miércoles, 30 de abril de 2014

Estado y Fe Pública


Don Luis Recaséns Siches gustaba enseñar en sus clases y en sus libros que el propósito del Derecho, como Teoría del Orden, era superlativamente de carácter social y que, por tanto, la norma escrita aprobada por los órganos del Estado se establece para otorgar seguridad y certeza jurídicas a las relaciones colectivas que se dan en toda sociedad. Es decir, seguridad de que se goza de derechos como los de propiedad; y certeza de que ante un conflicto entre dos o más personas para reclamar ese derecho sobre un bien determinado, existen instancias estatales (jueces) a los que se acude para dirimir y aclarar diferencias y decidir a quién le asiste el derecho real en estos casos. La seguridad y la certeza jurídicas son, así, elementos fundamentales del denominado Estado de Derecho, que es aquel en el que una colectividad opta por resolver sus conflictos o controversias personales por la vía de la normativa estatuida, y no por la fuerza o con hechos de sangre.

En el propósito social de asegurar y dar certidumbre a los derechos de las personas, el Estado otorga la Fe Pública, que no es otra cosa sino la sanción positiva por la cual el propio Estado reconoce y formaliza derechos reales, como el ya mencionado de propiedad, o hace constar la existencia de hechos o actos diversos que adquieren veracidad, publicidad y notoriedad cuando son “pasados ante la fe pública” de los agentes del Estado. ¿Quiénes son éstos? Pues corredores públicos, notarios públicos o servidores públicos, entre los cuales, por supuesto, existen similitudes y diferencias. Son servidores públicos que gozan de fe pública y capacidad para certificar actos o documentos oficiales, aquellas personas que actúan a nombre de los órganos del Estado, sean de naturaleza legislativa, ejecutiva o judicial, y cuyas facultades están debidamente establecidas en forma previa en distintas leyes o reglamentos, en los que se detallan los alcances para dar fe de los diferentes actos y procedimientos en que intervienen, y que tienen efectos para los particulares.

Por lo que hace a corredores y notarios públicos, trátase en ambos casos de personas cuyo vínculo con el Estado no es el de pertenencia o subordinación jerárquica, porque son profesionales del derecho avezados en materia mercantil (actos de comercio) o civil (obligaciones, sucesiones, etc.), que sí desempeñan una función estatal de carácter público, pero por vía de patente, que no es sino la autorización del Estado para que en su nombre y representación puedan otorgar la fe pública que originalmente le corresponde, concretamente, al Poder Ejecutivo, que es uno de aquellos en que, para su ejercicio, se divide el Estado. Prácticamente todos los actos exteriores de nuestra vida en sociedad están cruzados por manifestaciones de la fe pública, que hacen servidores, corredores o notarios: desde el nacimiento hasta la muerte, pasando por el matrimonio y el divorcio, lo que compramos o vendemos, lo que donamos, o lo que recibimos y dejamos por herencia, y todo ello sin darnos mayor cuenta porque nos desenvolvemos al cobijo de la seguridad y certeza jurídicas que el Estado tiene la obligación de proporcionarnos, mediante la existencia y aplicación de uno de los sellos fundamentales para la convivencia humana y el desarrollo socioeconómico en toda colectividad: la Fe Pública. Interesante ¿No?

jueves, 24 de abril de 2014

Telecomunicaciones y Radiodifusión


A partir de la iniciativa enviada por el Presidente de la República al Senado, con el proyecto de ley para reglamentar la reforma constitucional que en materia de telecomunicaciones fuera publicada el 11 de junio de 2013, en el Diario Oficial de la Federación, desde estos días santos, se ha dado expresión a dos tipos de comentarios: 1) La ley supone un “pleito” entre los zares de este negocio, monopolios o duopolios, y el proceso legislativo está contaminado por intereses entre empresas y algunos legisladores; y, 2) La ley conculca el derecho humano de libertad de información y de expresión, porque establece prohibiciones o censuras de contenidos en ciertos casos. No obstante, la discusión real sobre el contenido de la ley está por darse en el espacio legislativo federal, y los argumentos en pro o en contra no serán distintos de lo que ya antes escuchamos o leímos.

