jueves, 29 de enero de 2015

Fiscalía o Procuraduría: ¿Cambio de nombre?


Por supuesto que no. La diferencia va más allá de lo meramente nominal; y, antes bien, el cambio es conceptual, lo cual significa esencialmente que la expresión “Procuraduría” responde a una versión jurídica y penal distinta de la versión de la que surge el concepto “Fiscalía”. Implica un cambio de paradigma que, por supuesto, nace de la misma constitución federal, donde tendrá arraigo un nuevo ente orgánico responsable de la función ministerial, inmerso en el contexto del denominado nuevo sistema de justicia penal y seguridad pública en México, instaurado en 2008, y por el que se modificaron diez artículos de nuestra Ley Fundamental: del 16 al 22, el 73 (fracciones XXI y XXIII), 115 (fracción VII) y 123 (Apartado B, fracción XIII), con un límite máximo de ocho años (2016) para su instrumentación en el ámbito procesal penal acusatorio, y otro no mayor de tres años (2011) por el que se implementó el sistema de reinserción social. Por eso, defensores públicos, ministerios públicos, jueces y litigantes, deberán ocuparse de aprender lo más rápido posible, porque realmente en México, después de diciembre de 1929, nadie había practicado o intervenido en juicios de sistemática acusatoria, oral y adversarial –que vienen siendo sus tres características básicas–, hasta ahora con las nuevas reformas que, desde 2008, actualizaron la necesidad de capacitar a los aproximadamente seis mil ministerios públicos, cuatrocientos mil policías y treinta mil jueces de los órdenes federal, estatal y municipal del país, volumen estimado en esa fecha, para superar la sima de la curva de aprendizaje que, al parecer, habremos de pasar durante cuatro a ocho años. La novedosa secuela procesal, predominantemente acusatoria, tiene un “ingreso” marcado por la actuación previa de la instrucción que hace el juez de control, a partir del material narrativo y probatorio originalmente integrado por el fiscal que conoce de la denuncia presentada por la víctima u ofendido del delito, así como por una “salida” caracterizada por una sentencia condenatoria de quienes resultan culpables, cuya ejecución es cuidada por un juez con esa denominación (juez de ejecución). Pues bien, en el espacio que existe entre el “ingreso” y la “salida” penales, contienden por sus derechos o su inocencia, según el caso, las partes (víctima u ofendido vs. imputado), cuya igualdad procesal para acusar-defender, da el punto de inflexión que distingue, esencialmente, al nuevo derecho procesal penal de cuño acusatorio. Es en este contexto que el Fiscal juega un papel cualitativamente diferente al de la figura de Procurador que sustituye. Ahora tiene autonomía constitucional respecto del Titular del Poder Ejecutivo; y, como propósito del Fiscal, la ley enfatiza la efectiva reparación del daño causado y la protección de los derechos de la víctima; a su vez, rendirá anualmente un informe de actividades ante los poderes Legislativo y Ejecutivo del Estado; además, intervendrá en los juicios que afecten a quienes las leyes otorguen especial protección; y, con la publicación, el 5 de marzo de 2014, del Código Nacional de Procedimientos Penales, la Fiscalía funcionará conforme un conjunto de nuevas normas en la investigación, procesamiento y sanción de los delitos cometidos en el territorio nacional que sean competencia de los órganos jurisdiccionales locales y federales. Diferente ¿verdad?

jueves, 22 de enero de 2015

¿Ejecutivo, Legislativo o Judicial?


