Con esta denominación se conocen un sinnúmero de
textos y artículos de naturaleza especializada, que dan un punto preponderante
a la población como factor de desarrollo, entendido éste en su más amplio
sentido: a) social, si se atiende a la provisión de los satisfactores básicos
de la vida, como el vestido, el suministro de comestibles, la salud y la
educación; b) económico; en su sentido de oportunidades de trabajo productivo y
la posibilidad de ingresos que permitan allegarse de las condiciones materiales
para la vida; y, c) político, característicamente referido a la existencia de elecciones
generales incluyentes, posibilidades amplias de participación ciudadana (plebiscito,
referendo, iniciativa popular) y métodos de control social del poder, de base
colectiva. En la pluma de autores reconocidos –demógrafos y sociólogos, sobre
todo– la población no sólo es, como en la teoría jurídico-constitucional, un
componente del Estado soberano, sino la base material de la acción colectiva que
se organiza y estructura en atención a la consecución de metas de desarrollo
como las antes mencionadas. A fines del siglo XVIII, Malthus estimaba que la
población era un factor de prosperidad cuando alcanzaba cierto volumen, después
del cual se convertía en factor de tragedia, porque mientras que los alimentos
crecían en forma aritmética, la gente lo hacía en forma geométrica, y a eso se
debía que ocurrieran enfermedades y hambrunas que reducían otra vez la población.
Por supuesto, este autor escribía desde la versión de una sociedad
fundamentalmente rural, que no conoció la notable capacidad de la sociedad
industrial para producir suficientes satisfactores e, incluso, excedentes, lo
que llevó a invertir esas primeras consideraciones y dio paso a otras: mientras
más población, más fuerza de trabajo para la industria; mientras más población,
más soldados para defender el territorio nacional; y así los aforismos han ido
desde la consideración de que una población que crece sin control es un factor
de inestabilidad social, hasta el opuesto de considerar que una población
amplia es un factor clave para el crecimiento de toda economía. Pues bien, el
último recuento de población dice que, al 2015, México tiene 122.3 millones de
habitantes y la esperanza de vida de nuestra población es de 77.14 años. ¿Cómo
hemos crecido? En el siglo XVIII éramos entre 3 y 4 millones; cuando se consumó
la independencia, 6 millones; en tiempos de Juárez, 8.3; al término de la
revolución, 14.3; en 1950, 25.7; en el 2000, 97.5; en 2015,122, como ya lo
anotamos; y las proyecciones demográficas indican que en el 2020 rebasaremos
los 130 millones. ¿Somos muchos o pocos? Pues es cosa de mirar: actualmente
somos 7,350 millones de habitantes en el mundo; China e India tienen más de
1,300 millones cada una, Estados Unidos más de 320 millones, Brasil más de 200
y, en el otro extremo, hay un buen número de países-isla o de territorio corto
que van desde unos cuantos miles hasta poco menos de un millón de habitantes.
Pero en verdad, saber si somos muchos o somos pocos depende de cómo “nos
pongamos las pilas”. ¿Verdad que sí?
jueves, 17 de diciembre de 2015
jueves, 10 de diciembre de 2015
Política y Derecho
La Torre ha señalado que cuando se trata de poner en
relación a la Política y el Derecho, o al Derecho y la Política, según se
quiera sustantivar una u otra, aparecen siempre dos interpretaciones. En la más
conocida de ellas, el Derecho es simplemente una expresión del poder y, por
tanto, emana de él y es su instrumento; en la otra idea, menos conocida, el
Derecho es la verdadera fuente del poder, a la vez de su límite. Dicho de otro
modo, en una categoría se afirma la superioridad del Poder sobre el Derecho, y
en la otra categoría la del Derecho sobre el Poder. Si el Poder es superior al
Derecho, entonces no puede estar vinculado por la ley que él mismo produce,
porque está por encima de ella, lo que recuerda, desde los griegos antiguos,
todas aquellas ideas relacionadas con la postura de que el Derecho sólo
representa el interés del más fuerte, o que es todo lo que poder soberano
prescriba sin más como obligatorio, o que las leyes son obra de los más débiles
para neutralizar la superioridad natural de los más fuertes. Por supuesto, ello
significa que el poder puede verse como coacción, fuerza o violencia. Esta es
la línea que se conoce como realista en Política, o “iuspositivista” en
Derecho.
La versión distinta a la anterior –idealista o
“iusnaturalista”, según él caso– es decir, la que considera que el Derecho es
la base del poder político, entendiendo a este último como la capacidad de
hacer leyes, opina que el Derecho es la fuente de la ley a la que el Poder se
sujeta, porque él mismo la aprueba. En esta visión, la necesidad de ordenar la
vida en común es la necesidad humana de un orden social, con sujeción a deberes
éticos que se tornan en deberes jurídicos. En consecuencia, el Derecho puede
ser visto como una teoría del orden que se impone a todo ente o manifestación
de poder que pretende satisfacerse a sí mismo. El Derecho, fundado en
principios de igualdad y equidad, así como en criterios de respeto a la vida y
a la libertad, tiene ahora una triple faceta: a) el Derecho es, en sí mismo,
una teoría; b) el Derecho es, también, un cauce colectivo para la vida; y, c)
el Derecho es un conjunto técnico de herramientas e instrumentos (leyes) para
prescribir modos de vida.
Por supuesto, la vida humana es de tal complejidad
que desde la perspectiva de los sujetos (nosotros) o los objetos (las
instituciones sociales) del Derecho o de la Política, ninguna de las dos puede
abarcar todo el complejo de la actividad humana. Por ejemplo, cuando el artista
produce arte, su obra puede estar envuelta en expresiones de poder o normativas,
pero éstas son secundarias; le fe religiosa y sus ritos se ajustan a su propia
lógica; el amor fraterno, filial o erótico responde a nuestra intimidad
personal y al afecto positivo o negativo de nuestra interioridad, donde no hay
reglas para el alma. Bajo cualquier versión, debiere ser evidente que la
Política y el Derecho nacen de la pluralidad, de la colectividad, de la
sociedad, de las relaciones interhumanas. Por eso, de la singularidad, del
aislamiento, del apartamiento o de la individualidad, nunca surgen la Política ni
el Derecho. ¿Cierto o no?
