jueves, 29 de octubre de 2015

Educación Superior Pública y Privada (II)


Durante el siglo XIX, los extremos entre los ideales educativos y las condiciones reales eran abismales: la posibilidad de encarnar las ideas de Rousseau y los enciclopedistas rompía lanzas con la brutal carencia de maestros, alumnos e infraestructura material, que terminó reflejándose en la magra y humilde implantación del método lancasteriano de enseñanza. Y aunque durante la mayor parte de ese siglo, la instrucción profesional –como se le denominaba entonces a la actual educación superior– no recibió una atención uniforme, la necesidad de su existencia se mantuvo intramuros en colegios de varios Estados de la República, encontrando cauce en el difícil debate público en que se vio inmersa y entre los órganos y leyes educativas que se implantaron, hasta cristalizar con la presentación del proyecto de Universidad Nacional que Justo Sierra impulsó en 1881 y, después, con su creación el 22 de septiembre de 1910. Para el siglo XX nadie ponía en duda ya el imperativo educativo ni sus implicaciones como política pública fundamental. Por ejemplo, Cano, en “La Acción Cultural y Educativa de México” estima que el presupuesto federal destinado a la educación tuvo un rango de 4.5% a 6.7% entre 1868 y 1910; entre 1910 y 1914 llegó a 9.8%; cayó en los años inmediatos a la lucha armada; y, empezó su recuperación en 1920 (4.9%). En 1921 el gasto era de 12.9%, en 1922 de 15%, a partir de 1930 se mantuvo en dos cifras y, con algunos altibajos, llegó a superar el 20% anual entre 1961 y 1971. Para darnos una idea de la magnitud del desarrollo del fenómeno educativo en el nivel superior, podemos comentar que José Díaz Covarrubias, en su libro “La Instrucción Pública en México”, publicado en 1875, registró, en el orden nacional, un total de 54 escuelas de instrucción preparatoria y profesional, de las cuales, por cierto, cuatro se localizaban en Veracruz: la de Estudios Preparatorios, la de Jurisprudencia, la de Medicina y el Conservatorio de Música. De entonces a la fecha, en el nivel de la educación superior se da un desarrollo sostenido de las instituciones públicas y, a partir de 1940, el acento repara singularmente sobre las de naturaleza privada, observándose en las últimas décadas del siglo pasado un vertiginoso crecimiento de ambos tipos de instituciones educativas. Mendoza, en su “Transición de la Educación Superior Contemporánea en México”, apunta que en 1980, pasado un siglo desde Covarrubias, existían 230 instituciones de educación superior en el país, entre públicas y privadas, con una matrícula de 811,300 alumnos. Sólo cuatro años después, el número de instituciones subió a 279, de las cuales 154 eran públicas y 125 privadas, que hacia 1985, conjuntamente, representaban una matrícula de 1’123,700 alumnos. En 1999 había un total de 1,250 escuelas de educación superior (515 públicas y 735 privadas), con una matrícula de más de 1’800,000 alumnos, de los que el 27% (500,000 alumnos), eran atendidos por las instituciones privadas. En Veracruz, para el mismo año se registró la existencia de 96 instituciones de educación superior: 35 públicas y 61 privadas... Seguiremos.

jueves, 22 de octubre de 2015

Educación Superior Pública y Privada (I)


