jueves, 27 de octubre de 2016

En los orígenes del Parlamento


No obstante que los primeros elementos de inicial actuación de asambleas nos remontan a la antigüedad clásica, y se relacionan con la función de éstas en las sociedades griega y romana, es plausible afirmar que los antecedentes del Parlamento, como institución a cargo de embrionarias funciones legislativas y presupuestarias, se da en la alta Edad Media, a partir de la conjugación de pragmatismo y necesidad realizada sólo en el medioevo occidental, que se desarrolla y enriquece durante el Renacimiento, implicándose plenamente -primero en conflicto, luego como parte integrada al todo- en el fenómeno de consolidación del Estado Moderno. Por supuesto, el término Parlamento nos remite a la asamblea política que tomó tal denominación en Inglaterra, cuyo origen se remonta a la segunda mitad del siglo XI, durante el reinado de Guillermo, Duque de Normandía, con quien Inglaterra se consolida como un estado política y administrativamente centralizado en el poder absoluto del monarca, quien establece el Consejo o Curia Regis, institución de derivación normanda, cuyo símil en la tradición anglosajona recibía el nombre de Witenagemont, presidido por el Rey, que tenía la función de prestarle consejo respecto de asuntos de Estado.

A lo largo de cuatro siglos, el Consejo evolucionó para consolidar funciones que le hicieron asumir las características de Parlamento en sentido moderno, recibiendo ese nombre desde el siglo XIII: “lugar donde se discute”. En el contexto histórico del conflicto seglar entre la Corona y el Parlamento, fue hacia el siglo XVIII que esa relación se significó por una mayor estabilidad, no libre de intentos de corromper a los parlamentarios, en razón de claros intereses económicos que adquirían expresión política cuando se materializaba la aprobación de disposiciones, particularmente de carácter tributario, desarrollándose durante este siglo el Consejo de Gabinete que iniciaran los hannoverianos. De esta suerte, empezó a combinarse el liderazgo de la Cámara de los Comunes con la dirección del Ejecutivo, que originalmente desarrollara Walpole, prácticamente el primero de los Ministros de Gran Bretaña, y con quien se adoptaron una serie de prácticas constitucionales, continuadas por William Pitt, que políticamente resultaron en una posibilidad efectiva de gobernar sólo cuando los Ministros contaban con el apoyo del Parlamento.

Por eso es posible decir que, desde la perspectiva de la institución parlamentaria, la historia política inglesa se ha caracterizado por la lucha de poder, primero, entre la Corona y la nobleza, después entre la Corona y las comunas y, finalmente, entre la Corona y los partidos. Y hoy por hoy, no obstante la formalidad de una estructura bicameral, se puede afirmar que en Inglaterra el parlamento real lo constituye la Cámara de los Comunes, como espacio representativo de lucha resultante de una competencia política fundamentalmente bipartidista, que expresa, históricamente, la originaria alianza de nobles y burgueses para hacer valer sus intereses y limitar el poder monarcal. Empero, el significado de los hechos históricos ocurridos no puede ser comprendido a cabalidad sin al menos mencionar al liberalismo, como uno de los principales fundamentos filosófico-políticos que se constituyó en valladar contra el pensamiento absolutista erigido en defensa del poder monarcal. Seguiremos.

jueves, 20 de octubre de 2016

De congresos y parlamentos


Hoy día, en sentido estricto, el Parlamentarismo es una fórmula constitucional moderna que asume la normal connotación de sistema político en que el gobierno surge del Parlamento y se subordina a él. Pero más allá de las funciones de esta institución y su contribución, como órgano del Estado, a la caracterización de un régimen político puro, que por supuesto admite variantes, el parlamentarismo adquiere el significado amplio de representar un esfuerzo teórico-práctico por conjuntar los aportes de diferentes ciencias sociales e integrar una disciplina para estudiar, tanto en su aspecto formal como material, al poder legislativo –así conocido en la teoría clásica–, que se objetiva en el desempeño interno y externo de las asambleas políticas o cuerpos representativos en los que se deposita esta función estatal. Si la denominación Parlamento se liga con el régimen de gobierno parlamentario, y la de Congreso con el presidencial, en términos de legitimación, funcionalidad, organización y relaciones con los demás poderes del Estado, se acepta comúnmente el término Parlamento como expresión genérica que alude a las Asambleas en que reside el poder legislativo.

