jueves, 21 de diciembre de 2017

El Constitucionalismo en el tiempo amplio (V y último)


Al adoptar la orientación que ha ganado, con mucho, el mayor prestigio en el constitucionalismo contemporáneo, de que la soberanía del estado no se deposita en los órganos estatales o en los gobernantes (teoría europea), sino en la voluntad originaria del pueblo (teoría americana), Tena Ramírez arribó a la tesis de que si el pueblo es el titular originario de la soberanía, entonces es él quien expide la constitución para expresar en ella decisiones fundamentales, como los derechos de las personas (derechos humanos), forma de gobierno y estado (republicano, federal, representativo y democrático) y división de poderes (legislativo, ejecutivo y judicial). Y si el pueblo titular de la soberanía subsume en la constitución su propio poder soberano entonces: “Mientras la Constitución exista, ella vincula jurídicamente, no sólo a los órganos, sino también al poder que los creó”;  por tanto, una vez ejercida por el pueblo, la soberanía reside en la constitución. Así, frente a todo conjunto de leyes y de autoridades la constitución es suprema, pues se sostiene en la voluntad originaria del pueblo expresada mediante cauces jurídicos (normatividad o campo del deber ser), que a su vez responde a la realidad y a la conciencia social del propio pueblo (normalidad o campo del ser). Dice Tena que, lógicamente, el pueblo, a través de sus representantes, ejerce la soberanía y la potestad de crear la constitución mediante un órgano que existe antes que ella y que cualquier otro órgano estatal o autoridad, denominado poder constituyente originario, el cual resulta teóricamente ilimitado en su desempeño, porque se trata de la actuación de un poder constituyente que todo lo puede; no obstante, dice el reconocido profesor, ese poder constituyente encuentra limitantes toda vez que “si el fin de toda Constitución consiste en implantar un Orden Jurídico, su primera y fundamental limitación la tiene en la determinación de establecer, no la anarquía ni el absolutismo, sino precisamente un orden jurídico. De otro modo la constitución se negaría a sí misma y sería suicida”. Así, el orden jurídico debe existir, quedando para el poder constituyente sólo la capacidad de decir cómo ha de organizarse. Por supuesto, el maestro mexicano apuntó más limitantes a este poder organizador, como son los factores reales de poder, de naturaleza politológica y extrajurídica.

Consecuentemente, la relación entre constitución y orden jurídico es la de que una y otro deben ser el espacio en el que se concilie lo real y lo legal, porque cuando se divorcian la normalidad (el ser) y la normatividad (el deber ser), la constitución pierde su practicidad, su vigencia, y se convierte en una constitución literaria, llena de buenos o altos ideales pero irrealizables, por el fracaso de no poder reconciliar el campo social con el campo jurídico, cuya arena más representativa son los derechos humanos que, por mucho, son resultado de la filosofía humanista de la modernidad y juegan un papel central en el mundo contemporáneo. Así, su protección o violación por parte de los poderes públicos constituidos, otorga el tono para diferenciar a los países de democracia formal de los de democracia real, si se sigue la línea de los estudios políticos; o a los de constitucionalismo declarativo, de los de constitucionalismo efectivo, si atendemos a los estudios jurídicos…Fin: feliz noche buena y pascua, felicidades a las personas de buena voluntad. Feliz año. Nos saludamos pronto.

jueves, 14 de diciembre de 2017

El Constitucionalismo en el tiempo amplio (IV)


Hoy día se ha acuñado el verbo “constitucionalizar” para significar al menos dos cosas: (1) que cuando en la interacción sociedad civil-sociedad política se dan reelaboraciones y reacomodos, hay que llevar los acuerdos a la Constitución para garantizar la adecuación del consentimiento social y del pacto político; y, (2) que ese es el camino indicado por la experiencia histórica para solucionar conflictos nacionales críticos o violentos. La existencia de las constituciones no sólo integra una tradición de poco más de doscientos años, si se la concibe en el tiempo histórico de las duraciones largas; sino que también representa, con objetividad política, un fenómeno real y contemporáneo, de geografía extensa y presencia cotidiana. Los datos fácticos confirman esta tendencia: si durante la primera mitad del siglo XX se aprobaron 15 constituciones, es entre 1950 y el año 2000 que la tendencia a la constitucionalización se acentuó al grado que en lapso se expidieron 150 constituciones, es decir, las dos terceras partes del total mundial. Y en la primera década del siglo XXI, se aprobaron 23 constituciones: más que entre 1215 y 1899 (larguísimo periodo en que se aprobaron 21 constituciones); o, bien, se ha expedido un número mayor de constituciones nacionales en los primeros diez años del siglo XXI (23 nuevas constituciones), que en los primeros cincuenta años del siglo XX (15 constituciones). Las cifras muestran que esta forma de contrato político y consentimiento social está presente como discurso o fuente de legitimación de los gobiernos constituidos, o de los que pretenden constituirse, mediante procedimientos internos de restructuración de sus respectivas formas de estado y de sus formas de gobierno.