Toda planificación educativa, nacional o subnacional, se sustenta en valores, metodologías y fines que se desprenden de la función social que cumple toda intervención educativa, y de acciones específicas de organización del proceso educativo y métodos de enseñanza. En México, la educación se ha beneficiado de las políticas públicas de la federación y las entidades federativas; y su impacto positivo en la población se ha logrado por la colaboración de instituciones públicas y privadas. Desde el siglo XVI y por más de trescientos años vivimos el trasplante y acriollamiento de instituciones que desde el inicio del periodo colonial actuaron en el ámbito de la difusión del conocimiento y de las ideas, que encontraban su premisa social en el derrotero sociopolítico y características económicas que privaron en ese periodo, resultante de un proceso de conquista que precisaba de la mano de obra de los pobladores originales, para dedicarla a las actividades económicamente productivas de entonces: agricultura, minería y comercio; y la Iglesia era la principal promotora de la enseñanza de las ciencias de entonces -teología, jurisprudencia y artes. De hecho, son franciscanos, dominicos y jesuitas, a quienes Vasconcelos llama “precursores de todo lo que entre nosotros es cultura”, quienes, con el impacto de la imprenta, impulsaron acciones de fines universitarios “para que se lean las facultades que se suelen leer en las otras universidades y enseñar, sobre todo, teología y artes”, lo que culminó, en 1551, con la Real Cédula que creó la Real y Pontificia Universidad de México, y su inauguración el 25 de enero de 1553, si bien su carácter de “Real y Pontificia” le fue otorgado formalmente hasta la bula papal de Clemente VIII, en 1595. Marsiske afirma que la universidad tuvo, predominantemente, una población española, criolla o peninsular y que sus dimensiones variaron a lo largo de los siglos coloniales, bajo una tendencia general de crecimiento. En el siglo XIX, con la independencia, el naciente gobierno mexicano afrontó problemas de reconocimiento internacional inherentes a su nuevo status de país independiente, los relacionados con la fuerte deuda exterior y una variedad de conflictos armados internos; y la educación, aunque no encabezaba las prioridades, despertaba la atención de políticos y pensadores que deseaban clarificar el tipo de ciudadano socialmente más útil a la nueva nación. José María Luis Mora, uno de los más representativos hombres del pensamiento liberal e ideólogo de la independencia, fustigaba en 1824 que “nada es más importante para el estado que la instrucción de la juventud”. La incipiente vida nacional, cruzada por el choque entre liberales y conservadores, afectó las posibilidades de planeación educativa en todos los niveles. Por eso podemos decir que si del siglo XVI al XVIII la educación superior fue impulsada por instituciones y colegios clericales, con notable independencia del gobierno virreinal; en el XIX se discutió su importancia orgánica como actividad política de Estado y, por tanto, la necesidad de estructurar su funcionamiento mediante la expedición de leyes públicas. Seguiremos.

jueves, 15 de octubre de 2015

Indicadores sociales e investigación


Tradicionalmente, escuchamos en los espacios académicos, sobre todo en la fase terminal de estudios de licenciatura o posgrado, en el ámbito de las disciplinas sociales, que el candidato a licenciado, maestro o doctor, adhiere a tal o cual teoría y que su metodología será “cualitativa”, queriendo significar su oposición a una metodología “cuantitativa”. Y, al interrogar al tesista, encontramos que lo que quiere decir es, simplemente, que no va a utilizar números o estadísticas, es decir, indicadores. Abunda, en general, en las disciplinas sociales, la confusión de que los números, los datos estadísticos y los indicadores son lo mismo, porque no se tiene el conocimiento sobre la elaboración de éstos últimos a partir de datos que agrupan generalidades numéricas: conteos, volúmenes o totales brutos, para el cifrado de tasas, razones e índices. Ésta no es una condición que aqueja a todas las ciencias sociales. Por ejemplo, la economía, la demografía y la sociología hace buen tiempo que han sabido recopilar información empírica, para dimensionar los fenómenos bajo estudio, y construir indicadores sólidos de uso normal hoy día: eso son el producto interno bruto, la tasa de crecimiento poblacional o los índices de pobreza o marginalidad. Ahora bien, en otras, como en la ciencia jurídica, el criterio de certidumbre depende de dos elementos: uno formal, que refiere a la creación legislativa; y otro material, que atiende a la realidad, es decir, a la normalidad de los eventos o sucesos que se presentan en los colectivos humanos y de los que se infiere ha surgido una práctica social (no sólo un mero uso o hábito), que al exteriorizarse hace que una disposición pierda vigencia, pierda facticidad o se demande la existencia de un dispositivo regulador. Así, sabemos que las leyes pueden ser vigentes pero no acatadas, vigentes pero no aplicadas, vigentes pero ser totalmente desconocidas; porque el Derecho se constituye no sólo por normas, sino por conductas y comportamientos, aunque no todos los comportamientos y relaciones sociales sean jurídicos.

