miércoles, 30 de julio de 2014

Sociedad y Estado


Cuando se dice que en el constitucionalismo –como corriente- y en la constitución –como instrumento- lo que se hace es “juridizar” los conceptos de Estado y Sociedad, no significa ello que esta pareja nazca apenas a la vida; sino que, como las dos caras de una moneda, se les ubica normativamente en un texto políticamente acordado, conforme a una articulación que prescribe la la actuación de cada parte. En efecto, el fundamento empírico del poder constitucional proviene de las personas, grupos, corporaciones o agregados humanos que se ubican en territorios, provincias o regiones que forman un pluriverso real, y al que el discurso constitucional intenta concebir como un universo normativo, para introducir un criterio de unidad territorial, poblacional y político en el complejo de las relaciones humanas. ¿Quién es primero, la Sociedad o el Estado? ¿La sociedad civil o la sociedad política?  Bueno, la premisa mayor es que la base constitucional es societaria y, por tanto, su aroma distintivo es eminentemente social, colectivo e inclusivo. La premisa menor sería su división en una parte civil y otra política, pero sin el atributo de la exclusividad; o sea, ambas partes de influyen, interactúan y tienen vasos comunicantes. Lo que una vez es civil se vuelve político, y viceversa. ¿Ejemplos? Los hay muchos. Cuando vemos que los órganos de gobierno de organismos autónomos del estado, como el Instituto Nacional Electoral o el Instituto Federal de Acceso a la Información, se forman por ciudadanos, sucede que se inyectan “insumos humanos” de la mejor cepa en el “cuerpo” de instituciones públicas; poco importa que los ciudadanos llamados a formar parte de las instituciones ampliadas de gobierno tengan tal o cual ideología, inclinaciones o pensamientos, porque eso es inevitable, lo que se busca es llevar los mejores hombres y mujeres al ejercicio de esas responsabilidades; pero en el momento mismo que son designados por los órganos políticos para cumplir esa función, ipso facto (en el mismo acto) e ipso jure (en el mismo derecho) esos ciudadanos que provienen de la Sociedad conviértense en agentes del Estado. El ejemplo contrario es muy simple: el político que deja de ejercer un cargo, asume el carácter de ciudadano dedicado a tareas “civiles”, no obstante mantenga lazos de amistad o reconocimiento con sus excolaboradores “políticos”. Ah, pero ¿qué no sigue esperando la oportunidad de volver al campo al que ha dedicado la mayor parte de su vida? Cierto, y la misma suerte e intención sigue el “ciudadano” una vez que prueba el sabor de la participación pública o política. ¿Por qué pasa esto? Pues porque toda persona es portadora de una carga “societaria” y de una “estadual”, resultantes tanto de relaciones de convivencia social como de relaciones de conflicto, dado que el conflicto está presente en toda convivencia. ¿Ejemplos? Nuevamente son fáciles de dar: ¿Acaso no hay ciudadanos que no respetan semáforos ni sitios de estacionamiento? ¿No los hay también que tiran basura, insultan o agreden? Cuando esto sucede volteamos en busca de la “autoridad” para corregir estos conflictos producto de la vida social; pero el incumplimiento también está presente en el ámbito público y de ahí los conflictos políticos donde reclamamos comportamientos éticos…Es así que entre Sociedad y Estado todo es de ida y vuelta. ¿A poco no?

miércoles, 23 de julio de 2014

Normatividad y normalidad

Los recientes debates parlamentarios sucedidos en el Congreso de la Unión, para aprobar las leyes secundarias que derivan de las modificaciones constitucionales “estructurales” o “generales” o “armonizables” aprobadas –en este momento toca el turno a las de carácter energético–, han reavivado una vieja y, a la vez, nueva polémica entre políticos y tecnócratas. Se decía en el congreso federal, que tan malo era el político metido a tecnócrata, como el tecnócrata metido a político, porque se corría el riesgo de que las posturas colisionaran al enarbolar proyectos con ideas opuestas y, al final, sólo triunfaba la regla de oro de los parlamentos: la mayoría decide con base en el proyecto que defiende. Como en el fondo se trata de un asunto de teoría y orden constitucional, es comprensible que idearios políticos o técnicos diferentes sean, en el extremo, irreductibles. Antes que, para superar la oposición entre “políticos” y “técnicos”, tengamos que inventar la categoría de los “tecnopolíticos”, como una suerte de híbridos que no serían ni lo uno ni lo otro, tal vez quepa recordar una cita del “Derecho Constitucional Mexicano” de don Ignacio Burgoa: “con toda razón ha dicho Octavio Paz en su estupendo libro El Laberinto de la Soledad que el gobierno de los técnicos, ideal de la sociedad contemporánea, sería así el gobierno de los instrumentos. La función sustituiría al fin; el medio al creador. La sociedad marcharía con eficacia, pero sin rumbo. Y la repetición del mismo gesto, distintiva de la máquina, llevaría a una forma desconocida de inmovilidad: la del mecanismo que avanza de ninguna parte hacia ningún lado”. Burgoa tampoco era benevolente con los “políticos”; decía que “la ley fundamental del país debe ineludiblemente observarse, sin que…sus violaciones traduzcan ninguna crisis del derecho sino de los hombres encargados de hacerlo cumplir en su carácter de funcionarios públicos del Estado”. Así era, a principios de los 90’s del siglo pasado, el enfrentamiento entre tirios y troyanos en la función pública federal mexicana.

