a esto se le ha llamado “corresponsabilidad social y humana”. Los primeros tienen las dificultades propias del método científico, hay que observar, experimentar y generalizar. Los segundos, es decir, todos nosotros, ciudadanos y gobierno, tenemos nuestras propias tareas: educación (formal, no formal e informal), concientización (familiar y comunitaria) y construcción de políticas públicas (medio) ambientales pensadas de manera integral y regional –holística, la nombran los conocedores-, porque en el constructo “ambiente” caben, al menos, dos bloques inevitablemente interconectados y que se influyen mutuamente, en términos sistémicos: el ambiente o medio natural; y el ambiente o medio social, proveniente de la actividad socioeconómica construida por el ser humano. Ambos “medios ambientales” interactúan y se afectan, de modo que cuando priva el “ambiente natural”, este es visto como fuerza incontenible y, entonces, el “medio social” aparece como algo frágil y delicado. Cuando se invierten los papeles, se invierten los adjetivos del problema. ¿Por qué? Porque son indisolubles y esta es la óptica que ha permeado en las esferas social, política, legislativa y administrativa. Debemos insistir en dar continuidad a esta visión ambiental. ¿O no?

miércoles, 13 de agosto de 2014

Política y Energía


Cuando estos dos conceptos se relacionan dan lugar a una noción compuesta: política pública en materia energética. Esto es, la adopción de la energía como un campo que cae dentro de la actividad del Estado y, por tanto, como un objeto considerado de orden público e interés social, cuyo método se despliega mediante la elaboración de planes o programas para administrar todos aquellos recursos naturales susceptibles de ser aprovechados en términos económicos, sobre los cuales tiene preeminencia el Estado, en razón de que poseen un carácter estratégico, geopolítico y financiero tan importante, que con toda verdad se afirma que en la energía administrada públicamente por el Estado, se deposita buena parte de la Soberanía de cualquier país. Si bien esta es una característica estructural de todos los Estados Nacionales formados desde hace poco más de 200 años, el simple recuerdo de la crisis petrolera de principios de los años 70’s del siglo pasado –crisis energética, por supuesto– que trajo consigo la elevación estratosférica de los precios del petróleo, y que alteró dramáticamente la industria en todo el mundo por la subida de los precios de todos los productos encadenados fabrilmente con los hidrocarburos, colocó en un primerísimo plano de discusión pública el cuestionamiento sobre la conservación o pérdida de soberanía cuando no se cuenta con los recursos naturales que caben dentro del concepto Energía: petrolera, nuclear, eólica, solar, eléctrica, térmica, hidráulica, por citar las más importantes. Nunca fue casual y siempre ha sido políticamente deliberada la asunción, en todos los diseños constitucionales modernos, de disposiciones normativas fundamentales para asegurar la propiedad e intervención del Estado, tratándose de recursos naturales prioritarios y estratégicos, sobre los que, por supuesto, se extienden criterios de seguridad nacional. Este es el contexto en el que el pasado lunes el Presidente de la República promulgó las leyes secundarias que integran la denominada Reforma Energética. Consta en la página habilitada por el gobierno de la República que el paquete legislativo, una vez efectuada previamente la reforma de los artículos 25, 27 y 28 constitucionales, se integró por 21 leyes que se pueden agrupar en 9 bloques, que tuvieron como objeto de regulación prioritaria la producción y el aprovechamiento de los hidrocarburos y la electricidad. Esta reforma es una de las 11 “reformas estructurales” que resultaron del llamado “Pacto por México”, que fue la estrategia acordada con los diferentes partidos políticos nacionales y sus respectivos grupos parlamentarios, para producir una verdadera “inflexión legislativa” que en alrededor de 20 meses provocó una ruptura total con el pasado reciente. Pactada en el nivel constitucional y desarrollada en las diversas leyes aprobadas o modificadas, sus secciones son históricamente elocuentes: energética, telecomunicaciones, competencia económica, financiera, hacendaria, laboral, educativa, penal, amparo, electoral y transparencia. Histórico no significa bueno o malo, sino inflexión o ruptura en la larga duración del siglo XX mexicano hacia el joven siglo XXI. Los beneficios o maleficios que las diferentes fuerzas políticas han externado sobre el contenido, posibilidades o limitaciones de esta compleja reforma estructural inician la prueba de fuego de las predicciones. ¿Cuáles serán las acertadas?

miércoles, 6 de agosto de 2014

¿Qué es la Política?