jueves, 26 de noviembre de 2015
Ética y Derecho
Se ha sostenido que la Ética y el Derecho son
materias distintas que se rigen por sus propios conceptos y objetos; empero,
que sean diferentes ambos campos, no significa que sean opuestos. Si la Ética
tiene por objeto los valores humanos más altos que las personas pueden aspirar
a realizar, de ningún modo el Derecho propone antivalores; por el contrario, en
relación con esos valores humanos, el Derecho es una regla formal o método para
su realización, con el fin de satisfacer el
bien colectivo o social, es decir, de contribuir a la materialización de
situaciones y condiciones realizables. He aquí esta sutil diferencia de propósito:
mientras la Ética tiene un carácter esencial, el Derecho tiene un carácter
instrumental. Esencia e instrumento son necesarios. La búsqueda de valores
supone también la búsqueda de orden y de regularidad en las relaciones
interhumanas, de tal manera que las personas se encuentran ligadas socialmente
por deberes éticos y deberes jurídicos, y así podemos decir que los derechos y
obligaciones que la norma jurídica nos otorga o nos impone constituyen una
transcripción de valores éticos vaciados en leyes. Sólo que al Derecho no le
toca transigir con esencias metafísicas, importantes en sí mismas, sino con
realidades provenientes de la vida en común que se genera a partir de la
convivencia histórica de los grupos sociales, de las costumbres que adoptan, de
las reglas de trato social que crean o de la forma en que organizan el poder
político, todo para preservar la vida y la dignidad, bajo criterios éticos de justicia, igualdad,
libertad, equidad y fraternidad. Y ambas disciplinas tienen en común, también, su
atención al aspecto individual y colectivo de las relaciones humanas. La
diferencia estriba en la posibilidad de realización de los deberes éticos y de
los deberes jurídicos: los primeros radican en y dependen de la conciencia y de
la voluntad; los segundos requieren de la institucionalización del poder
político y de la coercitividad. Nadie como Recaséns lo ha dicho mejor: “El
derecho trabaja con ideales de valor, pero relacionando éstos con realidades
sociales concretas que nos son dadas en la experiencia. Sobre los materiales
que le ofrece la experiencia histórica, la estimativa jurídica proyecta sus
juicios de valor para seleccionar para ordenar esos materiales y articularlos
al servicio de los fines que se han reconocido como valiosos…Las instituciones
jurídicas no plantean solamente un problema de finalidad justa, sino también la
cuestión de saber realizar eficiente y logradamente esta finalidad”. Se
necesitan, entonces, criterios lógicos y racionales para normar, regular,
reglar, la convivencia y la cooperación sociales que son influidas por factores
antropológicos, mentales, biológicos, políticos, económicos; pero, de ninguna
manera, las normas jurídicas son un mero ejercicio lógico-formal, pues en el
momento en que se orientan por fines y propósitos como los que hemos señalado,
se incursiona en el terreno de la estimativa y, por tanto, de los valores
humanos, con el fin último de extirpar la arbitrariedad en el Estado (Derecho
Público) y en la relaciones entre las personas (Derecho Privado). Bien por Recaséns.
jueves, 19 de noviembre de 2015
Terrorismo
Ciento veintinueve personas asesinadas y doscientas
veintiuno heridas en París, casi inmediatamente después de los días en que el
catolicismo recuerda a sus muertos, son el saldo de este nuevo dramático y
condenable acto de barbarie que ha consternado al mundo, por su sinrazón,
injusticia, infamia, absurdo, violencia, oprobio e ignominia imperdonables.
Ningún adjetivo es suficiente para calificar las acciones que tienen por objeto
destruir el mayor valor que como especie y como cultura tiene la humanidad: La
vida.
Imposible olvidar lo que Einstein preguntó a Freud con
motivo de la primera guerra mundial, a siete años del inicio de la segunda: El
30 de julio de 1932, Einstein, en una misiva a Freud, le preguntaba,
desconcertado: “¿Existe un camino para liberar a los hombres de la fatalidad de
la guerra? En general, se ha arraigado bastante la comprensión de que esta
pregunta –dado el progreso de la técnica– se ha vuelto una cuestión vital para
la humanidad civilizada, y pese a ello los ardientes esfuerzos y su solución
han fracasado en alarmante medida”. El máximo exponente de la Física le dirigía
una carta al máximo exponente de la Psicología, llena de abatimiento,
desolación y tristeza: “¿Cómo es posible que las masas se dejen encender hasta
el paroxismo y el martirologio…? La respuesta sólo puede ser: en los hombres
vive la necesidad de odiar y de destruir”. Freud contestó que desde los
orígenes de la humanidad “Los conflictos de intereses entre los hombres son
resueltos, principalmente, con el uso de la fuerza”. De la fuerza muscular se
llega a la fuerza de las herramientas y de las armas, y a la fuerza de la
superioridad intelectual, pero “la finalidad de la guerra permanece idéntica:
una de las partes se ve obligada, por los daños sufridos y la merma de sus
fuerzas, a ceder en sus exigencias o en su oposición. Esto se alcanza por
completo cuando la violencia del adversario es suprimida definitivamente, o se
le mata”. Y añadía: en el hombre habitan dos instintos, uno afectivo (eros,
amor) y uno destructivo (thanatos, muerte), que se manifiestan fusionados, con
predominancia de uno u otro según los objetos o personas a que se dirige. El
thanatos “funciona en cada ser vivo y tiene el anhelo de reducir la vida al
estado de materia inorgánica. Con toda seriedad merece el nombre de instinto de
muerte, mientras que el instinto erótico representa el anhelo de vivir”. Estas
pulsiones originarias y profundas son modificadas por el desarrollo cultural,
que implican relaciones de pertenencia e identidad entre las personas y se
orientan hacia fines y valores que se estiman de naturaleza social superior: la
existencia, la libertad, la igualdad, la fraternidad; que justamente se
enarbolaron en la Revolución Francesa contra el despotismo y el terror, a fines
del siglo XVIII. Einstein y Freud coincidieron en la idea del fortalecimiento
intelectual y cultural como alternativa en contra de la guerra y para la moderación
del instinto de muerte, con el propósito de lograr la pacificación humana. No encuentro
otra manera de explicar lo que parece inexplicable.
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jueves, 12 de noviembre de 2015
Ética y Política
Cuando se reflexiona sobre los valores éticos y
políticos, en estrecha relación con el tiempo histórico en el que se intenta su
realización, Savater señala dos elementos que dificultan su comprensión: Uno,
el excesivo utilitarismo y pragmatismo que casi siempre parecen dominar las
actitudes humanas en contra de los principios básicos o fundamentales de los
valores ciudadanos; y, dos, el abandono de los principios, las ideas y los
ideales, en el curso de la vida conforme ganamos edad. La combinación de estas
situaciones lleva a la conclusión de que sólo los más aprovechados o menos
escrupulosos triunfarían, incluso mediante conductas viciadas o corruptas, y en
esto no habría distinción entre políticos y no políticos, porque, como bien dice
nuestro filósofo español, “en una democracia políticos somos todos…[dado que]…la
política es una tarea no a tiempo completo, en buena medida a tiempo parcial,
de todos los ciudadanos; por lo tanto, es inútil simplemente quejarse o
maldecir a los políticos”. En efecto, además de las elecciones y los cargos
públicos, la comunicación y debate entre los ciudadanos sobre cualquier cosa
relativa a nuestra vida en común también es política: funcionamiento de
mercados, vialidades, escuelas, servicios públicos en general; en fin, el
conjunto de comentarios positivos o negativos que hacemos para hablar de las
cosas “bien hechas” o “mal hechas”. Es claro que discutir sobre el bien y el
mal corresponde a la ética, pero ésta por sí sola no remedia los problemas
políticos, porque implica actitudes e intenciones de las personas frente a sus
obligaciones individuales y sociales, de manera que no sea necesario que
alguien nos obligue o vigile en cada momento, para poder distinguir entre lo
bueno y lo malo y actuar en consecuencia. La ética y la política son una suerte
de actitud-reflexión-acción sobre los valores ciudadanos. Por eso podemos decir
que la moralidad es una responsabilidad que depende de la libertad de cada uno
de nosotros para ser nuestros propios censores morales: si la política no está
siempre a nuestro alcance, la ética entendida como moralidad siempre está en
nuestras manos. Por eso son diferentes, como lo dice Savater: “la ética busca
mejorar a las personas, la política busca mejorar a las instituciones”. Las
personas que reflexionamos sobre la libertad o sobre otros valores que
estimamos benéficos para la vida colectiva, podemos orientar la reflexión sobre
los valores políticos mediante la participación ciudadana o la presión social
sobre las instituciones políticas o los políticos, considerando tres valores
fundamentales: la inviolabilidad de la persona humana, de su autonomía y de su
dignidad, de manera que se deba excluir la conversión de las personas en
instrumentos o herramientas; evitar el sacrificio individual, el de parte de la
población por el bienestar de otra parte de ella, o el sacrificio de una
generación por el bienestar de otra; y respetar a las personas por sus méritos
y acciones, y no por su sexo, raza, religión u otros criterios
discriminatorios. El Estado creado por la colectividad es el instrumento político
para cuidar estos valores ciudadanos. Bien por Savater ¿O no?
