jueves, 25 de agosto de 2016

Facultad reglamentaria


Tradicionalmente, tanto en la teoría jurídica como en la práctica judicial se denomina “facultad reglamentaria” a la capacidad de los depositarios del poder ejecutivo, federal o estatales, para emitir y publicar los ordenamientos que reglamentan (1) la materia de una ley o (2) la organización –es decir, la estructura– y funcionamiento –o sea, las atribuciones– de una dependencia u órgano administrativo.

De ahí el muy conocido nombre de “reglamento”, por tratarse sencillamente de un conjunto de reglas. En la constitución federal, la facultad reglamentaria se desprende del contenido del artículo 89, fracción I, que determina la facultad del Presidente de la República de “Promulgar y ejecutar las leyes que expida el Congreso de la Unión, proveyendo en la esfera administrativa a su exacta observancia”, estimándose que el reglamento es el instrumento con el cual se posibilita la emisión de normas que, con mayor detalle y especificidad, “desmenuzan” las disposiciones de una ley, con el fin de evitar dudas o interpretaciones al momento de su aplicación en situaciones concretas y específicas.

Aunque la facultad reglamentaria se ha extendido también a los organismos autónomos del Estado –entes públicos no ubicados en la esfera de ninguno de los tres poderes clásicos, como el INE, la CNDH y otros–, de orden constitucional o legal, federales o estatales, la naturaleza del reglamento sigue siendo la misma en la doctrina y en la jurisprudencia, en el sentido de que es un dispositivo que deriva de la ley que reglamenta, detallando sus hipótesis y los supuestos normativos para su posterior aplicación. En forma sencilla, lo anterior significa que la ley determina el qué, quién, dónde y cuándo (de una situación jurídica general), y el reglamento el cómo (de esos supuestos jurídicos). Por tanto, el reglamento tiene por función complementar a la ley y, en estricto sentido, es un acto formalmente administrativo que implica una manifestación unilateral de voluntad; pero, a la vez, se identifica, materialmente, con la ley porque, en forma análoga a un acto legislativo de ese orden, crea, modifica o extingue situaciones jurídicas generales.

Sempé dice que únicamente debe ser materia de ley, lo que en estricto sentido corresponde fijar al legislador, y dejar al reglamento las disposiciones que desarrollan lo que de manera general se estableció en la ley, dado que ésta debe contener disposiciones abstractas e impersonales, sin llegar a pormenores. Asimismo, el Pleno de la Suprema Corte ha resuelto que a las leyes no corresponde regular cuestiones pormenorizadas. La finalidad del reglamento es tomar el mandato previsto por la ley y desarrollarlo, concretizándolo cuando sea necesario, para hacer efectivos sus mandatos. En resumen, el reglamento es un cuerpo normativo producto de potestad del Ejecutivo, o de un organismo público o ente autónomo, autorizados por la Constitución (entiéndase, el Constituyente Originario o el Permanente) o por la legislación ordinaria (el Poder Legislativo) para emitir disposiciones que complementen normativamente, de manera exacta y detallada, una concreta y específica ley aprobada (orgánica, de comportamiento o mixta). A eso se debe que en el orden federal existen 295 ordenamientos con rango de ley, pero 536 con rango reglamentario. Buen dato ¿No?