Esta es una pregunta esencial a la que diversos autores se han referido a lo largo de la historia, desde Platón y Aristóteles en Grecia, Polibio y Cicerón en Roma, Maquiavelo y Bodin en el Renacimiento, Hobbes y Locke en el siglo XVII, Rousseau y Montesquieu en el siglo XVIII, hasta llegar a los numerosos autores del siglo XX: Weber, Sabine, Dahl, Chevalier, Arendt, Bobbio, Sartori, Chatelet, Wolin, y un listado abundante de estudiosos, acorde con el desarrollo de las ciencias sociales y la dureza y conflicto mundiales vividos en el último siglo, en que se sufrió el totalitarismo más descarnado y masivo de toda la historia humana, los efectos continentales de la Guerra Fría, así como la llegada de una lógica trasnacional de carácter unipolar y de globalización de la economía, con los problemas de ensamble del respeto a las libertades humanas y del constitucionalismo democrático. ¿Qué es la política? Si bien puede haber cercanía de enfoques, al mismo tiempo que diferencias de orientación, antes de caer en la simpleza evasiva de que la política es el estudio del poder, habría que preguntarse –como lo han hecho algunos destacados autores– sobre la naturaleza o sustancia de ambos conceptos: política y poder. Acudamos a uno de ellos. Hannah Arendt cuestiona la pregunta “¿Qué es la política?” y las respuestas que provienen de la tradición, porque para comprender su sentido debemos intentar saber el sentido de las actividades humanas. En primer lugar, la política no tiene sustancia, no es un “algo” que se pueda tocar o que tenga existencia propia; nace de la pluralidad, de la diversidad, de la convivencia y del conflicto, no del “hombre” sino entre los “hombres”, de esa experiencia de vida que involucra agregados humanos que entablan relaciones de necesidad, caóticas de inicio, a las que le siguen la organización de las acciones que nunca son idénticas o uniformes y, por tanto, poseen características de nacimiento y contingencia que hacen impredecible la acción humana, dado que ésta representa siempre y en cada momento el inicio de una cadena de acontecimientos. Por eso, la libertad humana nace de la pluralidad, y siempre es un elemento frágil que se comparte para crear un espacio público que se nutre de palabras y acciones. Cuando toda esta caracterización se convierte en discurso, se llega a la noción de “Política”, donde lo público significa “mundo común” y, entonces, la esfera pública no se puede desligar de los conceptos de libertad y de igualdad. Esencialmente, la “Política” no es un objeto, sino una relación; y como la “Política” es de naturaleza relacional, toda vez que los hombres no son iguales por naturaleza, se requiere de una institución política que los haga llegar a serlo: las leyes, que constituyen un acto político de creación colectiva que no buscarían reducir la pluralidad en algo idéntico o uniforme, sino generar una igualdad básica entre aquellos que son diversos, para lograr que surja una dimensión de pertenencia y comunidad. Luego, la “Política” es la palabra que utilizamos para referirnos a la interacción y trama de las relaciones de los seres humanos: “La política trata del estar juntos y los unos con los otros de los diversos… el hombre… sólo existe o se realiza en la política con los mismos derechos que los más diversos se garantizan”. La Política es una garantía voluntaria de y para los hombres, y de comprensión de la acción humana plural y diversa. Seguiremos.