jueves, 5 de noviembre de 2015
Educación Superior Pública y Privada (III y última)
Las cifras educativas siempre son referentes
cuantitativos que requieren de interpretación o explicación causal. Los números
impactan sólo a los números y esto es verdad, como aforismo, para el caso de la
educación nacional y estatal en sus diversos niveles. No hay duda de que la
tasa de crecimiento de la población durante el todavía muy cercano siglo XX,
pirámides poblacionales, cohortes específicas y variados indicadores
socioeconómicos, muestran que los números de antes son las realidades de ahora,
y esta relación proyección-realidad está separada por apenas 20 años. En
efecto, las principales estimaciones demoeducativas que relacionaban el
comportamiento poblacional en general con la demanda educativa en particular, fueron
realizadas en 1980, y su exactitud para determinar que en el año 2000
viviríamos un descenso importante de la población en edad de escolaridad básica
y que, por el contrario, la de edad en escolaridad media superior y superior
crecería sustancialmente, era un indicador cuantitativo de los problemas de
orden cualitativo que enfrentaríamos con el inicio del nuevo siglo. No obstante
que en nuestro país la educación superior es considerada como el principal
motor del desarrollo nacional y factor real de movilidad social, el descenso de
la tasa de crecimiento poblacional no impedirá la fuerte demanda de servicios
educativos en este nivel, como se observa en el espectacular crecimiento de la
matrícula y del número de instituciones públicas y privadas de educación
superior. Por eso, el desarrollo y tasa de crecimiento de la matrícula escolar
universitaria ha sido vista como logro y como problema. Como logro, porque
significa el éxito de la política educativa estatal, es decir, la
“democratización” de la educación superior; como problema, porque la oferta
educacional seguirá siendo deficitaria durante los próximos diez a quince años,
si se mantienen las tendencias actuales. Por eso Martínez, Seco y Wriedt, estiman
este escenario en 2025: “México, en el bloque regional de América del Norte, tiene
130 millones de habitantes, de la cual 80% en las zonas urbanas del país. Hay
envejecimiento de la población, con un 35% menor de 20 años, un 25% entre 20 a
34 años, y el 40% es mayor de 35. Respecto de 1990, la población ha aumentado
un 50%, la esperanza de vida es de 76 años y la mortalidad infantil es menor al
1%. En la educación, la población mayor de 10 años está totalmente
alfabetizada, con una escolaridad promedio de noveno grado en un sistema de
educación básica obligatoria de 12 años, pero con alto índice de deserción
escolar. Hay obsolescencia de acervos bibliotecarios, rezago en desarrollo
tecnológico, las becas de posgrado han disminuido en casi 80% respecto de 2010,
y la innovación tecnológica se mantiene por debajo de los niveles de los países
desarrollados”. Pues bien: sólo con acciones
de coparticipación entre las universidades públicas y privadas se podrá lograr la instauración de alternativas
académicas de exigencia para vincular la actividad técnica y
profesional con los sectores primario, secundario y terciario de la economía nacional…
Adelante con todo.
jueves, 29 de octubre de 2015
Educación Superior Pública y Privada (II)
Durante el siglo XIX, los extremos entre los ideales
educativos y las condiciones reales eran abismales: la posibilidad de encarnar
las ideas de Rousseau y los enciclopedistas rompía lanzas con la brutal
carencia de maestros, alumnos e infraestructura material, que terminó
reflejándose en la magra y humilde implantación del método lancasteriano de enseñanza.
Y aunque durante la mayor parte de ese siglo, la instrucción profesional –como
se le denominaba entonces a la actual educación superior– no recibió una
atención uniforme, la necesidad de su existencia se mantuvo intramuros en
colegios de varios Estados de la República, encontrando cauce en el difícil
debate público en que se vio inmersa y entre los órganos y leyes educativas que
se implantaron, hasta cristalizar con la presentación del proyecto de
Universidad Nacional que Justo Sierra impulsó en 1881 y, después, con su
creación el 22 de septiembre de 1910. Para el siglo XX nadie ponía en duda ya
el imperativo educativo ni sus implicaciones como política pública fundamental.
Por ejemplo, Cano, en “La Acción Cultural y Educativa de México” estima que el
presupuesto federal destinado a la educación tuvo un rango de 4.5% a 6.7% entre
1868 y 1910; entre 1910 y 1914 llegó a 9.8%; cayó en los años inmediatos a la
lucha armada; y, empezó su recuperación en 1920 (4.9%). En 1921 el gasto era de
12.9%, en 1922 de 15%, a partir de 1930 se mantuvo en dos cifras y, con algunos
altibajos, llegó a superar el 20% anual entre 1961 y 1971. Para darnos una idea
de la magnitud del desarrollo del fenómeno educativo en el nivel superior,
podemos comentar que José Díaz Covarrubias, en su libro “La Instrucción Pública
en México”, publicado en 1875, registró, en el orden nacional,
un total de 54 escuelas de instrucción preparatoria y profesional, de las
cuales, por cierto, cuatro se localizaban en Veracruz: la de Estudios
Preparatorios, la de Jurisprudencia, la de Medicina y el Conservatorio de
Música. De entonces a la fecha, en el nivel de la educación superior se da un
desarrollo sostenido de las instituciones públicas y, a partir de 1940, el
acento repara singularmente sobre las de naturaleza privada, observándose en
las últimas décadas del siglo pasado un vertiginoso crecimiento de ambos tipos
de instituciones educativas. Mendoza,
en su “Transición de la Educación Superior Contemporánea en México”, apunta que
en 1980, pasado un siglo desde Covarrubias, existían 230 instituciones
de educación superior en el país, entre públicas y privadas, con una matrícula
de 811,300 alumnos. Sólo cuatro años después, el número de instituciones subió
a 279, de las cuales 154 eran públicas y 125 privadas, que hacia 1985,
conjuntamente, representaban una matrícula de 1’123,700 alumnos. En 1999 había
un total de 1,250 escuelas de educación superior (515 públicas y 735 privadas),
con una matrícula de más de 1’800,000 alumnos, de los que el 27% (500,000
alumnos), eran atendidos por las instituciones privadas. En Veracruz, para el
mismo año se registró la existencia de 96 instituciones de educación superior:
35 públicas y 61 privadas... Seguiremos.