Así que constituciones -y asambleas políticas, por supuesto, que son quienes producen estas leyes fundamentales- son premisas prácticamente universales en el discurso reformista de las sociedades políticas del mundo actual, y conforman el perímetro o territorio de estudio en el que sociólogos, juristas y politólogos ingresan para perfilar la efectividad o inefectividad del funcionamiento de las denominadas instituciones republicanas o monárquicas, centralistas o federalistas, democráticas o autoritarias. Las díadas parecen multiplicarse al infinito, en atención a diversas variables y según el grado de democracia real existente, que se confronta con la democracia ideal constitucionalizada en cada contexto nacional, a saber: eficiencia vs corrupción; elecciones libres vs. elecciones manipuladas; gobiernos pluripartidistas vs. gobiernos monopartidistas. Hablar de constituciones -y parlamentos- es tan común, crítico o anecdotario, que no siempre se repara en la circunstancia de que su existencia se encuentra históricamente circunscrita al periodo del denominado “estado nacional”, bajo su caracterización de “estado de derecho”, con toda la carga de teoría y praxis histórico-política que implica el uso de ambas expresiones, y debido a su indisoluble relación con las nociones de democracia, ciudadanía, rendición de cuentas, sistemas electorales, representación, formas de organización y participación ciudadana y, recientemente, al menos en nuestro país, sistema anticorrupción, por citar sólo algunos de los conceptos político-jurídicos más debatidos desde muy distintas ópticas. Seguiremos.

jueves, 7 de diciembre de 2017

El Constitucionalismo en el tiempo amplio (III)


El concepto “constitucionalidad” posee un significado que se implica con los de “constitucionalismo” y “constitución”, en la medida en que aquélla se asume como un criterio de sujeción a: (1) la letra del texto constitucional; y, (2) el ideal político que se propone como aspiración ética de organización colectiva, de la que brotan los conceptos de Estado y Sociedad. Así, alguien puede pedir y promover mayores mecanismos de control sobre los poderes públicos; pero es hasta que esa propuesta se aprueba en los textos constitucionales, que el “constitucionalismo” como paradigma teórico da paso a la “constitución” como norma positiva; y, entonces, cada vez que alguien ajusta su conducta a lo dispuesto por la constitución se dice que su actuar posee “constitucionalidad” porque en ésta sucede el acercamiento entre estos dos conceptos y sus contenidos. Luego entonces, el comportamiento de las personas y el propio de las autoridades siempre tiene como punto común este último aspecto: deseamos un “constitucionalismo” realizable; queremos que esto se vierta en la letra de la “constitución”; y, sobre todo, buscamos llenar de “constitucionalidad” nuestros actos.

Por supuesto, en el proceso de universalización del concepto constitución, dos son las constituciones emblemáticas o icónicas a las que, en términos histórico-políticos, se acude para ejemplificar qué es una constitución: la Constitución de los Estados Unidos de América de 1787 y la Constitución Francesa de 1791. Verbigracia: el jurista anglosajón Schwartz apunta que, en el año de 1795, un miembro de la Suprema Corte de E.U.A., al preguntarse sobre la Constitución, decía: “Es la forma de gobierno, delineada por la poderosa mano del pueblo, en la cual se establecen ciertos principios de leyes fundamentales”; o sea, la ley básica de un país e instrumento escrito que es la fuente de la autoridad de un gobierno, fija los límites de la actividad gubernamental y distribuye sus funciones en varios departamentos. Entrado el siglo XIX, en 1862, Lasalle pronunció su famosa conferencia “¿Qué es una Constitución?”, a propósito de los movimientos sociales y obreros de Europa de 1848, concluyendo que la constitución es más que una simple ley, pues realmente es el fundamento de todas las demás leyes ordinarias de un Estado Nacional, que reconoce principios inconmovibles y cuya fuerza activa son los factores reales de poder existentes en la sociedad, “vertidos en una hoja de papel”.