Para la teoría político-jurídica actual resulta consistente señalar que, como forma de estado, una nación es federal o centralista y que, como forma de gobierno, es monarquía o república. Por supuesto, puede -y de hecho sucede- que se dé un entrecruce de estas formas, de manera que no estamos ante cosas “buenas” o “malas” por sí mismas, sino frente a posibilidades de construcción normativa de realidades sociales específicas: la “idiosincrasia”, la “historia” o el “ethos” de una sociedad concreta y determinada, trae consigo formas correlativas de asumir una organización política propia. Además, estas formalidades y materialidades adoptan relaciones de poder con mayores o menores equilibrios, o con mayores o menores predominancias. Es el caso que, por ejemplo, en un sistema político (monárquico, republicano, central o federal), puede prevalecer la fuerza del Ejecutivo o del Parlamento y, entonces, se habla genéricamente de presidencialismo o de parlamentarismo para significar los “ismos” dominantes. Pero siempre detrás de esto se alude a la famosa división o colaboración de poderes, para lograr establecer pesos y contrapesos suficientes entre el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial, que son las tres funciones en que se divide, para su ejercicio, el Estado. De modo que los “poderes”, por más que se les nombre así, no son poderes en plural, sino funciones o manifestaciones de un solo poder: el Poder Público o Poder del Estado, formalmente indivisible e impenetrable; aunque no podemos olvidar que en un Estado pueden habitar dos o más naciones o, a la inversa, una sola nación puede estar porcionada en varios Estados independientes entre sí. En este sentido, constituciones y asambleas políticas son premisas casi universales en el discurso reformista de las sociedades políticas del mundo actual, y conforman el territorio de estudio en el que se perfila la efectividad o inefectividad del funcionamiento de las instituciones republicanas o monárquicas, centralistas o federalistas, democráticas o autoritarias; en atención al grado de democracia real existente o no: eficiencia vs corrupción; elecciones libres vs. elecciones manipuladas; gobiernos pluripartidistas vs. gobiernos monopartidistas. Así, se dice que la constitucionalización de figuras parlamentarias es una alternativa para contrapesar el imperio y dominio de los ejecutivos actuales, a los que por estas características se les atribuye la consecuencia de un “mal” gobierno. En México, en los últimos quince años se pide, en editoriales y artículos especializados, la adopción del sistema de gabinete con el fin de acotar la presencia político-jurídica de que actualmente gozan los Ejecutivos federal y estatales para designar a los Secretarios de Estado, porque se deduce que de un congreso sin mayorías (como el que hemos vivido en el orden federal, justo en los últimos quince años), la negociación parlamentaria hará surgir un gabinete plural y, por tanto, automáticamente “autónomo” y “equilibrado”; cuando todas las experiencias recientes resultantes de decisiones pluripartidistas, demuestran que esta idea “parcelaria” del poder resulta poco efectiva, porque se centran en la idea de disminuir la capacidad del Ejecutivo, cuando de lo que se trata es de aumentar la fuerza o facultades del Legislativo y el Judicial, para producir contrapesos efectivos y mejores de reglas de interrelación: Aniquilarse no; colaborar sí.

 

jueves, 15 de enero de 2015

La Elección como ejercicio de Rendición de Cuentas


La rendición de cuentas del poder político legítimo frente al poder social que constituye su fuente originaria, se estima actualmente como una forma obligatoria y sancionatoria que involucra a la sociedad política, la sociedad civil y a los organismos autónomos revisores, que en opinión de autores como Schedler u O´Donell se reflejan en la conocida democratización seglar de los procedimientos electorales, en la adopción amplia de ejercicios de democracia participativa como el plebiscito, referéndum, iniciativa popular y revocación del mandato, o en la creación política y el impulso normativo de instituciones autónomas distintas de las que característicamente forman el poder estatal (ejecutivo, legislativo y judicial) y el municipal, para entablar equilibrios revisores de la acción pública y aperturar mecanismos de contraloría social en favor de los ciudadanos respecto de las instituciones políticas tradicionales. Así, considerada en su más amplio sentido, la rendición de cuentas, como uno de los elementos torales del quid de la democracia, vivirá en este año –y todo parece indicar que con intensidad- una toma de cuentas en su vertiente comicial, porque se pondrán en fase de prueba las nuevas reglas electorales aplicables a los procesos electorales federal y de las entidades federativas. En efecto, se van a elegir, el próximo 7 de junio, diputados federales en toda la República, y gobernadores, diputados locales y ediles en Baja California Sur, Campeche, Chiapas –en ésta el 19 de junio-, Colima, Distrito Federal, Estado de México, Guanajuato, Guerrero, Jalisco, Michoacán, Morelos, Nuevo León, Querétaro, San Luis Potosí, Tabasco, Sonora y Yucatán, para una suma global de 2,159 cargos políticos de elección popular: 500 diputaciones federales, 9 gubernaturas y 641 diputaciones en 17 entidades; 993 alcaldías en 16 estados; y 16 jefaturas delegaciones en el Distrito Federal. Como sabemos, a las entidades federativas les fueron extraídas atribuciones en esta materia para concentrarlas en el Instituto Nacional Electoral (INE) y en el Tribunal Federal Electoral, con intervención del Senado de la República, conforme al diseño constitucional y legal aprobado tanto por el Constituyente Permanente Federal como por el Congreso de la Unión, abandonándose el método de la codificación utilizado anteriormente –ojalá sea por razones de técnica legislativa y jurídica, y no por un mero ejercicio de diferenciación fundada en la multiplicación nominativa de cuerpos legales- y se decidió por la elaboración de ordenamientos formalmente separados, aunque con evidente y estrecha relación de orden sustantivo e instrumental: Ley General de Instituciones y Procedimientos Electorales, Ley Federal de Consulta Popular, Ley General del Sistema de Medios de Impugnación en Materia Electoral, Ley General de Partidos Políticos y Ley General en Materia de Delitos Electorales. Además, el INE debe aplicar 11 reglamentos, 3 acuerdos, 2 estatutos y 1 código que, entre otras cosas, regulan sus comisiones internas, sesiones del consejo general y de las juntas locales y distritales, contraloría general, firma electrónica, fiscalización, procedimientos sancionadores, funcionamiento administrativo, quejas y denuncias, radio y televisión, y todo lo demás que la imaginación normativa tenga a bien más adelante. Un verdadero océano de disposiciones. ¿Qué le parece? … ¡Suerte!

