Durante el siglo XIX, los extremos entre los ideales
educativos y las condiciones reales eran abismales: la posibilidad de encarnar
las ideas de Rousseau y los enciclopedistas rompía lanzas con la brutal
carencia de maestros, alumnos e infraestructura material, que terminó
reflejándose en la magra y humilde implantación del método lancasteriano de enseñanza.
Y aunque durante la mayor parte de ese siglo, la instrucción profesional –como
se le denominaba entonces a la actual educación superior– no recibió una
atención uniforme, la necesidad de su existencia se mantuvo intramuros en
colegios de varios Estados de la República, encontrando cauce en el difícil
debate público en que se vio inmersa y entre los órganos y leyes educativas que
se implantaron, hasta cristalizar con la presentación del proyecto de
Universidad Nacional que Justo Sierra impulsó en 1881 y, después, con su
creación el 22 de septiembre de 1910. Para el siglo XX nadie ponía en duda ya
el imperativo educativo ni sus implicaciones como política pública fundamental.
Por ejemplo, Cano, en “La Acción Cultural y Educativa de México” estima que el
presupuesto federal destinado a la educación tuvo un rango de 4.5% a 6.7% entre
1868 y 1910; entre 1910 y 1914 llegó a 9.8%; cayó en los años inmediatos a la
lucha armada; y, empezó su recuperación en 1920 (4.9%). En 1921 el gasto era de
12.9%, en 1922 de 15%, a partir de 1930 se mantuvo en dos cifras y, con algunos
altibajos, llegó a superar el 20% anual entre 1961 y 1971. Para darnos una idea
de la magnitud del desarrollo del fenómeno educativo en el nivel superior,
podemos comentar que José Díaz Covarrubias, en su libro “La Instrucción Pública
en México”, publicado en 1875, registró, en el orden nacional,
un total de 54 escuelas de instrucción preparatoria y profesional, de las
cuales, por cierto, cuatro se localizaban en Veracruz: la de Estudios
Preparatorios, la de Jurisprudencia, la de Medicina y el Conservatorio de
Música. De entonces a la fecha, en el nivel de la educación superior se da un
desarrollo sostenido de las instituciones públicas y, a partir de 1940, el
acento repara singularmente sobre las de naturaleza privada, observándose en
las últimas décadas del siglo pasado un vertiginoso crecimiento de ambos tipos
de instituciones educativas. Mendoza,
en su “Transición de la Educación Superior Contemporánea en México”, apunta que
en 1980, pasado un siglo desde Covarrubias, existían 230 instituciones
de educación superior en el país, entre públicas y privadas, con una matrícula
de 811,300 alumnos. Sólo cuatro años después, el número de instituciones subió
a 279, de las cuales 154 eran públicas y 125 privadas, que hacia 1985,
conjuntamente, representaban una matrícula de 1’123,700 alumnos. En 1999 había
un total de 1,250 escuelas de educación superior (515 públicas y 735 privadas),
con una matrícula de más de 1’800,000 alumnos, de los que el 27% (500,000
alumnos), eran atendidos por las instituciones privadas. En Veracruz, para el
mismo año se registró la existencia de 96 instituciones de educación superior:
35 públicas y 61 privadas... Seguiremos.