Como generalmente sucede en la ciencia, los conceptos “constitucionalidad”, “constitucionalismo” y “constitución”, surgieron primero como revolucionarios instrumentos provenientes de la realidad social de movimientos sociopolíticos de posterior influencia continental y transcontinental, y mucho después se teorizó sobre su significado. Añadidamente, si durante el siglo XIX se aprobaron constituciones, sobre todo en Europa y en América, fue en el siguiente y en la última cincuentena de años hasta hoy día, que cobraron mayor importancia los derechos humanos y su garantismo, en torno a la tradicional clasificación del maestro español Posada de principios del siglo XX, que dividía toda constitución en parte dogmática (derechos humanos) y parte orgánica (poderes públicos), y la opinión de Bryce sobre la clasificación de constituciones rígidas o flexibles, según su procedimiento de reforma fuera por votación calificada (2/3 ó 3/4 del total de las cámaras legislativas) o por mayoría (mitad más uno de los votos). A nadie le faltaría razón si dijera que dado que en el concepto nación anida una base sociológico-material, y que en el concepto estado encontramos un fundamento jurídico-político formal, entonces la constitución vendría a ser el acta de nacimiento de un estado-nación, toda vez que la teoría constitucional que se ha formado ha tenido detrás de sí el soporte de la construcción de los conceptos Política y Estado. Seguiremos.

jueves, 30 de noviembre de 2017

El Constitucionalismo en el tiempo amplio (II)


En la antigüedad no hubo constituciones como las de ahora: no lo fue la de Atenas ni las más de 300 constituciones estudiadas por Aristóteles en el siglo IV a. C. Entre ellas y las actuales sólo compartimos el nombre, mas no su estructura ni radio de acción, porque las de hoy se ajustan al exhaustivo patrón del Derecho que entonces no estaba desarrollado a plenitud, por más que se rinda tributo al derecho romano como real precursor de las modernas ciencias jurídicas. Desde las constituciones de la antigüedad, pasando por las constituciones medievales hasta las modernas, el concepto ha mudado su significado de manera notable, de forma que la famosa constitución griega de Clístenes, del siglo V a. C., no es lo mismo que la famosa Carta Magna inglesa de 1215, y ésta, a su vez, tampoco se parece a las todavía más famosas primeras constituciones de la Modernidad: la americana de 1787 y la francesa de 1791.

No fue sino a fines del siglo XVIII y en adelante, que la constitución adquirió el sentido de una específica forma histórica de las relaciones de poder entre gobernantes y gobernados, cuya diferencia con las formas precedentes consistió en sujetar al estado a los principios políticos de la ilustración y el enciclopedismo de los que derivaron, destacadamente y más allá de su absoluta realización, las nociones de voluntad general (Rousseau), división de poderes (Montesquieu), representación política (Sieyès), republicanismo (ejercicio temporal de los cargos públicos), derechos del hombre (derechos humanos) y estado de derecho (sujeción de personas y autoridades, a la Ley), todo expresado en cartas constitucionales.

Autores de fines del siglo XIX y de poco más de la primera mitad del siglo XX, con precisiones teóricas mayor o menormente semejantes o encontradas, coincidieron, sin embargo, en denominar Estado de Derecho a la actual y particular forma de las relaciones políticas; es decir, al famoso poder reglado o normado, que no admite comportamientos de la autoridad no previstos en las leyes o que sean violatorios de los derechos de las personas, so pena de incurrir en la arbitrariedad autoritaria que, soterrada o permisivamente, sucedía en las anteriores formas políticas, porque no se tenía como presupuesto político fundamental el denominado imperio de la Ley.