jueves, 8 de enero de 2015

¿Elección o Insaculación?


Las recientes 32 rondas que los diez de los once integrantes de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (el ministro Valls falleció en diciembre), tuvieron que desahogar para elegir a su ministro presidente -cuyo nombramiento recayó en Luis María Aguilar Morales-, mostraron no sólo la escisión interna de ese órgano jurisdiccional, sino sobre todo el impasse en que cualquier colectivo, por muy pequeño que sea, puede caer por la falta de una normativa clara que preserve la funcionalidad o la estructuración de las instituciones. Clásicamente, toda “institución” se forma, al menos, de tres elementos: personas; edificaciones; y normas; que cobran notable valor cuando se trata de órganos políticos entre los que se distribuye el poder del Estado, como el ejecutivo, el legislativo y el judicial (con su órgano superior de 11 ministros), y en los que, en particular, uno de esos elementos –las normas- adquieren importancia capital. En efecto, desde fines del siglo XVIII, Bentham, codificador consumado y filósofo del utilitarismo inglés, autor de “Tácticas de los Congresos Legislativos”, primer tratado de derecho parlamentario ubicado en la lógica del constitucionalismo occidental, quien abordó temas sobre el debate libre y público de cuerpos políticos numerosos y la teoría de la decisión parlamentaria fundada en la votación mediante la regla de la mayoría, decía: “Si pudiéramos formar puntualmente la historia de muchos cuerpos políticos, veríamos que uno se conservó y otro se destruyó por la única diferencia en sus modos de deliberar y obrar”. Pues bien, la Corte fue, en el hoy, un escenario del ayer, porque a manera de laboratorio reprodujo los defectos de ausencia de normas específicas para evitar votaciones al infinito, cuando, como en el caso, se mantiene el empate entre dos aspirantes que, más bien, parecían contrincantes. Así fue como se tuvo un espectáculo público que dio lugar a suspicacias respecto de: intereses personales en juego, porque era evidente que los dos aspirantes/contrincantes votaban por ellos mismos, so pena de perder la elección interna; facción o partido, porque los adeptos de uno y otro se mantuvieron así durante 31 rondas; división interna entre diez seres humanos que responden, como cualquier persona, a su propia psicología e intenciones individuales o de grupo; y disenso, que no es otra circunstancia que la falta de acuerdo previo para resolver diferencias, evitar el toma todo y convenir la mejor solución dialogada, para mostrar y demostrar que en instituciones como la Corte, que se presume formada por profesionales más que maduros, expertos en su oficio y experimentados en la resolución de conflictos o controversias –que eso es lo que se resuelve en todo juicio al emitir sentencia- la unidad es un privilegio institucional. Hace 2,500 años, los sabios griegos antiguos, utilizaban el doble método de elección e insaculación para elegir a los titulares de las magistraturas: primero, elección; y después sorteo. ¿No habrá alguna pequeña posibilidad de que la Corte, órgano constitucional a la vez humano y, por tanto, falible, modifique sus normas y establezca, como lo hacían los griegos, que después de un cierto número de rondas de votación (3-4), proceda la insaculación, o sea, sortear a los aspirantes para que en el tribunal máximo de todos los mexicanos, dador de justicia, se garantice la funcionalidad institucional? O, entonces ¿por qué se habla de operación cicatriz?