miércoles, 30 de julio de 2014

Sociedad y Estado


Cuando se dice que en el constitucionalismo –como corriente- y en la constitución –como instrumento- lo que se hace es “juridizar” los conceptos de Estado y Sociedad, no significa ello que esta pareja nazca apenas a la vida; sino que, como las dos caras de una moneda, se les ubica normativamente en un texto políticamente acordado, conforme a una articulación que prescribe la la actuación de cada parte. En efecto, el fundamento empírico del poder constitucional proviene de las personas, grupos, corporaciones o agregados humanos que se ubican en territorios, provincias o regiones que forman un pluriverso real, y al que el discurso constitucional intenta concebir como un universo normativo, para introducir un criterio de unidad territorial, poblacional y político en el complejo de las relaciones humanas. ¿Quién es primero, la Sociedad o el Estado? ¿La sociedad civil o la sociedad política?  Bueno, la premisa mayor es que la base constitucional es societaria y, por tanto, su aroma distintivo es eminentemente social, colectivo e inclusivo. La premisa menor sería su división en una parte civil y otra política, pero sin el atributo de la exclusividad; o sea, ambas partes de influyen, interactúan y tienen vasos comunicantes. Lo que una vez es civil se vuelve político, y viceversa. ¿Ejemplos? Los hay muchos. Cuando vemos que los órganos de gobierno de organismos autónomos del estado, como el Instituto Nacional Electoral o el Instituto Federal de Acceso a la Información, se forman por ciudadanos, sucede que se inyectan “insumos humanos” de la mejor cepa en el “cuerpo” de instituciones públicas; poco importa que los ciudadanos llamados a formar parte de las instituciones ampliadas de gobierno tengan tal o cual ideología, inclinaciones o pensamientos, porque eso es inevitable, lo que se busca es llevar los mejores hombres y mujeres al ejercicio de esas responsabilidades; pero en el momento mismo que son designados por los órganos políticos para cumplir esa función, ipso facto (en el mismo acto) e ipso jure (en el mismo derecho) esos ciudadanos que provienen de la Sociedad conviértense en agentes del Estado. El ejemplo contrario es muy simple: el político que deja de ejercer un cargo, asume el carácter de ciudadano dedicado a tareas “civiles”, no obstante mantenga lazos de amistad o reconocimiento con sus excolaboradores “políticos”. Ah, pero ¿qué no sigue esperando la oportunidad de volver al campo al que ha dedicado la mayor parte de su vida? Cierto, y la misma suerte e intención sigue el “ciudadano” una vez que prueba el sabor de la participación pública o política. ¿Por qué pasa esto? Pues porque toda persona es portadora de una carga “societaria” y de una “estadual”, resultantes tanto de relaciones de convivencia social como de relaciones de conflicto, dado que el conflicto está presente en toda convivencia. ¿Ejemplos? Nuevamente son fáciles de dar: ¿Acaso no hay ciudadanos que no respetan semáforos ni sitios de estacionamiento? ¿No los hay también que tiran basura, insultan o agreden? Cuando esto sucede volteamos en busca de la “autoridad” para corregir estos conflictos producto de la vida social; pero el incumplimiento también está presente en el ámbito público y de ahí los conflictos políticos donde reclamamos comportamientos éticos…Es así que entre Sociedad y Estado todo es de ida y vuelta. ¿A poco no?