Así, hoy día existe la idea común de que la constitución es la ley fundamental de un país, un pueblo o una nación, que de manera escrita establece los derechos de las personas y organiza el gobierno. En este sentido, el constitucionalismo es una línea de pensamiento político, expresado instrumentalmente por cauces jurídicos, que postula el acotamiento o fijación de límites al ejercicio del poder público, al tiempo de establecer como núcleo superior e impenetrable a los derechos humanos frente a cualquier conducta arbitraria de la autoridad. Y como esto se logra mediante el consentimiento social expresado en un pacto político escrito, entonces el “constitucionalismo”, como aspiración y método político social, tiene al instrumento “constitución” como su objeto, dado que en él colma el fin que persigue de instaurar las fronteras del poder público instituido frente a las personas.

Si la constitución es un documento garante de derechos humanos y definidor de una forma de organización política, entonces su método de representación por excelencia es el Derecho; en tanto que el “constitucionalismo” es un ideario que, con constitución escrita o sin ella, posee un carácter valorativo y de posicionamiento y, por tanto, su forma expresiva fundamental es la praxis política. Ahora bien, ¿cómo se implica el concepto o significado de la “constitucionalidad” con los de “constitucionalismo y constitución”? (Seguiremos).

jueves, 23 de noviembre de 2017

El Constitucionalismo en el tiempo amplio


El constitucionalismo es una construcción político-jurídica e histórico-social, resultante de un fenómeno de racionalización y organización pactada del poder, ocurrido desde fines del siglo XVIII hasta nuestros días; tiempo amplio durante el cual esa expresión se ha consolidado como un paradigma político, a la manera de un tipo ideal de legitimidad y legalidad que asegura los derechos de las personas y permite la solución de conflictos en la vida social. No obstante, globalización, terrorismo, delincuencia y narcotráfico internacionales, a la par de una despolitización masiva, con primacía de intereses privados, crisis de participación política y disolución de la opinión pública, han puesto en cuestionamiento la capacidad del modelo constitucional para afrontar los problemas de la actualidad.

Es cierto que, originalmente, el paradigma constitucional se difundió, primero, en el mundo geográfico y culturalmente denominado occidente y, después, en prácticamente todas las latitudes de lo que muchos politólogos e internacionalistas llaman orden mundial. Aún más: en el campo de la ciencia jurídica, el constitucionalismo es una teoría para la igualdad, la equidad y la democracia, que se instrumenta en una constitución, debido a que, en la realidad, las personas interactúan indefectiblemente en los planos de la vida material, económica y cultural.

La constitución sería, así, una representación normativa que formaliza arreglos políticos, hoy día de una extendidísima impronta en el espacio mundial (entendiendo por tal la simultaneidad de los ámbitos internacional, nacional o subnacional); hipótesis a la que los datos duros actuales contribuyen para afirmar que, de forma estructural, el constitucionalismo es un elemento característico de esta ya larga época que, todo indica, sigue en construcción y ensanchamiento en el orbe.

El constitucionalismo sería, entonces una corriente de pensamiento producto de la ruptura de una larga era y la apertura de una nueva, significada por las revoluciones americana y francesa de 1776 y 1789, respectivamente, transformado, después de más de doscientos años de vigencia, en enorme fenómeno de constitucionalización en el mundo contemporáneo.

Las 194 constituciones existentes al año de 2010, de un total de 196 naciones en el mundo,  constituyen una evidencia política internacional muy difícil de soslayar, por cuanto al trazo de las características históricas del constitucionalismo como fenómeno derivado de la existencia y comportamiento de los sistemas políticos basados en la creación formal de constituciones --y, también, parlamentos o congresos-- conforme a la lógica de la división tripartita del poder del Estado, sustento del contrato o consentimiento social, y su conformación como tipo ideal, como puede advertirse, ha seguido un proceso de universalización que tiene un asidero transcontinental empíricamente demostrable. (Seguiremos).

jueves, 28 de septiembre de 2017

Constitución y Orden Jurídico

Una de las mejores exposiciones para conocer la relación entre la Constitución y el Orden Jurídico, se debe a Don Felipe Tena Ramírez. Al adoptar la tesis que ha ganado, con mucho, el mayor prestigio en el constitucionalismo contemporáneo, de que la Soberanía del Estado no se deposita en los órganos estatales o en los gobernantes (teoría europea), sino en la voluntad originaria del pueblo (teoría americana), este distinguido constitucionalista mexicano arribó a la tesis de que si el pueblo es el titular originario de la soberanía, entonces es éste quien expide la Constitución para expresar en ella decisiones fundamentales, como el derecho de las personas (derechos humanos), forma de gobierno y estado (republicano, federal, representativo y democrático) y división de poderes (legislativo, ejecutivo y judicial).