jueves, 22 de octubre de 2015
Educación Superior Pública y Privada (I)
Toda planificación educativa, nacional o subnacional,
se sustenta en valores, metodologías y fines que se desprenden de la función
social que cumple toda intervención educativa, y de acciones específicas de
organización del proceso educativo y métodos de enseñanza. En México, la educación
se ha beneficiado de las políticas públicas de la federación y las entidades
federativas; y su impacto positivo en la población se ha logrado por la
colaboración de instituciones públicas y privadas. Desde el siglo XVI y por más
de trescientos años vivimos el trasplante y acriollamiento de instituciones que
desde el inicio del periodo colonial actuaron en el ámbito de la difusión del
conocimiento y de las ideas, que encontraban su premisa
social en el derrotero sociopolítico y características económicas que privaron
en ese periodo, resultante de un proceso de conquista que precisaba de la mano
de obra de los pobladores originales, para dedicarla a las actividades
económicamente productivas de entonces: agricultura, minería y comercio; y la
Iglesia era la principal promotora de la enseñanza de las ciencias de entonces
-teología, jurisprudencia y artes. De hecho, son franciscanos, dominicos y
jesuitas, a quienes Vasconcelos llama “precursores de todo lo que entre
nosotros es cultura”, quienes, con el impacto de la imprenta, impulsaron
acciones de fines universitarios “para que se lean las facultades que se suelen
leer en las otras universidades y enseñar, sobre todo, teología y artes”, lo
que culminó, en 1551, con la Real Cédula que creó la Real y Pontificia
Universidad de México, y su inauguración el 25 de enero de 1553, si bien su
carácter de “Real y Pontificia” le fue otorgado formalmente hasta la bula papal
de Clemente VIII, en 1595. Marsiske afirma que la universidad tuvo,
predominantemente, una población española, criolla o peninsular y que sus
dimensiones variaron a lo largo de los siglos coloniales, bajo una tendencia
general de crecimiento. En el siglo XIX, con la independencia, el naciente gobierno
mexicano afrontó problemas de reconocimiento internacional inherentes a su
nuevo status de país independiente, los relacionados con la fuerte deuda
exterior y una variedad de conflictos armados internos; y la educación, aunque
no encabezaba las prioridades, despertaba la atención de políticos y pensadores
que deseaban clarificar el tipo de ciudadano socialmente más útil a la nueva
nación. José María Luis Mora, uno de los más representativos hombres del
pensamiento liberal e ideólogo de la independencia, fustigaba en 1824 que “nada
es más importante para el estado que la instrucción de la juventud”. La incipiente vida
nacional, cruzada por el choque entre liberales y conservadores, afectó las
posibilidades de planeación educativa en todos los niveles. Por eso podemos
decir que si del siglo XVI al XVIII la educación superior fue
impulsada por instituciones y colegios clericales, con notable independencia
del gobierno virreinal; en el XIX se discutió su importancia orgánica como
actividad política de Estado y, por tanto, la necesidad de estructurar su
funcionamiento mediante la expedición de leyes públicas. Seguiremos.
jueves, 15 de octubre de 2015
Indicadores sociales e investigación
Tradicionalmente,
escuchamos en los espacios académicos, sobre todo en la fase terminal de
estudios de licenciatura o posgrado, en el ámbito de las disciplinas sociales,
que el candidato a licenciado, maestro o doctor, adhiere a tal o cual teoría y
que su metodología será “cualitativa”, queriendo significar su oposición a una
metodología “cuantitativa”. Y, al interrogar al tesista, encontramos que lo que
quiere decir es, simplemente, que no va a utilizar números o estadísticas, es
decir, indicadores. Abunda, en general, en las disciplinas sociales, la
confusión de que los números, los datos estadísticos y los indicadores son lo
mismo, porque no se tiene el conocimiento sobre la elaboración de éstos últimos
a partir de datos que agrupan generalidades numéricas: conteos, volúmenes o
totales brutos, para el cifrado de tasas, razones e índices. Ésta no es una
condición que aqueja a todas las ciencias sociales. Por ejemplo, la economía,
la demografía y la sociología hace buen tiempo que han sabido recopilar información
empírica, para dimensionar los fenómenos bajo estudio, y construir indicadores
sólidos de uso normal hoy día: eso son el producto interno bruto, la tasa de
crecimiento poblacional o los índices de pobreza o marginalidad. Ahora bien, en
otras, como en la ciencia jurídica, el criterio de certidumbre depende de dos
elementos: uno formal, que refiere a la creación legislativa; y otro material,
que atiende a la realidad, es decir, a la normalidad de los eventos o sucesos
que se presentan en los colectivos humanos y de los que se infiere ha surgido
una práctica social (no sólo un mero uso o hábito), que al exteriorizarse hace
que una disposición pierda vigencia, pierda facticidad o se demande la
existencia de un dispositivo regulador. Así, sabemos que las leyes pueden ser
vigentes pero no acatadas, vigentes pero no aplicadas, vigentes pero ser
totalmente desconocidas; porque el Derecho se constituye no sólo por normas,
sino por conductas y comportamientos, aunque no todos los comportamientos y
relaciones sociales sean jurídicos.
Verbigracia,
aquí en Veracruz tenemos una Ley contra el Ruido (publicada el 20 de octubre de
1942) que nadie acata o de la que nadie pide su cumplimiento; tenemos una Ley
de Aranceles para el cobro de servicios notariales absolutamente rebasada por
la realidad de los acuerdos consensuales necesarios entre notario público y
cliente; y otras más. ¿Qué tienen en común esos ordenamientos de materias tan
diversas?: Sanciones, multas y manejo monetario obsoleto; alusión o invocación
de autoridades o disposiciones ahora inexistentes; total desconexión con la
realidad actual. ¿Y por qué han permanecido vigentes cuerpos normativos que
resultan inaplicables por su notable obsolescencia? Sencillamente, por la falta
de indicadores cercanos a la realidad, que den paso a proposiciones cualitativas,
porque si la realidad modifica la norma, la norma también aspira a modificar la
normalidad. El criterio fundamental está en la lectura objetiva de los
indicadores de la realidad. ¿O no?