Verbigracia, aquí en Veracruz tenemos una Ley contra el Ruido (publicada el 20 de octubre de 1942) que nadie acata o de la que nadie pide su cumplimiento; tenemos una Ley de Aranceles para el cobro de servicios notariales absolutamente rebasada por la realidad de los acuerdos consensuales necesarios entre notario público y cliente; y otras más. ¿Qué tienen en común esos ordenamientos de materias tan diversas?: Sanciones, multas y manejo monetario obsoleto; alusión o invocación de autoridades o disposiciones ahora inexistentes; total desconexión con la realidad actual. ¿Y por qué han permanecido vigentes cuerpos normativos que resultan inaplicables por su notable obsolescencia? Sencillamente, por la falta de indicadores cercanos a la realidad, que den paso a proposiciones cualitativas, porque si la realidad modifica la norma, la norma también aspira a modificar la normalidad. El criterio fundamental está en la lectura objetiva de los indicadores de la realidad. ¿O no?

jueves, 8 de octubre de 2015

Justicia Social


Durante casi dos mil quinientos años se ha escrito y discutido mucho sobre la noción de Justicia. Desde el diálogo “La República o de lo Justo” de Platón o la “Ética Nicomaquea” de Aristóteles, a los escritos de “Ética” de Spinoza o “Crítica de la razón práctica” de Kant, hasta llegar a los de “¿Qué es la Justicia?” de Kelsen y “Teoría de la Justicia” de Rawls, toda la tinta que ha corrido indica que el tema es sustantivo y polémico. En todos ellos se abordan los conceptos sobre el Bien y la Justicia, así como la distinción entre “lo bueno” y “lo malo”. Originalmente, el tema se desarrolló en el ámbito de la filosofía y se especializó en el campo de la Ética, pero ha pasado al campo de la Política fundamentalmente a través de los pensadores del liberalismo, en el sentido de ejercicio recíproco de libertades e igualdad de derechos en su más amplio significado jurídico-político. Debido a que el pensamiento y la cultura, así como el arte y la ciencia, son el resultado de un proceso histórico-social, crítico y acumulativo, que implica numerosas generaciones en una larguísima duración, el concepto de Justicia tiene hoy día mayor complejidad y aplicación en el terreno social. A esto se debe que actualmente sea común escuchar la expresión Justicia Social. Con mucho, es a Rawls a quien más se le debe la solidez de ese vocablo compuesto, porque sitúa, como objeto primario de la Justicia, tres elementos: (1) La estructura básica de la sociedad, (2) La cooperación social y (3) La imparcialidad. Por tanto, dice este autor, las instituciones sociales no solamente deben ser ordenadas y eficientes, sino justas, en la medida en que distribuyen, protegen y preservan los derechos y deberes fundamentales de las personas. Una sociedad justa, entonces, es una empresa o tarea cooperativa en atención a la identidad o conflicto de intereses que suceden en ella: “la cooperación social hace posible para todos una vida mejor de la que pudiera tener cada uno si viviera únicamente con sus propios esfuerzos”. Por eso, en toda sociedad, concebida como un sistema de cooperación social, no es el criterio utilitarista de “lo que más conviene a unos” lo que puede servir para la estabilidad colectiva; por el contrario, es el acuerdo o posición original (el contrato social) que se logra al convenir una distribución y asignación de derechos y obligaciones, del cual depende la preservación de toda sociedad, porque se acuerdan: (1) Reglas básicas de obediencia voluntaria, (2) La creación de instituciones estabilizadoras que resuelvan y prevengan las infracciones a esas reglas y (3) El mantenimiento del orden social, para lograr expectativas de vida, oportunidades económicas y condiciones de igualdad, evitando que las instituciones de una sociedad determinada incurran en desigualdades, es decir, favoreciendo unas posiciones frente a otras. Rawls supone, entonces, que las personas somos seres racionales, con fines propios y comunes, capaces de un sentido de Justicia y, por tanto, nos concibe como seres morales congruentes con la idea de reciprocidad implícita en el funcionamiento de toda sociedad. O sea, todos sabemos cuándo hacemos algo bueno o algo malo. ¿O no?