¿Cómo es ahora? En un recientísimo y brillante libro, “Teoría Constitucional y Procesos Políticos Fundamentales”, don Jorge Moreno Collado aborda de manera amplia y cuidadosa la vinculación entre la norma jurídica y la realidad. Su prologuista de lujo, don Diego Valadés, la expresa como la reciprocidad entre la construcción normativa y la conducta social. La norma y la normalidad; los agentes políticos y los ciudadanos, estarían vinculados por procesos políticos fundamentales. Política y técnica caben aquí, porque contribuyen a proporcionar elementos que dan base teórica y empírica a la teoría constitucional. En efecto, el poder público y el poder ciudadano interactúan, se informan mutuamente y no siempre de manera acordada, sino dialéctica, es decir, como un enfrentamiento de contrarios. El proceso que los liga es fundamental, incluso en el conflicto, porque hace confluir la forma y la materia; la norma y la realidad; y si el derecho supone formas normativas, también concurren en su contenido los principios científicos y avances técnicos. La realidad modifica la norma, pero la norma también aspira a modificar la realidad; no hay lugar para híbridos, sino implicación franca, es decir, procesos políticos fundamentales que vinculan el atributo de la normatividad jurídica con el de la normalidad proveniente de la realidad. Sin duda ¿O no?

miércoles, 16 de julio de 2014

Constituciones y Parlamentos


Los actuales sistemas políticos se basan, casi de manera absoluta, en la existencia formal de constituciones y parlamentos, como resultantes del consentimiento y del contrato social, y su existencia como tipo ideal ha vivido un proceso de universalización demostrable empíricamente. La existencia simbiótica de constituciones y parlamentos no sólo integra una tradición históricamente reciente que proviene de fines del siglo XVIII; sino que también representa un fenómeno real y contemporáneo, de geografía extensa y presencia cotidiana. Los datos fácticos hacen pensar en esta tendencia. Las constituciones son tan antiguas como las de Inglaterra (1215) o de la República de San Marino (1600), seguidas de las de Estados Unidos de América (1787), Noruega (1814) y Luxemburgo (1868); o tan nuevas como las de Angola (21 de enero de 2010), Bolivia (7 de Febrero de 2009) o Ecuador (28 de Septiembre de 2008), que son reformadoras o abrogatorias de sus antecesoras. Al corte del año 2013, en las 196 naciones del mundo existían asambleas políticas y 194 de ellas tenían constituciones. Las excepciones son el Sultanato de Omán y el Estado Islámico de Afganistán: el primero tiene un Parlamento de dos cámaras, el Majlis as-Shu-ra (83 miembros) y el Majlis al-Dawlah (41 miembros); el segundo, tiene una Asamblea Nacional compuesta por dos cámaras, la Wolesi Jirga (Casa del Pueblo) y la Meshrano Jirga (Casa de los Ancianos).