jueves, 8 de octubre de 2015
Justicia Social
Durante casi dos mil quinientos años se ha escrito y
discutido mucho sobre la noción de Justicia. Desde el diálogo “La República o
de lo Justo” de Platón o la “Ética Nicomaquea” de Aristóteles, a los escritos
de “Ética” de Spinoza o “Crítica de la razón práctica” de Kant, hasta llegar a
los de “¿Qué es la Justicia?” de Kelsen y “Teoría de la Justicia” de Rawls,
toda la tinta que ha corrido indica que el tema es sustantivo y polémico. En
todos ellos se abordan los conceptos sobre el Bien y la Justicia, así como la
distinción entre “lo bueno” y “lo malo”. Originalmente, el tema se desarrolló
en el ámbito de la filosofía y se especializó en el campo de la Ética, pero ha
pasado al campo de la Política fundamentalmente a través de los pensadores del
liberalismo, en el sentido de ejercicio recíproco de libertades e igualdad de
derechos en su más amplio significado jurídico-político. Debido a que el
pensamiento y la cultura, así como el arte y la ciencia, son el resultado de un
proceso histórico-social, crítico y acumulativo, que implica numerosas
generaciones en una larguísima duración, el concepto de Justicia tiene hoy día
mayor complejidad y aplicación en el terreno social. A esto se debe que
actualmente sea común escuchar la expresión Justicia Social. Con mucho, es a
Rawls a quien más se le debe la solidez de ese vocablo compuesto, porque sitúa,
como objeto primario de la Justicia, tres elementos: (1) La estructura básica
de la sociedad, (2) La cooperación social y (3) La imparcialidad. Por tanto,
dice este autor, las instituciones sociales no solamente deben ser ordenadas y
eficientes, sino justas, en la medida en que distribuyen, protegen y preservan
los derechos y deberes fundamentales de las personas. Una sociedad justa,
entonces, es una empresa o tarea cooperativa en atención a la identidad o
conflicto de intereses que suceden en ella: “la cooperación social hace posible
para todos una vida mejor de la que pudiera tener cada uno si viviera
únicamente con sus propios esfuerzos”. Por eso, en toda sociedad, concebida
como un sistema de cooperación social, no es el criterio utilitarista de “lo
que más conviene a unos” lo que puede servir para la estabilidad colectiva; por
el contrario, es el acuerdo o posición original (el contrato social) que se
logra al convenir una distribución y asignación de derechos y obligaciones, del
cual depende la preservación de toda sociedad, porque se acuerdan: (1) Reglas
básicas de obediencia voluntaria, (2) La creación de instituciones
estabilizadoras que resuelvan y prevengan las infracciones a esas reglas y (3)
El mantenimiento del orden social, para lograr expectativas de vida,
oportunidades económicas y condiciones de igualdad, evitando que las instituciones
de una sociedad determinada incurran en desigualdades, es decir, favoreciendo unas
posiciones frente a otras. Rawls supone, entonces, que las personas somos seres
racionales, con fines propios y comunes, capaces de un sentido de Justicia y,
por tanto, nos concibe como seres morales congruentes con la idea de
reciprocidad implícita en el funcionamiento de toda sociedad. O sea, todos
sabemos cuándo hacemos algo bueno o algo malo. ¿O no?
jueves, 1 de octubre de 2015
El Congreso Federal y su ordenamiento interior (III y último)
Bentham, jurisconsulto inglés, parlamentario de
larga trayectoria, fue el impulsor original de la técnica de codificación normativa, para ordenar y sistematizar el conjunto de reglas no escritas, derivadas de la costumbre, que
regulaban el funcionamiento del Parlamento inglés, sentando las bases para la elaboración de códigos escritos relativos a los procedimientos
internos parlamentarios. Su obra Táctica de los Congresos Legislativos (An Essay on Political Tactics), fue traducida al francés por Dumont,
en 1816, parlamentario ginebrino quien difundió el texto donde se puede leer: “Orden supone objeto. La táctica pues de los
Congresos políticos es la ciencia que enseña a conducirlos hacia el objeto de
su institución, en fuerza del orden que debe observar en su marcha... Se trata de inconvenientes, de prevenir las dificultades que deben resultar de una grande reunión de hombres llamados á deliberar en común…El bien ó el mal que puede
hacer un congreso depende de dos causas generales. Una, la más obvia y la más poderosa de su composición; la otra es su modo de obrar. De estas dos causas,
la última sola es la que pertenece á nuestro asunto…En un tratado de táctica se
supone un congreso enteramente formado; no se ocupa pues uno, sino de la manera
con que se debe tomar parte en él para conducir sus operaciones”. A casi 200 años de su publicación, los Reglamentos de la enorme mayoría de las asambleas del mundo guardan notable semejanza con el esquema y funciones propuestos por Bentham,
quien se pronunció con detalle sobre temas como la publicidad de los trabajos
del Parlamento y su división en dos asambleas; el orden del día; atribuciones y
funciones del Presidente del Congreso; el proceso legislativo de presentación
de iniciativas, lecturas de los proyectos de ley y ulterior promulgación de
decretos; quórum, sesiones, debates y votaciones. El aporte de Bentham se aprecia desde la misma Asamblea Constituyente Francesa de 1789, cuyos trabajos se
dificultaron por la ausencia de reglas
internas de procedimiento, duplicación de funciones y precipitación en la toma
de decisiones. Dumont apunta que el esquema de Bentham fue
enviado a Mirabeau, quien lo sometió a una Comisión interna, pero hubo rechazo fundado más en cuestiones subjetivas, las que
Dumont atribuyó a Sieyès: “no queremos nada de los ingleses ni debemos imitar a nadie”, frase tal vez exagerada por él, ante la oposición al escrito de Bentham, pues finalmente la
Asamblea francesa aprobó disposiciones internas con el nombre de Reglamento:
conjunto de reglas, -razón práctica y sencilla dado su significado gramatical. Desde entonces, esta facultad de autorregulación
caracteriza a los 196 Congresos o
Parlamentos de hoy día y da forma al sistema de
decisión parlamentaria basado en el principio de mayoría de sufragios, que, por supuesto, también fue la base de los Reglamentos del Congreso Mexicano de 1824, 1898 y 1934, de su actual Ley
Orgánica y la de los Reglamentos de cada Cámara. Ah, el de 1934 está vigente
aún, para de las sesiones de Congreso General, es decir, cuando sesionan juntos
diputados y senadores. Que tal ¿eh?
jueves, 24 de septiembre de 2015
El Congreso Federal y su ordenamiento interior (II)
A partir del original traslado del debate político
al seno del Parlamento, ocurrido primeramente en Inglaterra, los asambleístas
observaron, con singular inteligencia, la necesidad de aplicar técnicas, formas
y estilos de argumentar, como bagaje indispensable para lograr el éxito en sus
intervenciones durante los debates. En este sentido, uno de los íconos parlamentarios
más destacados por su estilo argumentativo fue Single speech Hamilton (Hamilton el del discurso único) quien, sin
ser el único, antecedió con notable agudeza el sentido deliberativo por
excelencia que asumió el Parlamento, como espacio preeminente de expresión y
lucha política desde el siglo XVIII. Su sobrenombre proviene de la admiración
que provocó la pieza oratoria que expresara en la Cámara de los Comunes, en
1755, con la que intervino durante muchas horas en el debate de respuesta al
mensaje de la Corona. A partir de su prolongada experiencia en el Parlamento,
conformó un escrito denominado Lógica
Parlamentaria en el que resumió, en 553 máximas, un conjunto de reglas
prácticas para lograr el triunfo en los debates públicos, basado en la
observación de la oratoria de personajes como Fox, Pitt y Burke. De este
modo, cobró celebridad la figura de Hamilton, como un moderno Maquiavelo del
parlamentarismo y su escrito asumió la categoría de una especie de manual del
parlamentario, que nutrió de manera casi universal, a la hora de debatir, la
conducta política de los integrantes de las asambleas políticas durante el
siglo XIX. Sus notas, curiosamente, permanecieron inéditas y no fueron
publicadas sino hasta 1808, doce años después de su muerte, habiendo sido
condenadas por autores como Bentham, por considerarlas plenas de indiferencia
moral y de cinismo político, como aquellas en las que recomendaba: “Afirmad
la misma cosa de diferentes maneras: cuando censuréis, buscad algo que aprobar;
y cuando aprobéis, buscad algo que censurar. Ceded en un punto de importancia
secundaria. Admitid la proposición y negad la consecuencia”; “Cuando os
favorezca, separad el hecho del argumento; cuando os perjudique, mezclad el
hecho con el argumento”; “Haced pasar lo bueno por lo malo, y viceversa.