En efecto, en el contexto del nacimiento y evolución del Estado moderno, el órgano legislativo –Parlamento si atendemos a la experiencia europea; Congreso, si a la americana– encuentra su lugar a lo largo de varios siglos, para asentarse firmemente como institución e instrumento político representativo, innegablemente vinculado al principio de soberanía popular, en el que descansa a plenitud. Sin embargo, al referirse al papel que en su vertiente contemporánea desarrolla el Parlamento, diversos autores han argumentado sobre la paulatina disminución de su influencia y espacio de acción, al contrastarlo con el desempeño del Poder Ejecutivo. Ciertamente, la creciente especialización que acusa la administración pública, obligada de suyo por imperativos técnicos y económicos, que se manifiesta en el creciente desarrollo del elemento tecnocrático para introducir mayor eficacia y rapidez en las decisiones, así como la relativamente mayor independencia, extensión y concentración de atribuciones de que goza, ha llevado, en el extremo, a categorizar a los cuerpos parlamentarios como simples cámaras de registro de la voluntad del Ejecutivo. De este modo, casi mecánicamente se afirma que los procedimientos internos empleados por las asambleas políticas, para el conocimiento, estudio y aprobación de leyes que regulan materias específicas, se avienen “mal” con los de aquel poder, pues los tiempos y debates que adopta el Legislativo son considerados retardados, tediosos u obsoletos: he aquí el no bien informado criterio de que se nutre el antiparlamentarismo. El reflejo de una razón sociológica general como la anterior, adquiere inevitablemente la necesidad de estudiar su impacto cuando se exploran los aspectos formales en que el Parlamento fundamenta su proceder. Por ello, el conocimiento de los órganos legislativos exige un análisis racional de sus atribuciones, que requiere partir del examen típico y comparado de las reglas que dan base a la actuación de los congresos o parlamentos, integrados por asambleas políticas representativas, deliberantes, legislativas, fiscalizadoras y gestoras, para comprender su papel y su redimensionamiento en el sistema de equilibrios y contrapesos del Estado contemporáneo. Esperemos.

jueves, 13 de octubre de 2016

Agenda Legislativa, Gobernabilidad y Gobernación


La agenda legislativa es la programación de los diversos trabajos congresionales que nacen de la relación entre los poderes legislativo y ejecutivo, cuyas líneas principales son: a) la presentación y recepción de iniciativas; b) el turno a comisiones y elaboración de dictámenes; c) puntos de acuerdo, pronunciamientos y declaraciones; d) el informe de gobierno y las comparecencias de los secretarios del despacho; e) la aprobación del presupuesto (ingresos y egresos) que integran la hacienda pública; y, f) la aprobación de los ingresos de los ayuntamientos. Es por ello que la agenda legislativa es un concepto básico de organización parlamentaria que contribuye a la gobernabilidad, porque representa la forma lógica en que una asamblea legislativa organiza sus trabajos, conforme a las funciones clásicas de los diputados: a) legislativa: aprobación de leyes y decretos; b) representación: conforme a los principios de mayoría relativa y representación proporcional; c) presupuestaria: aprobación de ingresos y egresos; d) control: fiscalización-informe del resultado-cuenta pública; y, e) gestión: informe anual a sus electores. En efecto, la teoría y praxis político-parlamentaria atribuye a los congresos o parlamentos el ejercicio de estas funciones internas, que se reflejan externamente en sus relaciones con el ejecutivo.

Por su parte, la gobernabilidad es un concepto político que refiere a la acción de gobierno con sujeción al cumplimiento de tres características: eficacia (consecución de los fines políticos o sociales planteados), legitimidad (actuación conforme al principio de legalidad), y estabilidad (equilibrio entre la acción política y el fin social). Camou dice que la responsabilidad por mantener condiciones adecuadas de gobernabilidad no es una cuestión que recae, de manera unilateral, en el gobierno o en la sociedad, dado que gobierno y oposición, partidos y organizaciones ciudadanas, han de comprometerse de manera conjunta a la hora de mantener un nivel aceptable de gobernabilidad. A esto se debe que Aguilar Villanueva diga que la gobernación es la capacidad directiva de los gobiernos, medida por su relación con los ciudadanos a los que gobiernan, con legitimación de cargo y actuación, y con capacidad y eficacia directiva.

