Si pudiéremos trazar una vista larga en el tiempo y
fijarnos en el modo en que se ha ejercido el poder en el mundo, históricamente
tendríamos que admitir que en los últimos 10 mil años, que van desde el paso de
la prehistoria a la protohistoria (primeros vestigios de sistemas de escrituras
o signos) y a la historia franca, hasta llegar a los últimos 250 años que se
significan por el paso de la sociedad rural a la sociedad urbana e industrial
–con todas sus implicaciones neoliberales y globalizantes–, de demografía
creciente y telecomunicaciones galopantes; lo menos que se podría decir es que
durante 9,750 años, más menos, ha dominado el ejercicio del poder arbitrario,
libérrimo, discrecional, absoluto, faccioso, unipersonal o dinástico, soberano,
hereditario, regio, caprichoso, omnímodo, con microscópicas excepciones;
respecto de la idea del poder público en la forma de Estado, dividido en
funciones ejecutiva, legislativa y jurisdiccional, con sujeción a normas legisladas
y, por tanto, dentro de la órbita del Derecho y de una concepción política
fundada en el gobierno de todos; no habría más que afirmar que, de esos 10 mil
años, sólo en los últimos 250 hemos asistido a la peculiar instauración de una
forma específica de ejercicio del poder: el Estado Democrático o Social de
Derecho.
Esta manifestación histórica de organización y práctica
del poder, es el continente en que han cobrado contenido los términos: representación,
legalidad y legitimidad. Los tres vocablos no se asemejan a las caras de una
moneda, sino a una trinidad conceptual, porque poseen, entre sí, relaciones de
simbiosis política ostensible. No se puede concebir la legitimidad, sin
representación o sin legalidad; tampoco la legalidad, sin legitimidad o representación;
y, mucho menos, la representación, sin legitimidad y legalidad. Es una cuestión
sólo de acentos o énfasis al momento de examinar cada uno de ellos de manera aislada,
porque sucede que intrínsecamente tienen su propia singularidad, aunque esto sólo
para el análisis, porque en la realidad se muestran simultánea o sucesivamente
unidos, fundidos, acoplados. Los ejemplos siempre son útiles y cuanto más
sencillos mejor: sin una pluralidad de personas que apoyen y le den su voz y
voto a una persona determinada, no existe representación alguna; sin el respeto
o acatamiento a la norma escrita que regula las formas y los procedimientos
para que alguien represente a muchos; o, sin la voluntad de quien representa
legalmente a un sin número de personas, para cumplir con los fines colectivos
socialmente valiosos que se le han encargado; entonces, los tres términos
cobran familiaridad o cotidianidad, porque la representación se asocia con la
autoridad o mando que voluntariamente le otorgamos a quien creemos que tiene la
capacidad de hacerlo en forma juiciosa; porque respetamos la legalidad del
sistema de elecciones periódicas, acorde con principios de igualdad y libertad;
y, porque cuando alguien nos representa legalmente, le pedimos que se legitime
mediante el cumplimiento de sus promesas y de las tareas públicas que le
corresponden, en el ejercicio de su encargo. Hoy día, a esta tríada de
conceptos se le conoce también como: representantes de elección popular; sistema
electoral vigente; y, evaluación del desempeño y rendición de cuentas. El quid
de la democracia. ¿No?