Examinad uno por uno con mucho cuidado vuestros puntos fuertes, y tened siempre
en cuenta los prejuicios dominantes”; “Cuando no consigáis convencer, proponeos
deslumbrar acumulando imágenes”; “Cuando no tengáis razón, emplead expresiones
amplias y generales (porque son equívocas), y multiplicad las divisiones y
distinciones hasta lo infinito”; “Algunos argumentos, alguna ironía, alguna
elocuencia: eso es el discurso”; “Recoged la afirmación de vuestro adversario,
manifestad que si es verdadera no cambia en nada la cuestión y demostrad
enseguida que es falsa”; “Mezclad el razonamiento, el sofisma y la elocuencia”. Desde esa
época y más allá de elementos discursivos, a partir de su crítica, la obra de Hamilton
llevó a los legisladores a interesarse por los aspectos más generales relativos
a la normación o reglamentación de la vida interna de las asambleas deliberantes, como las llamó Burke. Seguiremos...
jueves, 17 de septiembre de 2015
El Congreso Federal y su ordenamiento interior (I)
En el contexto del nacimiento y evolución del Estado
moderno, el órgano legislativo -Parlamento si atendemos a la experiencia
europea; Congreso, si a la americana- encontró su lugar a lo largo de varios
siglos, para asentarse firmemente como institución e instrumento político
representativo, innegablemente vinculado al principio de la soberanía popular,
en el que descansa a plenitud. Sin embargo, al referirse al papel que en su
vertiente contemporánea desarrolla el Parlamento o Congreso, diversos autores
han argumentado sobre la paulatina disminución de su influencia y espacio de
acción, al contrastarlo con el desempeño del poder Ejecutivo. En efecto, la
creciente especialización que acusa la administración pública, obligada de suyo
por imperativos técnicos y económicos, que se manifiesta en el creciente
desarrollo del elemento tecnocrático para introducir mayor eficacia y rapidez
en las decisiones, así como la relativamente mayor independencia, extensión y
concentración de atribuciones de que goza, ha llevado, en el extremo, a
categorizar a los cuerpos parlamentarios como simples cámaras de registro de la
voluntad del Ejecutivo, y que los procedimientos internos de las
asambleas políticas, para el conocimiento, estudio y aprobación de leyes que
regulan materias específicas, se avienen “mal” con los de aquel poder, y que
los tiempos y debates que adopta el Legislativo son retardados, tediosos u
obsoletos: he aquí el no bien informado criterio de que se nutre el
antiparlamentarismo. El reflejo de una razón sociológica general como la
anterior, adquiere inevitablemente la necesidad de estudiar su impacto cuando
se exploran los aspectos formales en que el Parlamento fundamenta su proceder.
Por ello, el conocimiento de los órganos legislativos exige un análisis
racional de sus atribuciones, para comprender su papel en el sistema de
equilibrios y contrapesos del Estado. En efecto, el traslado del debate
político al seno de las asambleas políticas, motivó no sólo la acuñación de un
estilo de argumentación a la hora de discutir, sino también la instauración de
un conjunto de reglas mínimas para ordenar las operaciones internas de las
cámaras legislativas. Las normas admitidas constituyeron el ordenamiento parlamentario
(hoy día, Ley o Reglamento, o ambos en el caso mexicano), original y primigenio
objeto de estudio del Derecho Parlamentario, que posteriormente se vio ampliado
para incluir en su campo el estudio de las funciones sustantivas del órgano
legislativo y su interacción con los demás órganos del Estado. Fue el ordenamiento
interior de estos cuerpos político-legislativos el instrumento jurídico que se
construyó, durante casi doscientos años, para regular los procedimientos,
inmunidades y privilegios parlamentarios, en complemento con las normas
constitucionales vigentes de cada época. Por eso, en términos históricos, la
asambleística -o estudio de las asambleas políticas- asume una mayor intensidad
y cercanía con nuestra contemporaneidad, considerada desde el punto de vista de
la estructuración del poder político y del estado de derecho. Seguiremos…
jueves, 10 de septiembre de 2015
Paquete económico 2016
En un contexto económico internacional muy difícil,
sin pronósticos claros pero volátiles, resulta crucial para la economía
nacional las medidas que se contienen en el comúnmente denominado “paquete
económico” 2016, que no es otra cosa sino los ingresos y egresos que debe
autorizar el Congreso Federal. En efecto, el artículo 73 de la Constitución
Federal establece que es atribución del órgano legislativo aprobar, anualmente, el presupuesto de egresos de la
Federación, también conocido como gasto público, con las modificaciones que se
determinen; lo cual supone, obligadamente, la aprobación previa de las
contribuciones (impuestos, derechos, productos y aprovechamientos) con las que
se forman los ingresos federales. La aprobación legislativa también incluye las
erogaciones plurianuales para inversiones en infraestructura, que deberán señalarse
en los siguientes presupuestos de egresos.
La fórmula sigue
siendo la misma, esencialmente, con las modificaciones introducidas en los años
de 2008 y 2014: el presidente de la República hace llegar a la Cámara de
Diputados la formal iniciativa de ley de ingresos y el proyecto de presupuesto
de egresos de la Federación, con fecha límite al día 8 del mes de septiembre; el
secretario de hacienda y crédito público, comparece para explicar a los
legisladores los alcances de los ingresos-egresos propuestos; y, más tardar el
día 15 del mes de noviembre, esa Cámara debe aprobar el mencionado presupuesto
de egresos, considerando que los ingresos ya fueron autorizados. Cada año,
sobre todo cuando inicia una nueva legislatura federal, esta tarea ocupa muchas
horas de discusión en comisiones y de acuerdos entre los grupos parlamentarios
y la secretaría del ramo, porque es claro que la “sábana presupuestal” no
alcanza para todo ni para todos, toda vez que los ingresos provenientes del
petróleo han disminuido, que la moneda nacional se ha devaluado y que el
mercado financiero es presa de la especulación internacional.
Poco a poco, desde
el año 2000, se impusieron restricciones a la otrora discrecionalidad de que
gozaba el Ejecutivo Federal en este campo: ya no existen las partidas secretas
sin registro, y las que se consideraren necesarias, ya no son tan secretas
desde el momento en que se presupuestan y se fiscalizan mediante la cuenta pública,
cuya revisión es anual; sólo se puede ampliar la presentación de los ingresos y
egresos ante la Cámara, mediante solicitud justificada del Ejecutivo que así
apruebe el Legislativo. En este campo, es inevitable el uso de cifras. La
iniciativa presidencial asume que habrá una aceleración económica y, por eso, calcula que el
crecimiento del Producto Interno Bruto será de 2.6 a 3.6%, mayor a lo que
sucede en 2015; y, que el gasto neto total para 2016 será de 4.746 billones de
pesos, es decir, 1.9% menor al autorizado para 2015. Igualmente, se prevé para
2016 una inflación del 3%, un tipo de cambio de 15.9 pesos por dólar, un precio
de 50 dólares por barril de petróleo y una tasa de interés del 4% anual. Ya
veremos… ¿No?
jueves, 3 de septiembre de 2015
¿Parlamento o Congreso?