jueves, 29 de octubre de 2015
jueves, 22 de octubre de 2015
Educación Superior Pública y Privada (I)
Toda planificación educativa, nacional o subnacional,
se sustenta en valores, metodologías y fines que se desprenden de la función
social que cumple toda intervención educativa, y de acciones específicas de
organización del proceso educativo y métodos de enseñanza. En México, la educación
se ha beneficiado de las políticas públicas de la federación y las entidades
federativas; y su impacto positivo en la población se ha logrado por la
colaboración de instituciones públicas y privadas. Desde el siglo XVI y por más
de trescientos años vivimos el trasplante y acriollamiento de instituciones que
desde el inicio del periodo colonial actuaron en el ámbito de la difusión del
conocimiento y de las ideas, que encontraban su premisa
social en el derrotero sociopolítico y características económicas que privaron
en ese periodo, resultante de un proceso de conquista que precisaba de la mano
de obra de los pobladores originales, para dedicarla a las actividades
económicamente productivas de entonces: agricultura, minería y comercio; y la
Iglesia era la principal promotora de la enseñanza de las ciencias de entonces
-teología, jurisprudencia y artes. De hecho, son franciscanos, dominicos y
jesuitas, a quienes Vasconcelos llama “precursores de todo lo que entre
nosotros es cultura”, quienes, con el impacto de la imprenta, impulsaron
acciones de fines universitarios “para que se lean las facultades que se suelen
leer en las otras universidades y enseñar, sobre todo, teología y artes”, lo
que culminó, en 1551, con la Real Cédula que creó la Real y Pontificia
Universidad de México, y su inauguración el 25 de enero de 1553, si bien su
carácter de “Real y Pontificia” le fue otorgado formalmente hasta la bula papal
de Clemente VIII, en 1595. Marsiske afirma que la universidad tuvo,
predominantemente, una población española, criolla o peninsular y que sus
dimensiones variaron a lo largo de los siglos coloniales, bajo una tendencia
general de crecimiento. En el siglo XIX, con la independencia, el naciente gobierno
mexicano afrontó problemas de reconocimiento internacional inherentes a su
nuevo status de país independiente, los relacionados con la fuerte deuda
exterior y una variedad de conflictos armados internos; y la educación, aunque
no encabezaba las prioridades, despertaba la atención de políticos y pensadores
que deseaban clarificar el tipo de ciudadano socialmente más útil a la nueva
nación. José María Luis Mora, uno de los más representativos hombres del
pensamiento liberal e ideólogo de la independencia, fustigaba en 1824 que “nada
es más importante para el estado que la instrucción de la juventud”. La incipiente vida
nacional, cruzada por el choque entre liberales y conservadores, afectó las
posibilidades de planeación educativa en todos los niveles. Por eso podemos
decir que si del siglo XVI al XVIII la educación superior fue
impulsada por instituciones y colegios clericales, con notable independencia
del gobierno virreinal; en el XIX se discutió su importancia orgánica como
actividad política de Estado y, por tanto, la necesidad de estructurar su
funcionamiento mediante la expedición de leyes públicas. Seguiremos.
jueves, 15 de octubre de 2015
Indicadores sociales e investigación
Tradicionalmente,
escuchamos en los espacios académicos, sobre todo en la fase terminal de
estudios de licenciatura o posgrado, en el ámbito de las disciplinas sociales,
que el candidato a licenciado, maestro o doctor, adhiere a tal o cual teoría y
que su metodología será “cualitativa”, queriendo significar su oposición a una
metodología “cuantitativa”. Y, al interrogar al tesista, encontramos que lo que
quiere decir es, simplemente, que no va a utilizar números o estadísticas, es
decir, indicadores. Abunda, en general, en las disciplinas sociales, la
confusión de que los números, los datos estadísticos y los indicadores son lo
mismo, porque no se tiene el conocimiento sobre la elaboración de éstos últimos
a partir de datos que agrupan generalidades numéricas: conteos, volúmenes o
totales brutos, para el cifrado de tasas, razones e índices. Ésta no es una
condición que aqueja a todas las ciencias sociales. Por ejemplo, la economía,
la demografía y la sociología hace buen tiempo que han sabido recopilar información
empírica, para dimensionar los fenómenos bajo estudio, y construir indicadores
sólidos de uso normal hoy día: eso son el producto interno bruto, la tasa de
crecimiento poblacional o los índices de pobreza o marginalidad. Ahora bien, en
otras, como en la ciencia jurídica, el criterio de certidumbre depende de dos
elementos: uno formal, que refiere a la creación legislativa; y otro material,
que atiende a la realidad, es decir, a la normalidad de los eventos o sucesos
que se presentan en los colectivos humanos y de los que se infiere ha surgido
una práctica social (no sólo un mero uso o hábito), que al exteriorizarse hace
que una disposición pierda vigencia, pierda facticidad o se demande la
existencia de un dispositivo regulador. Así, sabemos que las leyes pueden ser
vigentes pero no acatadas, vigentes pero no aplicadas, vigentes pero ser
totalmente desconocidas; porque el Derecho se constituye no sólo por normas,
sino por conductas y comportamientos, aunque no todos los comportamientos y
relaciones sociales sean jurídicos.