miércoles, 23 de julio de 2014

Normatividad y normalidad

Los recientes debates parlamentarios sucedidos en el Congreso de la Unión, para aprobar las leyes secundarias que derivan de las modificaciones constitucionales “estructurales” o “generales” o “armonizables” aprobadas –en este momento toca el turno a las de carácter energético–, han reavivado una vieja y, a la vez, nueva polémica entre políticos y tecnócratas. Se decía en el congreso federal, que tan malo era el político metido a tecnócrata, como el tecnócrata metido a político, porque se corría el riesgo de que las posturas colisionaran al enarbolar proyectos con ideas opuestas y, al final, sólo triunfaba la regla de oro de los parlamentos: la mayoría decide con base en el proyecto que defiende. Como en el fondo se trata de un asunto de teoría y orden constitucional, es comprensible que idearios políticos o técnicos diferentes sean, en el extremo, irreductibles. Antes que, para superar la oposición entre “políticos” y “técnicos”, tengamos que inventar la categoría de los “tecnopolíticos”, como una suerte de híbridos que no serían ni lo uno ni lo otro, tal vez quepa recordar una cita del “Derecho Constitucional Mexicano” de don Ignacio Burgoa: “con toda razón ha dicho Octavio Paz en su estupendo libro El Laberinto de la Soledad que el gobierno de los técnicos, ideal de la sociedad contemporánea, sería así el gobierno de los instrumentos. La función sustituiría al fin; el medio al creador. La sociedad marcharía con eficacia, pero sin rumbo. Y la repetición del mismo gesto, distintiva de la máquina, llevaría a una forma desconocida de inmovilidad: la del mecanismo que avanza de ninguna parte hacia ningún lado”. Burgoa tampoco era benevolente con los “políticos”; decía que “la ley fundamental del país debe ineludiblemente observarse, sin que…sus violaciones traduzcan ninguna crisis del derecho sino de los hombres encargados de hacerlo cumplir en su carácter de funcionarios públicos del Estado”. Así era, a principios de los 90’s del siglo pasado, el enfrentamiento entre tirios y troyanos en la función pública federal mexicana.

¿Cómo es ahora? En un recientísimo y brillante libro, “Teoría Constitucional y Procesos Políticos Fundamentales”, don Jorge Moreno Collado aborda de manera amplia y cuidadosa la vinculación entre la norma jurídica y la realidad. Su prologuista de lujo, don Diego Valadés, la expresa como la reciprocidad entre la construcción normativa y la conducta social. La norma y la normalidad; los agentes políticos y los ciudadanos, estarían vinculados por procesos políticos fundamentales. Política y técnica caben aquí, porque contribuyen a proporcionar elementos que dan base teórica y empírica a la teoría constitucional. En efecto, el poder público y el poder ciudadano interactúan, se informan mutuamente y no siempre de manera acordada, sino dialéctica, es decir, como un enfrentamiento de contrarios. El proceso que los liga es fundamental, incluso en el conflicto, porque hace confluir la forma y la materia; la norma y la realidad; y si el derecho supone formas normativas, también concurren en su contenido los principios científicos y avances técnicos. La realidad modifica la norma, pero la norma también aspira a modificar la realidad; no hay lugar para híbridos, sino implicación franca, es decir, procesos políticos fundamentales que vinculan el atributo de la normatividad jurídica con el de la normalidad proveniente de la realidad. Sin duda ¿O no?

miércoles, 16 de julio de 2014

Constituciones y Parlamentos


Los actuales sistemas políticos se basan, casi de manera absoluta, en la existencia formal de constituciones y parlamentos, como resultantes del consentimiento y del contrato social, y su existencia como tipo ideal ha vivido un proceso de universalización demostrable empíricamente. La existencia simbiótica de constituciones y parlamentos no sólo integra una tradición históricamente reciente que proviene de fines del siglo XVIII; sino que también representa un fenómeno real y contemporáneo, de geografía extensa y presencia cotidiana. Los datos fácticos hacen pensar en esta tendencia. Las constituciones son tan antiguas como las de Inglaterra (1215) o de la República de San Marino (1600), seguidas de las de Estados Unidos de América (1787), Noruega (1814) y Luxemburgo (1868); o tan nuevas como las de Angola (21 de enero de 2010), Bolivia (7 de Febrero de 2009) o Ecuador (28 de Septiembre de 2008), que son reformadoras o abrogatorias de sus antecesoras. Al corte del año 2013, en las 196 naciones del mundo existían asambleas políticas y 194 de ellas tenían constituciones. Las excepciones son el Sultanato de Omán y el Estado Islámico de Afganistán: el primero tiene un Parlamento de dos cámaras, el Majlis as-Shu-ra (83 miembros) y el Majlis al-Dawlah (41 miembros); el segundo, tiene una Asamblea Nacional compuesta por dos cámaras, la Wolesi Jirga (Casa del Pueblo) y la Meshrano Jirga (Casa de los Ancianos).