Y si el Pueblo titular de la Soberanía subsume en la Constitución su propio poder soberano entonces: “Mientras la Constitución exista, ella vincula jurídicamente, no sólo a los órganos, sino también al poder que los creó”; por tanto, una vez ejercida por el Pueblo, la Soberanía reside en la Constitución. Así, frente a todo conjunto de leyes y de autoridades la Constitución es suprema, pues se sostiene en la voluntad originaria del pueblo expresada mediante cauces jurídicos (normatividad o campo del deber ser), que a su vez responde a la realidad y a la conciencia social del propio pueblo (normalidad o campo del ser).

Dice Tena que, lógicamente, el Pueblo, a través de sus representantes, ejerce la soberanía y la potestad de crear la Constitución mediante un órgano que existe antes que la misma Constitución y que cualquier órgano estatal o autoridad, denominado Poder Constituyente Originario, el cual resulta teóricamente ilimitado en su desempeño, porque se trata de la actuación de un Poder Constituyente “que todo lo puede”; no obstante, dice el reconocido profesor, en su libro Derecho Constitucional Mexicano, que ese Poder Constituyente encuentra limitantes toda vez que “si el fin de toda Constitución consiste en implantar un Orden Jurídico, su primera y fundamental limitación la tiene en la determinación de establecer, no la anarquía ni el absolutismo, sino precisamente un orden jurídico. De otro modo la Constitución se negaría así misma y sería suicida”.

La primera limitante, entonces, para el Poder Constituyente es la de que el Orden Jurídico debe existir, quedando para ese Poder Organizador sólo la capacidad de decir cómo ha de organizarse. Por supuesto, el maestro mexicano apuntó más limitantes al Poder Constituyente u Organizador, como son los factores reales de poder, de naturaleza politológica y extrajurídica. Consecuentemente, la relación entre Constitución y Orden Jurídico es la de que una y otro deben ser el espacio en el que se concilie “lo real y lo legal”; y esta es sin duda la mayor limitante para el Poder Constituyente, pues cuando se divorcian la normalidad (el ser) y la normatividad (el deber ser), la Constitución pierde su practicidad y su vigencia y se convierte en una constitución literaria, llena de buenos o altos ideales pero irrealizables por el fracaso de reconciliar el campo social con el campo jurídico. Por eso se dice que este es el gran reto de toda Constitución, de todo Orden Jurídico y de toda Sociedad. ¿Y cómo estamos en México…?