Verbigracia,
aquí en Veracruz tenemos una Ley contra el Ruido (publicada el 20 de octubre de
1942) que nadie acata o de la que nadie pide su cumplimiento; tenemos una Ley
de Aranceles para el cobro de servicios notariales absolutamente rebasada por
la realidad de los acuerdos consensuales necesarios entre notario público y
cliente; y otras más. ¿Qué tienen en común esos ordenamientos de materias tan
diversas?: Sanciones, multas y manejo monetario obsoleto; alusión o invocación
de autoridades o disposiciones ahora inexistentes; total desconexión con la
realidad actual. ¿Y por qué han permanecido vigentes cuerpos normativos que
resultan inaplicables por su notable obsolescencia? Sencillamente, por la falta
de indicadores cercanos a la realidad, que den paso a proposiciones cualitativas,
porque si la realidad modifica la norma, la norma también aspira a modificar la
normalidad. El criterio fundamental está en la lectura objetiva de los
indicadores de la realidad. ¿O no?
jueves, 8 de octubre de 2015
Justicia Social
Durante casi dos mil quinientos años se ha escrito y
discutido mucho sobre la noción de Justicia. Desde el diálogo “La República o
de lo Justo” de Platón o la “Ética Nicomaquea” de Aristóteles, a los escritos
de “Ética” de Spinoza o “Crítica de la razón práctica” de Kant, hasta llegar a
los de “¿Qué es la Justicia?” de Kelsen y “Teoría de la Justicia” de Rawls,
toda la tinta que ha corrido indica que el tema es sustantivo y polémico. En
todos ellos se abordan los conceptos sobre el Bien y la Justicia, así como la
distinción entre “lo bueno” y “lo malo”. Originalmente, el tema se desarrolló
en el ámbito de la filosofía y se especializó en el campo de la Ética, pero ha
pasado al campo de la Política fundamentalmente a través de los pensadores del
liberalismo, en el sentido de ejercicio recíproco de libertades e igualdad de
derechos en su más amplio significado jurídico-político. Debido a que el
pensamiento y la cultura, así como el arte y la ciencia, son el resultado de un
proceso histórico-social, crítico y acumulativo, que implica numerosas
generaciones en una larguísima duración, el concepto de Justicia tiene hoy día
mayor complejidad y aplicación en el terreno social. A esto se debe que
actualmente sea común escuchar la expresión Justicia Social. Con mucho, es a
Rawls a quien más se le debe la solidez de ese vocablo compuesto, porque sitúa,
como objeto primario de la Justicia, tres elementos: (1) La estructura básica
de la sociedad, (2) La cooperación social y (3) La imparcialidad. Por tanto,
dice este autor, las instituciones sociales no solamente deben ser ordenadas y
eficientes, sino justas, en la medida en que distribuyen, protegen y preservan
los derechos y deberes fundamentales de las personas. Una sociedad justa,
entonces, es una empresa o tarea cooperativa en atención a la identidad o
conflicto de intereses que suceden en ella: “la cooperación social hace posible
para todos una vida mejor de la que pudiera tener cada uno si viviera
únicamente con sus propios esfuerzos”. Por eso, en toda sociedad, concebida
como un sistema de cooperación social, no es el criterio utilitarista de “lo
que más conviene a unos” lo que puede servir para la estabilidad colectiva; por
el contrario, es el acuerdo o posición original (el contrato social) que se
logra al convenir una distribución y asignación de derechos y obligaciones, del
cual depende la preservación de toda sociedad, porque se acuerdan: (1) Reglas
básicas de obediencia voluntaria, (2) La creación de instituciones
estabilizadoras que resuelvan y prevengan las infracciones a esas reglas y (3)
El mantenimiento del orden social, para lograr expectativas de vida,
oportunidades económicas y condiciones de igualdad, evitando que las instituciones
de una sociedad determinada incurran en desigualdades, es decir, favoreciendo unas
posiciones frente a otras. Rawls supone, entonces, que las personas somos seres
racionales, con fines propios y comunes, capaces de un sentido de Justicia y,
por tanto, nos concibe como seres morales congruentes con la idea de
reciprocidad implícita en el funcionamiento de toda sociedad. O sea, todos
sabemos cuándo hacemos algo bueno o algo malo. ¿O no?