Ahora bien, si durante la primera mitad del siglo XX se aprobaron 15 constituciones, fue entre 1950 y el año 2000 que la tendencia a la “constitucionalización” se acentuó a tal grado que en esos cincuenta años se expidieron 150 constituciones, es decir, las dos terceras partes de las existentes en el mundo. Y en lo que va de la primera década del siglo XXI, se han aprobado 23 constituciones: más que entre 1215 y 1899 (larguísimo periodo en que se aprobaron 21 constituciones); o, si se quiere, se ha expedido un número mayor de constituciones nacionales en los primeros diez años del siglo XXI, que en los primeros cincuenta años del siglo XX (15 constituciones, de 1900 a 1949). Las cifras de 2001 a 2010 (23 nuevas constituciones) muestran que esta forma de contrato político y consentimiento social está presente como discurso o fuente de legitimación de los gobiernos constituidos -o que pretenden constituirse- mediante procedimientos internos de restructuración de sus respectivas formas de Estado y de sus formas de Gobierno. Así que constituciones y asambleas políticas son premisas prácticamente universales en el discurso reformista de las sociedades políticas del mundo actual, y conforman el perímetro o territorio de estudio en el que sociólogos y politólogos ingresan para perfilar la efectividad o inefectividad del funcionamiento de las denominadas instituciones republicanas o monárquicas, centralistas o federalistas, democráticas o autoritarias; los binomios parecen multiplicarse ad infinitum, en atención al grado de “democracia real” o “democracia ideal” en cada contexto nacional: eficiencia vs corrupción; elecciones libres vs. elecciones manipuladas; gobiernos pluripartidistas vs. gobiernos monopartidistas. Así que vale preguntarse si parlamentos y constituciones están en fase de universalización. Interesante ¿no?

miércoles, 2 de julio de 2014

Federalismo vs. Centralismo





Habida cuenta de que la palabra latina “versus” (vs.) significa “frente a” o “contra”, comparar las formas de Estado federal o centralista no tiene que ver nada con criterios de bondad o maldad; sin embargo, poner vis a vis estos conceptos u oponerlos, sigue criterios fundamentalmente políticos, histórico-sociales y jurídicos. En nuestro país, inmediatamente después de consumado el proceso de independencia en 1821, y el brevísimo ejercicio de imperio de Iturbide en 1822, para el diseño de la Constitución de 1824, Miguel Ramos Arizpe y Servando Teresa de Mier fueron exponentes del federalismo y del centralismo, sobre el que se debatió la forma de Estado que nuestra primera Ley Fundamental adoptaría –federal, como sabemos–, pero coincidían en que de las dos formas de Gobierno –república o monarquía– era la primera de ellas la indicada. Así quedó plasmado en los artículos 4 de la Constitución de 1824, 40 de la Constitución de 1857 y también el 40 de la de 1917: Estado federal, Gobierno republicano. Tradicionalmente, en las repúblicas federales o centrales, es el Presidente el depositario de las funciones de Jefe de Estado y Jefe de Gobierno, de modo que hacia el exterior internacional representa al Estado, y hacia el interior nacional es la autoridad ejecutiva máxima. Este es el modelo americano por excelencia, diferente del denominado modelo europeo que admite monarquías constitucionales y parlamentarias. Las formas de Estado y las formas de Gobierno se combinan y dan lugar a variantes de diversos tipos, de manera que ser federalista o centralista, republicano o monárquico, no es bueno ni malo por sí mismo, dado que son categorías que provienen del derecho político, que mediante un ejercicio de técnica legislativa se “juridizan”; luego entonces la posibilidad de asumir estas formas no es un asunto de recetas u ocurrencias, sino que deben examinarse los elementos de la carga histórica y social que forman los antecedentes de lo que se denomina la “naturaleza de la nación”. Esto es, costumbrismo, expresiones, formas de organización familiar y comunal, regionalismos, y toda aquella arqueología y antropología que constituye la diversidad de idiosincrasias subnacionales de las que intentamos desprender las líneas de una idiosincrasia nacional, soportada en la variedad de los elementos que la integran. La población y el territorio del Estado mexicano, considerados en el tiempo, serían entonces una amalgama o sincretismo de varios grupos poblacionales y varios territorios, identificables por sus particularidades propias, al tiempo que se comparten características generales como lengua, creencias, valores o costumbres; en suma, patria y matria, país y terruño. Hoy día, en reconocimiento de estas formas clásicas de concebir a un Estado o un Gobierno, en tanto éste sea democrático y representativo, se observan –y se admiten o no– procesos de “hibridación”, o sea, combinación de características federales y centralistas que entablan, una vez que se legislan al calor de las exigencias y demandas de las elites partidistas o políticas, nuevas reglas de interacción entre federación y estados; o entre provincias, regiones y gobiernos centrales. Se dice que México vive una hibridación de este tipo, observable en el conjunto de reformas educativas, energéticas, político-electorales, fiscales y de telecomunicaciones aprobadas. Vale la pena examinarlo. ¿A poco no? 