La iniciativa parte de los criterios siguientes: el derecho constitucional de acceso a la banda ancha y a las tecnologías de la información; competencia equitativa en los servicios de telecomunicaciones y radiodifusión; fortalecimiento de la rectoría del Estado en este campo; creación de infraestructura para mayor cobertura y penetración de los servicios; y, creación de al menos dos nuevas cadenas de televisión abierta. Señala también que se apoyó en el trabajo conjunto de varias dependencias gubernamentales y en 33 propuestas de actores de la industria y de la sociedad, así como de organismos internacionales. Si bien, la iniciativa promete dividendos macroeconómicos y una importante contribución al producto interno bruto, es evidente que su mayor reto está en convencer a la ciudadanía que no va a recibir directamente ningún beneficio económico, de que sus beneficios reales se reflejarán en una mejor oferta en esta materia –llámense instrumentos o servicios–, pluralidad de opiniones y contenidos y un más amplio y desarrollado derecho a la información y a la libertad de expresión, que favorecerá notablemente la participación democrática y la inclusión social.

Y esto último, en un ambiente de duda y escepticismo al que abonan aquellos partidos o grupos contrarios a la nueva Ley Federal de Telecomunicaciones y Radiodifusión, la Ley del Sistema Público de Radiodifusión de México, y modificaciones diversas a disposiciones en materia Telecomunicaciones y Radiodifusión, no es un producto difícil de vender.  En efecto, los detractores de esta nueva normativa aducen que se conculcan los derechos a la información y los de libre expresión de las ideas, porque entre sus artículos establecen infracciones y sanciones para quienes hagan mal uso de los diversos medios de telecomunicaciones y radiodifusión, así como de los instrumentos digitales de transmisión de datos, entiéndase internet, prestadores de este servicio y demás. Así mismo, el conjunto de artículos para garantizar el tránsito entre la legislación actual y la nueva es amplio, y no es precisamente para legos en la materia, sino para conocedores. Al caso,  baste señalar que al lado de las dos nuevas leyes, cuando se hace referencia a que se modifican diversas disposiciones en este campo, se trata ni más ni menos que de reformas a 9 ordenamientos federales. Por supuesto, el debate se espera agrio, complicado y de enfrentamiento entre los grupos parlamentarios de diputados y senadores. Lo veremos por la “tele” ¿Verdad?

miércoles, 9 de abril de 2014

¿IFE = INE?


No y sí. No, porque el Instituto Nacional Electoral es, constitucionalmente, una persona moral distinta de la que sustituye, y si bien las diferencias empiezan con las denominaciones, éstas se continúan en las atribuciones. Sí, porque conserva notables y obvias similitudes con su antecesor, como sucede con todo descendiente directo de figuras electorales previas. El cambio de nombre, en el que pareciera que simplemente se sustituyó la palabra “federal” por la de “nacional”, tiene un sentido jurídicamente concreto: lo “federal” le hacía ser competente sólo en las elecciones de ese orden y, por tanto, estar imposibilitado para participar como organizador en elecciones estatales y municipales; ahora, lo “nacional” representa la modificación de nomenclatura que le da participación directa en los procesos locales. En efecto, de un tiempo para acá el legislador ha reservado el uso de la expresión “nacional” para expedir normas o crear instituciones –o ambas cosas a la vez- que dan potestad y jurisdicción en todo el territorio de la República, como acaba de pasar con el Código Nacional de Procedimientos Penales, que extinguió a todos los códigos procedimentales de los Estados.

El INE es diferente porque: será garante de la paridad de género en las postulaciones a cargos de elección popular; administrará el tiempo que le corresponde al Estado en la radio y la televisión; vigilará y aplicará los procedimientos electorales federales y locales; estará de facultado para presentar leyes y decretos ante el Congreso de la Unión; y porque nombrará y removerá a los integrantes de los organismos públicos locales. Estas dos últimas atribuciones hacen mucha diferencia, y han llevado a no pocos investigadores a cuestionar si ello representa un “recentralización” de potestades en beneficio de la Federación, a costa de las que pertenecían a las entidades federativas, dado que ahora se les retiran. Quienes opinan lo contrario, lo han llamado un nuevo proceso de “refederalización”. ¿Quién tiene la razón? Eso no parece importar políticamente en estos momentos.