jueves, 1 de octubre de 2015
El Congreso Federal y su ordenamiento interior (III y último)
Bentham, jurisconsulto inglés, parlamentario de
larga trayectoria, fue el impulsor original de la técnica de codificación normativa, para ordenar y sistematizar el conjunto de reglas no escritas, derivadas de la costumbre, que
regulaban el funcionamiento del Parlamento inglés, sentando las bases para la elaboración de códigos escritos relativos a los procedimientos
internos parlamentarios. Su obra Táctica de los Congresos Legislativos (An Essay on Political Tactics), fue traducida al francés por Dumont,
en 1816, parlamentario ginebrino quien difundió el texto donde se puede leer: “Orden supone objeto. La táctica pues de los
Congresos políticos es la ciencia que enseña a conducirlos hacia el objeto de
su institución, en fuerza del orden que debe observar en su marcha... Se trata de inconvenientes, de prevenir las dificultades que deben resultar de una grande reunión de hombres llamados á deliberar en común…El bien ó el mal que puede
hacer un congreso depende de dos causas generales. Una, la más obvia y la más poderosa de su composición; la otra es su modo de obrar. De estas dos causas,
la última sola es la que pertenece á nuestro asunto…En un tratado de táctica se
supone un congreso enteramente formado; no se ocupa pues uno, sino de la manera
con que se debe tomar parte en él para conducir sus operaciones”. A casi 200 años de su publicación, los Reglamentos de la enorme mayoría de las asambleas del mundo guardan notable semejanza con el esquema y funciones propuestos por Bentham,
quien se pronunció con detalle sobre temas como la publicidad de los trabajos
del Parlamento y su división en dos asambleas; el orden del día; atribuciones y
funciones del Presidente del Congreso; el proceso legislativo de presentación
de iniciativas, lecturas de los proyectos de ley y ulterior promulgación de
decretos; quórum, sesiones, debates y votaciones. El aporte de Bentham se aprecia desde la misma Asamblea Constituyente Francesa de 1789, cuyos trabajos se
dificultaron por la ausencia de reglas
internas de procedimiento, duplicación de funciones y precipitación en la toma
de decisiones. Dumont apunta que el esquema de Bentham fue
enviado a Mirabeau, quien lo sometió a una Comisión interna, pero hubo rechazo fundado más en cuestiones subjetivas, las que
Dumont atribuyó a Sieyès: “no queremos nada de los ingleses ni debemos imitar a nadie”, frase tal vez exagerada por él, ante la oposición al escrito de Bentham, pues finalmente la
Asamblea francesa aprobó disposiciones internas con el nombre de Reglamento:
conjunto de reglas, -razón práctica y sencilla dado su significado gramatical. Desde entonces, esta facultad de autorregulación
caracteriza a los 196 Congresos o
Parlamentos de hoy día y da forma al sistema de
decisión parlamentaria basado en el principio de mayoría de sufragios, que, por supuesto, también fue la base de los Reglamentos del Congreso Mexicano de 1824, 1898 y 1934, de su actual Ley
Orgánica y la de los Reglamentos de cada Cámara. Ah, el de 1934 está vigente
aún, para de las sesiones de Congreso General, es decir, cuando sesionan juntos
diputados y senadores. Que tal ¿eh?
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