La existencia de asambleas en las que se discutía
sobre asuntos de interés común puede documentarse desde la antigüedad. La polis
practicó esta forma de reunión pública y célebre es el enjuiciamiento de
Sócrates por una asamblea de ciudadanos atenienses que tenía, entre otras
facultades, el poder de decidir sobre la vida o muerte de un congénere. En la
civitas tuvo una notable institucionalización, al grado de que uno de los
resultados en que se observa el paso de la república al imperio se relaciona
directamente con la decadencia de la asamblea senatorial romana y el ascenso de
gobernantes omnímodos. Desde entonces, las asambleas y los gobernantes
absolutos son personajes políticos que se repelen con mutua dureza y
beligerancia. La noción Parlamento se acuñó en
el siglo XIII, pero su naturaleza cambió a
partir de la revolución inglesa de 1688,
cuando el viejo Parlamento asumió un moderno plusvalor político con el ascenso
de las asambleas legislativas al plano de la apropiación colegiada del poder
público, reconfigurando su antigua
función de consejería en un nuevo espacio político, en el que irrumpió exigiendo representatividad
expresada en el traslado del debate de la cosa pública al seno del Parlamento o “lugar donde se discute”. Así, se
constituyó en el recinto de la soberanía y, a finales
del siglo XVIII, pero sobre todo en el XIX, el edificio parlamentario cobró una
presencia urbana significativa en las ciudades capitales occidentales: primero
en Inglaterra, cien años después en Francia y, diez años antes que en ésta, del
otro lado del océano adoptó el nombre de “Congreso” al establecerse la confederación pactada por las
trece colonias americanas. En este continente, bajo formas unicamerales o
bicamerales, las maneras congresionales llegaron para quedarse sin mayor
problema en los Estados Unidos de América; y en la América hispanizada, a
consecuencia de los procesos independentistas, en calidad de laboratorios
ideológicos que ensayaron formas de estado y de gobierno, pagando el precio de
sus prácticas constitucionales con la moneda parlamentaria más cara: la
disolución de Congresos. Parlamentos y Congresos
forman parte del equipamiento cultural urbano. Nuestro
país encuadra en esta situación. En
periodos que van de unos días a decenas de años, el Congreso mexicano ocupó edificios viejos y nuevos,
casas de adobe, parroquias, iglesias y teatros. De las calles de Rayón y
Victoria en la ciudad de Zitácuaro, al Palacio Legislativo de San Lázaro, 25 son los inmuebles que fueron utilizados o
construidos como sedes formales (16 durante la independencia y 9 a partir de 1822). Actualmente, a los sujetos
estatales que tienen a su cargo la función de producir legislación, se les denomina: “Parlamento”
en el régimen de gobierno parlamentario, y “Congreso” en el presidencial, aunque
por funcionalidad, organización y relaciones con los demás poderes del Estado,
se acepta el término “Parlamento” como expresión genérica que alude a las
Asambleas políticas en que reside el Poder Legislativo. Saludos a la nueva
Legislatura Federal, para que esté a la altura de las necesidades de la Nación.
jueves, 27 de agosto de 2015
Sistemas electorales II
El sistema
electoral mexicano es, como antes señalamos, un sistema
mixto con predominante mayoritario, que combina el escrutinio
mayoritario relativo (MR) y el de representación proporcional (RP), que
técnicamente nunca se mezclan o combinan, más bien se yuxtaponen; es decir,
conviven uno al lado del otro, por la necesidad política de respetar el voto de
las mayorías y, a la vez, la representación de las minorías. La tesis es que se
intenta tener la imagen más fiel de los gobernados que votan, para lo cual se
busca un sistema
electoral que dé cuenta de la regla de las mayorías y garantice la pluralidad
de opiniones, con el fin de testimoniar hasta el máximo la libertad de los
ciudadanos; empero, el sistema no busca eliminar la distinción entre
gobernantes y gobernados, a no ser durante los instantes en que personalmente
se ejerce el voto, porque mientras se cruza la boleta electoral y se deposita
en la urna, el ciudadano actúa en nombre y por cuenta del Estado en un plano de
coordinación política. Cuando sólo se usa el sistema mayoritario, para lograr
la mayor votación y legitimidad, se ha ideado la segunda vuelta: si entre varias
opciones nadie obtiene la mitad más uno, los dos candidatos de mayor votación
compiten en una segunda elección, para que exista una posibilidad de gobierno en
una sociedad pluripartidista, lo que ha dado lugar al dicho de que en la
primera vuelta se vota “por” y en la segunda “contra”: en la primera vuelta se elige,
en la segunda se elimina. Dado que el sistema mayoritario tiene deformaciones,
el de representación proporcional busca dar a cada partido un mandato acorde a
su fuerza numérica, de modo que, sobre todo, las asambleas políticas sean un
microcosmos de los representados. Por ello, esta opción hace uso de métodos
matemáticos para lograr la mejor representación proporcional, que nunca son
matemáticamente perfectos. En efecto, la matemática electoral ha recurrido a
variados métodos: cociente electoral, procedimiento del divisor, D’Hondt, media
más alta, resto mayor, resto menor y otros. Pero los principios mayoritarios y
los proporcionalistas son, esencialmente, los extremos de una lógica electoral
cuyos límites son difusos y que se oponen antes que complementarse. Sabedores
de estas condiciones irreductibles, teóricos y políticos tienen que aceptar
defectos de representación que nunca se resuelven, pero que sí se atenúan, en
los diversos sistemas mayoritarios, proporcionales o mixtos. La explicación es
muy sencilla: aún no es posible “matematizar” la voluntad política, individual
o colectiva. De ahí que Cotteret y Emeri digan que en el sistema electoral
mixto “el legislador procede como un barman para un coctel: un dedo de
representación proporcional y dos dedos de escrutinio mayoritario, o viceversa.
En los dos casos, el inventor está a menudo más satisfecho de su mezcla que el
consumidor-elector”. Por tal razón, estos autores asumen una subclasificación
de los sistemas mixtos: el dominante mayoritario, el dominante proporcional y
el equilibrado, que significan algo así como tres formas de cocteles. Así las
cosas, brindemos. Salud.
jueves, 20 de agosto de 2015
¿Constituciones inconstitucionales?
Dos de los
elementos de interpretación constitucional que se utilizan cuando dos o más
disposiciones de una constitución parecen contradecirse, son los siguientes: 1)
La premisa mayor de que la constitución no es inconstitucional; y, 2) La
premisa menor de que, en caso de contradicción entre dos normas
constitucionales, a una de ellas se le da el trato de regla general, y a la
segunda el de regla especial, en cuyo caso primará la regla especial. Así es
como se resuelven las denominadas contradicciones o “antinomias”, para lo cual
se prescriben métodos de interpretación como el gramatical, el sistemático y el
funcional. En la interpretación gramatical, también denominada literal o
declarativa, con apego al uso del lenguaje y a sus reglas morfológicas,
sintácticas y ortográficas, se busca el significado “puro” de las palabras, del modo como puede consultarse en los
diccionarios de la lengua o los de naturaleza técnica o especializada
(diccionarios jurídicos). Con la interpretación sistemática se procede a la
correlación o concordancia de los preceptos “contradictorios” con los restantes del cuerpo constitucional,
incorporando los elementos lógico (armonía) e histórico (origen). Y, por su parte, en la
interpretación funcional el examen de la disposición “contradictoria” se
efectúa a la luz del objeto de la ley, es decir, de la finalidad que persigue
en su conjunto, reglamentado en disposiciones generales (genéricas o amplias),
especiales (específicas o concretas) y accesorias (transitorias) que integran
el todo normativo, estimando que, en todo caso, deben prevalecer los derechos
otorgados a las personas, garantizar su pleno respeto y evitar interpretaciones
que restrinjan su libre ejercicio. ¿Cómo, entonces, pueden darse preceptos
constitucionales, calificados de inconstitucionales? Pues resulta que, en
Estados Unidos, de triunfar Donald Trump, y de aprobarse la barbaridad que
propone de reformar la 14 Enmienda de la Constitución Americana, que data de
1868, se negaría la ciudadanía estadounidense a las personas nacidas en los
Estados Unidos, como clara medida dedicada fundamentalmente a inmigrantes y a
sus hijos, que el conservadurismo del Partido Republicano considera “nocivas”.