jueves, 18 de agosto de 2016

Derecho Parlamentario


El conocimiento de los órganos legislativos supone siempre un análisis racional de sus atribuciones, para comprender su papel en el sistema de equilibrios y contrapesos del Estado contemporáneo. En nuestro tiempo, el Derecho Parlamentario constituye un campo del Derecho Constitucional que atiende al estudio del ordenamiento interno de los Parlamentos o Congresos, de sus funciones sustantivas y de sus relaciones con los demás poderes estatales, para conformar una rama que, paulatinamente, ha ido escalando mayores niveles de especialización en el estudio de las asambleas deliberantes consideradas como fenómeno político-jurídico. Inicialmente, esta materia se objetivó en la creación y existencia de reglamentos asambleísticos -muy anteriores a los reglamentos administrativos o ejecutivos de hoy día- en obligada atención al traslado del debate político al seno de las asambleas políticas de antaño, que motivó no sólo la acuñación de un estilo de argumentación a la hora de discutir, sino también la instauración de un conjunto de reglas mínimas para ordenar las operaciones internas de las cámaras legislativas. Las normas admitidas constituyeron el reglamento parlamentario, original y primigenio objeto de estudio del Derecho Parlamentario, y fue en Inglaterra, a partir del traslado del debate político al seno del Parlamento, donde por primera vez sus integrantes observaron, con singular inteligencia, la necesidad de aplicar técnicas, formas y estilos de argumentar, como bagaje indispensable para lograr el éxito en sus intervenciones durante los debates. Uno de sus máximos exponentes fue “single speech Hamilton” -Hamilton, el del discurso único- sobrenombre que proviene de la admiración que provocó la pieza oratoria que expresara en la Cámara de los Comunes, en 1755, con la que intervino durante horas en el debate de respuesta en contra del mensaje de la Corona, de cuya prolongada experiencia en el Parlamento resultó su Lógica Parlamentaria, escrito de 553 máximas o reglas prácticas para lograr el triunfo en los debates públicos. A partir de su crítica, los legisladores de la época se interesaron por aspectos más generales relativos a la normación de la vida interna de las asambleas deliberantes, hasta llegar a la integración de un conjunto de reglas básicas como mínimum necesario para el adecuado funcionamiento interno de las asambleas legislativas, contenido en la obra de Bentham (Táctica de los Congresos Legislativos), impulsor original de la técnica de codificación normativa, que ordenó y sistematizó el conjunto de reglas no escritas, derivadas de la costumbre, que regulaban el funcionamiento del Parlamento inglés. Su texto, difundido por Dumont, dio lugar a los reglamentos de los parlamentos suizos, el francés de la restauración, los parlamentos alemanes a partir de 1848, el belga e italiano y, a través de éstos, a los de muchos países del mundo, como en el caso de los reglamentos del Congreso Mexicano de mayor vigencia, expedidos en 1824, 1898 y 1934, este último todavía en vigor. Así, la razón práctica para adoptar la denominación reglamento fue su natural significado gramatical: conjunto de reglas; pero éste se aleja y diferencia de aquel que el vocablo adquirió en la teoría, con el desarrollo del Derecho Administrativo, como: potestad del Ejecutivo para dictar disposiciones de carácter general que, en forma subalterna, complementan, detallan y especifican a cualquier ley ordinaria. Continuaremos.

jueves, 11 de agosto de 2016

Derechos de los Trabajadores al Servicio del Estado


Desde la aprobación del artículo 123 de la Constitución Federal por el Constituyente de Querétaro que concluyó sus trabajos en 1917, y sus 26 reformas ocurridas entre 1929 y 2016, el discurso jurídico, político y social sobre los derechos laborales instituidos en la Carta Magna se han considerado un logro centenario, producto no sólo de la historia revolucionaria de nuestro país, sino del movimiento mundial que desde el siglo XIX se desarrolló fundamentalmente en Europa y en Estados Unidos de América, con altibajos crudos y salpicados de violencia, muerte, avances y retrocesos, para reconocer e instaurar los derechos de la clase trabajadora o asalariada frente la clase patronal, empresarial o industrial, ambas partes constitutivas de una relación calificada desde siempre como conflictiva, simbiótica o dialéctica, según la orientación sociológica que se ocupe. Actualmente, en la mayoría de los países del mundo, aun cuando hay disparidades, existen leyes laborales en las cuales se enmarcan los derechos de los trabajadores, tanto de los que trabajan para la iniciativa privada como los que laboran al servicio del Estado. En el primer caso, las condiciones generales de trabajo han vivido su realidad y sus dificultades con anterioridad a las de aquellos que se sitúan en el segundo caso. Así, en nuestra legislación, a los primeros se les sitúa en el apartado A del mencionado artículo 123 de la Constitución Federal, y a los trabajadores burocráticos en el apartado B del mismo numeral. Ahora bien, con mucho, son estos últimos, también llamados trabajadores al servicio del Estado, los que han llegado más tarde al reconocimiento pleno de sus derechos laborales de naturaleza salarial, de permanencia en el empleo y de goce de prestaciones sociales; aunque todo eso está cambiando aceleradamente en su favor, con lo que se resolverá un problema histórico y seglar de fuertes pasivos laborales, lo cual se ha expresado notablemente en la transformación de las disposiciones de las leyes de la materia en el país. Hoy día estamos muy lejos de las casi inexistentes condiciones de garantía para el trabajo burocrático del año 1917. En efecto, el derecho al trabajo es un derecho social humano regulado por el artículo 123 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos y, tratándose de las entidades federativas, el artículo 116 de la propia constitución establece que: “Las relaciones de trabajo entre los estados y sus trabajadores, se regirán por las leyes que expidan las legislaturas de los estados con base en lo dispuesto por el Artículo 123 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos y sus disposiciones reglamentarias”. Asimismo, con las reformas de los años 2008 y 2011, en materia laboral y en el ámbito de los Derechos Humanos, respectivamente, nuestro país adoptó un régimen de protección más amplio con la garantía del principio pro persona, que se traduce en la obligación de dar la máxima seguridad y estabilidad al empleado del Estado, para el propósito de regular las relaciones laborales ordinarias y también para el caso de solución de conflictos laborales, todo lo cual se traduce en: permanencia en el empleo, salario integrado, prestaciones de seguridad social y retiro digno, y jornada regular de trabajo que permita el disfrute del tiempo libre en favor de sus personas y sus familias. Por eso, toda medida conducente al logro de las demandas genuinas de justicia social laboral siempre será bienvenidas. Cierto.