Ahora bien, si durante la primera mitad del siglo XX se aprobaron 15 constituciones, fue entre 1950 y el año 2000 que la tendencia a la “constitucionalización” se acentuó a tal grado que en esos cincuenta años se expidieron 150 constituciones, es decir, las dos terceras partes de las existentes en el mundo. Y en lo que va de la primera década del siglo XXI, se han aprobado 23 constituciones: más que entre 1215 y 1899 (larguísimo periodo en que se aprobaron 21 constituciones); o, si se quiere, se ha expedido un número mayor de constituciones nacionales en los primeros diez años del siglo XXI, que en los primeros cincuenta años del siglo XX (15 constituciones, de 1900 a 1949). Las cifras de 2001 a 2010 (23 nuevas constituciones) muestran que esta forma de contrato político y consentimiento social está presente como discurso o fuente de legitimación de los gobiernos constituidos -o que pretenden constituirse- mediante procedimientos internos de restructuración de sus respectivas formas de Estado y de sus formas de Gobierno. Así que constituciones y asambleas políticas son premisas prácticamente universales en el discurso reformista de las sociedades políticas del mundo actual, y conforman el perímetro o territorio de estudio en el que sociólogos y politólogos ingresan para perfilar la efectividad o inefectividad del funcionamiento de las denominadas instituciones republicanas o monárquicas, centralistas o federalistas, democráticas o autoritarias; los binomios parecen multiplicarse ad infinitum, en atención al grado de “democracia real” o “democracia ideal” en cada contexto nacional: eficiencia vs corrupción; elecciones libres vs. elecciones manipuladas; gobiernos pluripartidistas vs. gobiernos monopartidistas. Así que vale preguntarse si parlamentos y constituciones están en fase de universalización. Interesante ¿no?

miércoles, 2 de julio de 2014

Federalismo vs. Centralismo





Habida cuenta de que la palabra latina “versus” (vs.) significa “frente a” o “contra”, comparar las formas de Estado federal o centralista no tiene que ver nada con criterios de bondad o maldad; sin embargo, poner vis a vis estos conceptos u oponerlos, sigue criterios fundamentalmente políticos, histórico-sociales y jurídicos. En nuestro país, inmediatamente después de consumado el proceso de independencia en 1821, y el brevísimo ejercicio de imperio de Iturbide en 1822, para el diseño de la Constitución de 1824, Miguel Ramos Arizpe y Servando Teresa de Mier fueron exponentes del federalismo y del centralismo, sobre el que se debatió la forma de Estado que nuestra primera Ley Fundamental adoptaría –federal, como sabemos–, pero coincidían en que de las dos formas de Gobierno –república o monarquía– era la primera de ellas la indicada. Así quedó plasmado en los artículos 4 de la Constitución de 1824, 40 de la Constitución de 1857 y también el 40 de la de 1917: Estado federal, Gobierno republicano. Tradicionalmente, en las repúblicas federales o centrales, es el Presidente el depositario de las funciones de Jefe de Estado y Jefe de Gobierno, de modo que hacia el exterior internacional representa al Estado, y hacia el interior nacional es la autoridad ejecutiva máxima. Este es el modelo americano por excelencia, diferente del denominado modelo europeo que admite monarquías constitucionales y parlamentarias. Las formas de Estado y las formas de Gobierno se combinan y dan lugar a variantes de diversos tipos, de manera que ser federalista o centralista, republicano o monárquico, no es bueno ni malo por sí mismo, dado que son categorías que provienen del derecho político, que mediante un ejercicio de técnica legislativa se “juridizan”; luego entonces la posibilidad de asumir estas formas no es un asunto de recetas u ocurrencias, sino que deben examinarse los elementos de la carga histórica y social que forman los antecedentes de lo que se denomina la “naturaleza de la nación”. Esto es, costumbrismo, expresiones, formas de organización familiar y comunal, regionalismos, y toda aquella arqueología y antropología que constituye la diversidad de idiosincrasias subnacionales de las que intentamos desprender las líneas de una idiosincrasia nacional, soportada en la variedad de los elementos que la integran. La población y el territorio del Estado mexicano, considerados en el tiempo, serían entonces una amalgama o sincretismo de varios grupos poblacionales y varios territorios, identificables por sus particularidades propias, al tiempo que se comparten características generales como lengua, creencias, valores o costumbres; en suma, patria y matria, país y terruño. Hoy día, en reconocimiento de estas formas clásicas de concebir a un Estado o un Gobierno, en tanto éste sea democrático y representativo, se observan –y se admiten o no– procesos de “hibridación”, o sea, combinación de características federales y centralistas que entablan, una vez que se legislan al calor de las exigencias y demandas de las elites partidistas o políticas, nuevas reglas de interacción entre federación y estados; o entre provincias, regiones y gobiernos centrales. Se dice que México vive una hibridación de este tipo, observable en el conjunto de reformas educativas, energéticas, político-electorales, fiscales y de telecomunicaciones aprobadas. Vale la pena examinarlo. ¿A poco no?