¿Y por qué sería inconstitucional una medida de tal calibre? Por dos razones:
Una, porque toda constitución tiene como propósito fundamental, en términos
gramaticales y sistemáticos, pero sobre todo funcionales, proteger a las
personas que nacen en el territorio de un Estado-Nación; y, segunda, porque las
constituciones, de acuerdo con el garantismo en boga, no otorgan derechos sino
que los reconocen, dado que los derechos humanos son consustanciales a la
persona y anteriores a cualquier texto normativo, de modo que el “ius soli” o derecho
por lugar de nacimiento que establece la nacionalidad o vínculo de la persona
con el Estado, es una verdad jurídica preconstitucional, que las constituciones
acaban reconociendo y protegiendo. Lo de Trump ya no es sólo ignorancia o
racismo, sino estupidez pura y llana que ahora hace posible imaginar una
constitución anticonstitucional. ¡Vaya absurdo!
jueves, 13 de agosto de 2015
Sistemas electorales
Las elecciones
son inherentes a la democracia. La historia electoral, internacional o
doméstica, ha fundamentado de manera fáctica la circunstancia de que, desde el
siglo XVIII, paulatinamente, las elecciones se erigen en la mejor forma de
facilitar la transferencia del poder. Al admitirse casi de manera indiscutible
este aserto, queda claro por qué los sistemas electorales se diseñan para
cumplir dos funciones: una, técnica, para que los principios y la aritmética
involucrada nos den una representación lo más “exacta” posible de los electores
en los órgano del Estado; y una función política, para otorgar legitimidad al ejercicio
del poder. Por eso, los sistemas electorales se conciben como elementos inseparables
de la democracia representativa. Sin embargo, el asunto de la “exactitud” no es
un asunto fácil ante la pluralidad de las opiniones de los ciudadanos. En
efecto, si la democracia tiene como instrumento la elección, la pluralidad
tiene como supuesto la demografía. Es decir, a mayor demografía mayor
pluralidad política, y aquí es donde surge el debate sobre cuál es el mejor
sistema electoral, o sea, el que mejor refleje la doble circunstancia de toda
democracia representativa: por un lado, el reconocimiento de la decisión de las
mayorías; por otro, la posibilidad de representación de las minorías. La
premisa es que una sociedad es la suma de mayorías y minorías dado que el
consenso (consentimiento de la totalidad) es más bien un tipo ideal que una
realidad.
Ahora bien, tres
son los tipos de escrutinios en que se fundan los sistemas electorales: 1) El
mayoritario, donde no necesariamente se requiere alcanzar la mitad más uno del
universo de votos, sino sólo que el candidato ganador obtenga más votos que los
otros; esto es, se gana con una mayoría relativa; 2) El proporcionalista o de
representación proporcional, en el que a cada partido político se le da un
número de escaños o legisladores atendiendo a su porcentaje de votación; y, 3)
El mixto, que combina el escrutinio mayoritario y el de representación proporcional
(RP). El mixto es el sistema que priva en nuestro país, tanto en los órdenes
federal y estatal, como en el municipal. Así, como sabemos, los Ejecutivos de
estos órdenes de gobierno son elegidos conforme al principio de mayoría
relativa (MR); en tanto que los legisladores son electos conforme a los dos
principios (300 de MR y 200 RP en la Cámara de Diputados; y 96 de MR y 32 RP en
el Senado). En los municipios, el presidente y el síndico son electos por MR, y
los demás ediles por RP. Separados, cada sistema tiene sesgos o inconvenientes
de representación, que se buscan atenuar combinándolos, de manera igualitaria o
predominante. El sistema electoral mexicano es, entonces, un sistema mixto con
predominante mayoritario, al que desde esta última elección de 2015 habrá que
sumarle las particularidades de las candidaturas independientes y las
candidaturas con paridad de género. En efecto, el tema electoral es complicado,
porque nuestra sociedad es cada vez más compleja y plural. ¿Sí o no?
jueves, 6 de agosto de 2015
Ley y poder
Tanto en el
Derecho como en la Política, consideradas como teoría y campo de estudio,
respectivamente, de la ley y el poder, hay tradiciones. Una de ellas es la de
que el derecho es, simplemente, una forma de expresión del poder y, por tanto,
un instrumento de él. Otra forma de concebir la relación es que el derecho es
la condición de la existencia del poder o el límite del mismo. Teorías más,
teorías menos, nadie ha podido resolver a cabalidad si el poder prima sobre la
norma o, al contrario, la norma prima sobre el poder. Y esto tiene una
explicación, al menos de orden factual: la praxis que resulta de la teoría
jurídica y de la teoría política siempre entran en tensión, en indisposición o,
de plano, en colisión.
En la vida,
cotidiana o excepcional, siempre se pueden encontrar ejemplos de aplicación o
instrumentación de supuestos jurídicos que se cumplen; pero también el caso de
presiones de sujetos que detentan una fuerza materialmente extrajurídica, que
modifican o impiden la aplicación de la ley. La realidad de estas dos formas
extremas se ha manifestado a lo largo de la historia, así de los hechos como de
las ideas: con predominio del poder extrajurídico sobre la norma legislada en
el ámbito fáctico; e, inversamente, con predominio de la legislación sobre el
poder arbitrario en el ámbito de las ideas.
Pero el mundo ha
cambiado y con ello las teorías. La contraposición arriba anotada ha existido
desde la antigüedad hasta principios del siglo XX. En esos 2400 años, contados
a partir del 500 a. C., la población pasó de 100 millones habitantes en todo el
mundo, a 1,650 millones en el año 1900. La ONU calcula que la población mundial
en el año 2015 es de 7,325 millones, y sigue creciendo. No hay ninguna duda que
la población es el campo humano sobre el que se despliegan las manifestaciones
de la ley y del poder. Por eso, tampoco hay duda que el debate que anotamos ha
tomado derroteros de enorme necesidad: ¿Quién puede pensar en controlar a esa
inmensa población sólo con la práctica del poder y no con la del derecho?
Juristas y
politólogos han acuñado la expresión “poder reglado”, para aludir a la
concepción de que a toda expresión de fuerza de mando sobre las personas y las
cosas, le viene bien su sujeción al cauce previsto en cuerpos legales
autorizados por asambleas políticas, representativas de la soberanía popular
constituida por personas con derechos políticos. Los más de 7 mil millones que
somos en el mundo conformamos una portentosa soberanía mundial, dividida, empero,
en poco menos de 200 sub-soberanías, que eso son los 196 países del mundo que, con
diferente éxito, cuentan con una organización política en la que existen
congresos o parlamentos que han constitucionalizado (al menos en 194) o dado
formato jurídico a derechos humanos y al acotamiento de la actuación de la
autoridad. Dicho de otro modo, la teoría y praxis en boga se inclina por el
poder reglado. Bien ¿o no?
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