jueves, 4 de agosto de 2016

Inviolabilidad de los Legisladores (tercera y última parte)

Don Emilio Rabasa escribió, en “La Constitución y la Dictadura”, que: “En los veinticinco años que corren de 1822 adelante, la Nación Mexicana tuvo siete congresos constituyentes que produjeron, como obra, una Acta Constitutiva, tres Constituciones y una Acta de Reforma, y como consecuencias, dos golpes de Estado, varios cuartelazos en nombre de la Soberanía popular, muchos planes revolucionarios, multitud de asonadas, e infinidad de protestas, peticiones, manifiestos, declaraciones y de cuanto el ingenio descontentadizo ha podido inventar para mover al desorden y encender los ánimos. Y a esta porfía de la revuelta y el desprestigio de las leyes, en que los gobiernos sabían ser más activos que la soldadesca y las facciones, y en que el pueblo no era sino material disponible, llevaron aquéllos el contingente más poderoso para aniquilar la fe de la nación, con la disolución violenta de dos congresos legítimos y la consagración como constituyentes de tres asambleas sin poderes ni apariencia de legitimidad”. Razones históricas hicieron que, como en otras constituciones del mundo, el actual artículo 61 de la Constitución Federal, estableciera que: “Los diputados y senadores son inviolables por las opiniones que manifiesten en el desempeño de sus cargos, y jamás podrán ser reconvenidos por ellas. El Presidente de cada Cámara velará por el respeto al fuero constitucional de los miembros de la misma y por la inviolabilidad del recinto donde se reúnan a sesionar”. La inviolabilidad de los legisladores es, así, un privilegio o protección que impide que puedan ser demandados o arrestados por las opiniones y votos que expresan en el ejercicio de su cargo, porque el propósito de esta prerrogativa es el de que ejerzan su función con libertad, independencia y sin presión alguna, lo que se extiende incluso después que terminan su encargo, de manera que nunca pueden ser reconvenidos por lo que hayan dicho, escrito o votado como parlamentarios. En efecto, el artículo 61 involucra la libertad de opinión y la libertad de voto de los legisladores, porque se trata de proteger a los parlamentarios de actos o amenazas de tipo político, que pretenden limitar o detener sus funciones legislativa, de representación política, de control o de gestión, admitidas como las más importantes que los miembros de un Congreso o Parlamento desempeñan. Por eso, Duverger ha clasificado los poderes de los parlamentos occidentales como: de delimitación; de control; de reivindicación y de oposición. La Palombara distingue cinco funciones: legislativa; de representación; de expresión de conflictos de intereses; de socialización y educación políticas; y de vigilancia, supervisión e investigación. Y Santaolalla establece las siguientes: legislativa; financiera y presupuestaria; de control; de dirección política; jurisdiccional; y de expresión o representación. Bátiz destaca que la independencia para discutir libremente es el fundamento de actuación de los Congresos y sus miembros, con el fin de asumir y convenir, o criticar y disentir, como expresión del pluralismo político. En conclusión, la inviolabilidad de los legisladores consiste en la libertad jurídica de que gozan para razonar, discurrir, opinar y votar, que nunca puede ser suprimida o violentada por detenciones arbitrarias, intimidaciones físicas, críticas políticas, ni por agentes o causas externas a la voluntad del legislador. Ni hablar. ¿No?