jueves, 1 de octubre de 2015

El Congreso Federal y su ordenamiento interior (III y último)


Bentham, jurisconsulto inglés, parlamentario de larga trayectoria, fue el impulsor original de la técnica de codificación normativa, para ordenar y sistematizar el conjunto de reglas no escritas, derivadas de la costumbre, que regulaban el funcionamiento del Parlamento inglés, sentando las bases para la elaboración de códigos escritos relativos a los procedimientos internos parlamentarios. Su obra Táctica de los Congresos Legislativos (An Essay on Political Tactics), fue traducida al francés por Dumont, en 1816, parlamentario ginebrino quien difundió el texto donde se puede leer: “Orden supone objeto. La táctica pues de los Congresos políticos es la ciencia que enseña a conducirlos hacia el objeto de su institución, en fuerza del orden que debe observar en su marcha... Se trata de inconvenientes, de prevenir las dificultades que deben resultar de una grande reunión de hombres llamados á deliberar en común…El bien ó el mal que puede hacer un congreso depende de dos causas generales. Una, la más obvia y la más poderosa de su composición; la otra es su modo de obrar. De estas dos causas, la última sola es la que pertenece á nuestro asunto…En un tratado de táctica se supone un congreso enteramente formado; no se ocupa pues uno, sino de la manera con que se debe tomar parte en él para conducir sus operaciones. A casi 200 años de su publicación, los Reglamentos de la enorme mayoría de las asambleas del mundo guardan notable semejanza con el esquema y funciones propuestos por Bentham, quien se pronunció con detalle sobre temas como la publicidad de los trabajos del Parlamento y su división en dos asambleas; el orden del día; atribuciones y funciones del Presidente del Congreso; el proceso legislativo de presentación de iniciativas, lecturas de los proyectos de ley y ulterior promulgación de decretos; quórum, sesiones, debates y votaciones. El aporte de Bentham se aprecia desde la misma Asamblea Constituyente Francesa de 1789, cuyos trabajos se dificultaron por la ausencia de reglas internas de procedimiento, duplicación de funciones y precipitación en la toma de decisiones. Dumont apunta que el esquema de Bentham fue enviado a Mirabeau, quien lo sometió a una Comisión interna, pero hubo rechazo fundado más en cuestiones subjetivas, las que Dumont atribuyó a Sieyès: “no queremos nada de los ingleses ni debemos imitar a nadie”, frase tal vez exagerada por él, ante la oposición al escrito de Bentham, pues finalmente la Asamblea francesa aprobó disposiciones internas con el nombre de Reglamento: conjunto de reglas, -razón práctica y sencilla dado su significado gramatical. Desde entonces, esta facultad de autorregulación caracteriza a los 196 Congresos o Parlamentos de hoy día y da forma al sistema de decisión parlamentaria basado en el principio de mayoría de sufragios, que, por supuesto, también fue la base de los Reglamentos del Congreso Mexicano de 1824, 1898 y 1934, de su actual Ley Orgánica y la de los Reglamentos de cada Cámara. Ah, el de 1934 está vigente aún, para de las sesiones de Congreso General, es decir, cuando sesionan juntos diputados y senadores. Que tal ¿eh?