A su vez, el INE sigue siendo igual al IFE, en la medida que es también una institución para la organización de procesos electorales; que llevará el registro de los electores; cuidará de los derechos, obligaciones y prerrogativas de los sujetos que intervienen –ciudadanos y partidos políticos-; y, en suma, será la autoridad que tendrá a su cargo la jornada electoral, resultados preliminares y fiscalización de recursos de los partidos políticos nacionales, que desde ahora requerirán un mínimo de votación de tres por ciento del total de votación válida emitida en cualquiera de las elecciones que se celebren para la renovación del Poder Ejecutivo o de las Cámaras del Congreso de la Unión, para que no les cancelen el registro. Y sobre todo, sí se parece y a la vez no; porque el órgano máximo de dirección del INE –su Consejo General- se forma por un presidente y diez consejeros, de los cuales cuatro repiten como tales, dos provienen de la estructura del hoy abrogado IFE y los restantes cinco son “fuereños”. Por lo demás, personal, edificios, oficinas y estructuras organizacionales siguen siendo las mismas, y ya se verán los ajustes que se hagan en los reglamentos, manuales y lineamientos que se autoricen. Así que todo nuevo y todo igual. ¿Será así en todo?…ummm.

miércoles, 2 de abril de 2014

Constitución, Constitucionalismo y Constitucionalidad


Estos tres términos se relacionan estrechamente, pero tienen un significado propio. Hoy día existe la idea común de que la Constitución es la ley fundamental de un país, un pueblo o una nación, que de manera escrita establece los derechos de las personas y organiza el gobierno. De ahí sus sinónimos de Carta Magna, Ley Superior, Ley de Leyes, etc. En la tradición americana, de la que proviene el sentido de la Constitución mexicana o la de cada uno de los Estados de nuestra Federación, a nosotros nos resulta muy familiar la expresión de Thomas Paine: “Una constitución no existe más que cuando la puede uno meter en su bolsillo”. Desde las constituciones de la antigüedad, griegas o romanas, pasando por las constituciones medievales hasta las modernas, el concepto ha mudado su significado de manera notable, de forma que la famosa constitución griega de Clístenes, del siglo V a. C., no es lo mismo que la todavía más famosa Carta Magna inglesa de 1215, y mucho menos se parece a las modernas constituciones americana de 1787 o la francesa de 1791.  En la tradición europea, Lasalle acuñó, en el siglo XIX, la expresión de que la Constitución es “la suma de los factores reales de poder, vertidos en una hoja de papel”.

El constitucionalismo, en cambio, es una línea de pensamiento político que postula el acotamiento o fijación de límites al ejercicio del poder público, al tiempo de establecer como núcleo superior e impenetrable a los derechos humanos frente a la conducta de la autoridad arbitraria. Y como esto se logra mediante el consentimiento social expresado en un pacto político escrito, entonces el constitucionalismo, como aspiración y método político social, tiene al instrumento “constitución” como su objeto, porque en él colma el fin que persigue de instaurar las fronteras del poder público instituido. Entonces, si la constitución es un documento garante de derechos humanos y organización política, su método de expresión por excelencia es el derecho; en cambio, el constitucionalismo es un ideario que, con constitución escrita o sin ella, posee un carácter valorativo y de posicionamiento y, por tanto, su forma expresiva fundamental es la praxis política.

Ahora bien, la “constitucionalidad” posee un significado que se implica con los de constitución y constitucionalismo, en la medida en que aquella se asume como un criterio de conformidad con: 1) la letra del texto constitucional; y, 2) con el ideal político que se propone como aspiración ética de organización colectiva de la que brotan los conceptos de Estado y Sociedad. Por ejemplo, alguien puede pedir y promover mayores mecanismos de control sobre los poderes públicos; pero no es sino hasta que esta propuesta se aprueba en los textos constitucionales, que el “constitucionalismo” como aspiración da paso a la “constitución” como norma; y una vez que sucede el acercamiento entre estos dos conceptos y sus contenidos, cada vez que alguien ajusta su conducta a lo dispuesto por la constitución se dice que su actuar posee “constitucionalidad”. Luego entonces, el comportamiento de las personas y el propio de las autoridades siempre tiene como punto común este último aspecto: deseamos un constitucionalismo realizable; queremos que esto se vierta en la letra de la constitución; y, sobre todo, buscamos llenar de constitucionalidad nuestros actos ¿Ok?