miércoles, 25 de junio de 2014

Ley General de Protección de Datos Personales


Las instituciones federal y estatales responsables de garantizar el acceso a la información pública en nuestro país, se encuentran en itinerario de trabajo para impulsar la creación de una Ley General de Protección de Datos Personales, conforme lo instruye el artículo Segundo Transitorio del decreto por el que se reformaron diez artículos de la Constitución Federal, en materia de transparencia, publicado en el Diario Oficial de la Federación el 2 de febrero de 2014, fecha a partir de la cual el Congreso de la Unión cuenta con un año para “expedir la Ley General del Artículo 6o. de esta Constitución, así como las reformas que correspondan a la Ley Federal de Transparencia y Acceso a la Información Pública Gubernamental, a la Ley Federal de Datos Personales en Posesión de los Particulares, al Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales, a la Ley General del Sistema de Medios de Impugnación en Materia Electoral y los demás ordenamientos necesarios”. Parece que esta reforma no ha merecido el calificativo de ser estructural –ahora que está de moda en la Federación que todo sea “estructural”, “general” y “armonizable”-, pero indiscutiblemente tiene un calado amplio y tiene todos los merecimientos para que se le den los tres adjetivos anteriores por una razón fundamental: trata de un derecho humano de todos nosotros, que es el de acceder a la información pública que generan las autoridades, proteger nuestros datos personales y organizar una archivística de orden general. Ojalá nuestros legisladores federales sean sensibles a los principios más básicos, útiles y benéficos que provienen del derecho y de la técnica legislativa: codificar, es decir, tratándose de una materia común siempre será más provechoso para las personas a quienes se dirige la garantía que pretende otorgárseles –y que en su inmensa mayoría no son abogados ni tendrían porqué serlo– desarrollar toda una materia amplia en un códex, porque un código es, justamente, la reunión lógica, sistemática, seriada y, sobre todo, correlacionada, de varios ordenamientos cuyas disposiciones no pueden entenderse de manera aislada. Sabido es que, ordinariamente, ningún infractor de cualquier norma puede argumentar ignorancia de las leyes para evadirse de la justicia. Esto es un principio general de derecho de existencia necesaria; empero, como no existe un abogado o persona que conozca al dedillo todas las leyes aplicables del lugar y tiempo en que vive, pues es inevitable que en todas las leyes que aprueba, el legislador debe intentar tener una didáctica básica, que empieza por la integración, presentación y colocación, uno al lado de otro, de ordenamientos estrechamente vinculados porque la materia los une. Los códigos son útiles para este propósito que bien podríamos llamar de publicidad y transparencia. Por eso existen códigos civiles, penales, financieros, hacendarios y administrativos. Nada más transparente que lograr que una ley pública pueda ser leída y comprendida por el mayor número de personas, más allá de forzosos tecnicismos legales; y nada más accesible que esos ordenamientos estén presentados en un solo compendio. La historia jurídica enseña que, en estos casos, la falta de códigos o, peor, la descodificación, produce opacidad pura y llana, en perjuicio de los derechos de las personas. Así que en este campo: ¿Codificar es el verbo?