Aunque la gobernabilidad y la gobernación atañen al poder público y a la sociedad, en sentido estricto se ha utilizado para referirse a la legitimidad, estabilidad y eficacia con que se conduce el poder ejecutivo y los titulares de los diversos ramos de la administración pública. Por eso se dice que: a) el poder legislativo gobierna aprobando, enmendando o rechazando iniciativas con proyectos de ley o de decreto; en tanto que el poder ejecutivo gobierna proponiendo nuevas leyes y reformas legales, y aplicándolas a través de la prestación de los servicios públicos; b) el poder judicial gobierna resolviendo controversias y sentenciando con apego a las leyes aprobadas por el poder legislativo; y, c) que los organismos autónomos de estado gobiernan transparentando y fiscalizando los actos o procedimientos que ejecutan los poderes legislativo y ejecutivo. Así que la gobernabilidad ejecutiva pasa necesariamente por la agenda legislativa y, por ello, la gobernabilidad y la gobernación requieren, fundamentalmente, de la colaboración entre los poderes legislativo y ejecutivo. Sin duda.

jueves, 6 de octubre de 2016

Datos Personales

Comúnmente, encontramos en la profusión de medios de comunicación colectiva, escritos o electrónicos, contenidos que van desde el tráfico de información de millones de datos personales integrados en padrones, cuentas bancarias o tarjetas de crédito, hasta las notas, imágenes, opiniones o grabaciones, que refieren a conversaciones privadas o a situaciones de la vida personal -sentimental, emocional, intelectual o laboral- de personas, actualizando una de las características sociales de mayor consumo hoy día que es la difusión ilegal de información personal o privada, obtenida de fuentes ya anónimas ya identificables. Estas formas de difusión “noticiosa” tienen en común que hay un “algo” privado que se ha vuelto público, y que ese “algo” privado se forma por datos de personas. Contra el manejo indiscriminado de los datos privados, el Estado protege constitucionalmente a las personas, tanto en ordenamientos federales como estatales, que hace ilícito volver pública la información privada de cualquier persona, porque se violentan derechos humanos fundamentales para la convivencia social, conculcando la seguridad individual o produciendo acciones de discriminación, entre lo más señalado. Esto implica que datos personales como nombre, dirección, teléfono particular y laboral, correo electrónico, ocupación, lugar de trabajo, así como los que se registran como consecuencia de la participación o involucramiento en actividades y procedimientos (por ejemplo, de evaluación, concurso o examen de cualquier tipo) en los que está en suerte el conocimiento o valoración de alguno o varios de los atributos de la personalidad humana (verbigracia: imagen, voz, pensamiento, escritura, capacidades físicas o intelectuales), deben ser confidenciales, en tanto no sean las propias personas actoras las que autoricen la publicidad de sus datos privados. El principio subyacente es el de que nadie tiene derecho a violar nuestra intimidad personal y familiar, derecho humano establecido en la Constitución de Veracruz desde el año 2000, cuyo artículo 6 así lo prevé, y que se conecta con el Primer Capítulo del Título Primero de nuestra Carta Magna, denominado “Derechos Humanos”. El derecho a la intimidad personal y familiar se traduce, en suma, en la confidencialidad de nuestros datos personales, como derecho de toda persona por la simple circunstancia de haber nacido, y las leyes no hacen más que reconocerlo, dado que la hipótesis constitucional supone la existencia de un “quantum” intuitiva y racionalmente propio de todos los seres humanos, de naturaleza biopsicosocial, donde lo “social” es lo que tradicionalmente se vuelve “jurídico” cuando interviene el Estado en uso de su potestad legislativa, mientras que lo “bio” y lo “psico” no habían seguido esa suerte, hasta este tiempo en que el Derecho vuelve la vista a principios teóricos y filosóficos provenientes de la Psicología Social y de la Filosofía Moral. Indiscutiblemente, en el curso de los últimos 200 años lo privado se hizo público y, una vez que lo público abarcó literalmente todos los espacios de la vida, se hizo esencial proteger el honor, la intimidad personal y familiar, así como la dignidad de saber que, situados en el campo de lo cotidiano y colectivo, se necesita guarecer el sentido vital de nuestra individualidad, mediante leyes que protejan los datos personales y las acciones materiales en que esté en juego el disfrute de este derecho humano fundamental. Bien.