miércoles, 18 de junio de 2014

Derecho y Razón: Garantismo penal


Este es el título de un famoso libro del reconocido jurista Luigi Ferrajoli, que se sitúa en la adopción del paradigma o modelo jurídico en su país, Italia, y que bien puede adaptarse, casi con exactitud, a la situación de nuestro país. Mucho se oye hablar del nuevo sistema penal acusatorio y oral, pero el punto no adquiere mayor penetración o conocimiento social, debido a las dificultades de hacer didácticos los contenidos que provienen del garantismo, especialmente en el ámbito penal. ¿Y esto qué significa? Pues ni más ni menos que el reconocimiento de dos asuntos torales en el campo de los derechos humanos y la justicia: (1) Que hemos llegado al punto en que “hay una profunda falta de correspondencia” entre “el sistema normativo de las garantías y el funcionamiento efectivo de las instituciones punitivas”, que proviene de una extendida crisis de los fundamentos del derecho penal y de la crítica de la práctica judicial; y (2) Que nos encontramos ante la realidad de “los dos vicios opuestos de la teoría sin controles empíricos y de la práctica sin principios”. Ni que añadir, porque dicho así, expresa que los sistemas tradicionales en materia penal no son garantistas; entendiendo por garantista un sistema que se centra en los derechos del agraviado, del ofendido, de la víctima; y que al estar animado por el liberalismo, que propugna por la tutela o protección de las libertades de las personas, puede aplicársele la máxima que dio el connotado historiador, don Luis González y González, atribuida a los liberales mexicanos: mínimo de gobierno y máximo de libertad; porque las libertades de los individuos, en un sistema garantista, se tutelan también frente a cualquier forma de ejercicio arbitrario del poder. La receta liberal, traída a nuestros días, no se decanta como desregulación o ausencia de norma, sino como eficacia y puntualidad jurídica dedicadas al orden social. En este rumbo redireccionado, el derecho penal ha cobrado “un insólito papel central”, ante las nuevas formas mundiales de delinquir. La globalización económica ha traído consigo una globalización de la delincuencia; Europa la vive e igualmente América y Asia. En su prólogo, Ferrajoli es enfático al anotar: “Nunca hasta ahora toda una clase de gobierno, quizá la más longeva y estable entre las de los países occidentales, había sido sacudida de modo semejante desde los cimientos por el ejercicio de la jurisdicción penal, ni experimentado una tal conmoción junto a amplios sectores del mundo económico y financiero”. La diversificación y amplitud de conductas corruptas y corruptoras en diversas actividades de la vida social y económica, causa la existencia de un “infraestado clandestino” debajo del estado de derecho. No es casual que, hoy por hoy, se dé un efecto nunca antes vista de demanda social de legalidad. Luego, un sistema penal garantista se nutriría de principios filosóficos y teóricos líbero-sociales, pero su materialización requiere de técnicas prácticas de garantía personal y colectiva, a la vez de controles jurídicos concretos. ¿Cómo? pues ampliando las garantías en los procesos de impartición y administración de justicia: investigación y conciliación ministerial; a la par de reparación efectiva del daño, de los perjuicios causados, y una penalización práctica de las conductas ilícitas de quienes simplemente quieren sustraerse a la ley. Ferrajoli dice que eso es en Italia. ¿A poco sólo ahí?