jueves, 14 de septiembre de 2017

La Independencia de México


Cuando el 24 de agosto de 1821, nuestros independentistas suscribieron con O´Donojú, representante de la corona española, los Tratados de Córdoba, se cumplían casi once años de lucha desde la noche del 15 y la madrugada del 16 de septiembre de 1810, en que se dio lo que conocemos como el “grito” de Don Miguel Hidalgo en Dolores, Guanajuato, con el llamado de las campanas entonces y que en nuestro tiempo escuchamos cada año en la capital del país, las de los Estados y en todos los municipios mexicanos. La conmemoración tiene un profundo sentido histórico y social de proporciones continentales, porque a partir de 1810 se dio no sólo el proceso de independencia de México, sino el de la mayoría de los países hispanoamericanos o latinoamericanos. Los historiadores contemporáneos de esta enorme región, constituida en el tiempo y en el espacio por más de doscientos años, la ven como un movimiento tan repentino, violento y universal, que una población de diecisiete millones de personas, en ese tiempo, que tenían por hogar cuatro virreinatos que se extendían desde California hasta el Cabo de Hornos, desde la desembocadura del Orinoco hasta las orillas del Pacífico, se independizó de la corona española en un lapso de no más de quince años. Casi para finalizar la guerra independentista continental, Simón Bolívar expresó, en su discurso de la Angostura de 1819, el trasfondo de las nuevas nacionalidades americanas en formación: “no somos europeos, no somos indios, sino una especie media entre los aborígenes y los españoles. Americanos por nacimiento y europeos por derechos, nos hallamos en el conflicto de disputar a los naturales los títulos de posesión y de mantenernos en el país que nos vio nacer, contra la oposición de los invasores [españoles]…así, nuestro caso es el más extraordinario y complicado”. En México, la independencia fue más dura y violenta, por la centenaria condición económica de ser la más valiosa de las posesiones españolas, y por el largo y fuerte proceso cultural de toma de conciencia de sí, que se expresaba en el sentido de identidad, pertenencia y orgullo de los criollos y mestizos que no dudaban en llamarse a sí mismos americanos, para diferenciarse de españoles y europeos. Al poco tiempo de iniciada nuestra guerra de independencia, Hidalgo, Allende, Aldama y Jiménez fueron fusilados. Decapitados, sus cabezas enjauladas fueron expuestas durante diez años en las esquinas de la Alhóndiga de Granaditas, en Guanajuato. Pero su muerte, en lugar de disuadir, fue el acicate que alimentó la fiebre independentista que continuaron José María Morelos y Pavón, Matamoros, Negrete, Nicolás Bravo, Ignacio Rayón, Francisco Javier Mina, Vicente Guerrero, Iturbide y Guadalupe Victoria. Cuando los mexicanos decimos que nuestro valor supremo es la soberanía nacional, no decimos un mero eufemismo, sino una verdad tinta en sangre, porque el inicio de nuestra vida independiente tampoco fue fácil, y durante muchas décadas enfrentamos guerras injustas, invasiones y ocupaciones militares, que pusieron en riesgo nuestra supervivencia como nación independiente e, incluso, debimos superar guerras fratricidas que nos dividieron, nos debilitaron y que retardaron nuestra integración y progreso como nación. ¡Claro que sobran motivos para conmemorar nuestra independencia!

jueves, 31 de agosto de 2017

La idea de Desarrollo


Es común leer o escuchar prácticamente en todo momento, expresiones como la de “desarrollo político”, “desarrollo social” o “desarrollo económico”, sin que necesariamente quede claro, en forma indudable, qué significan estas expresiones. Y es que todo depende del cristal con que se mire y los acentos que se desee utilizar. La más simple de las opiniones atribuye a la palabra “desarrollo” el sentido de progreso o avance, considerando, sin mayor crítica, que se trata, en materia política, económica y social, del paso lineal de una situación a otra situación en el tiempo, que suele ejemplificarse solamente con cifras; por ejemplo: si en un momento se producen diez costales de algún producto y, en un segundo momento, se producen veinte costales de lo mismo, entonces hay un avance de diez costales de lo que sea y, por tanto, se tiene un desarrallo económico después de sumar los precios de cada costal y compararlos en cada momento. En caso contrario, obvio, se hablaría de retraso o ausencia de desarrollo. Entonces, en cualquier plano –económico, político o social– el desarrollo tendría esta connotación lineal.

Cuando en la década de los 80’s, EUA y la extinta URSS, bajo la tónica de la “guerra fría” que ellos mismos crearon, competían para saber qué país estaba más “desarrollado”, solía compararse el PIB o el ingreso per cápita en dólares de cada uno y donde el número que se obtuviera fuera mayor, ese país estaba más “desarrollado”. Esta concepción que observamos también en los medalleros olímpicos o en los torneos internacionales entre países, para saber quién tiene más medallas o premios deportivos, a manera de medida del “desarrollo social”, ha caído en desuso por ser una forma pobre y unilateral de definir el desarrollo. Por ejemplo, durante la guerra fría los países del bloque socialista y los del bloque occidental o capitalista, se enfrentaban para saber quiénes tenían más desarrollo. Aunque los países líderes de cada bloque tenían cifras económicas similares, en el bloque socialista, ahora desaparecido desde 1989, se decía que su única similitud estaba en las cifras, empero en este último había que pedirle permiso al Estado, por ejemplo, para cambiarse de domicilio o de trabajo o de escuela, con lo cual resultaba que ambos países poseían similar desarrollo económico, pero desigual desarrollo social, porque en las democracias liberales de occidente no había necesidad de pedir permiso para ejercer derechos humanos (libertades de tránsito, de trabajo o de educación). Igual circunstancia se afirmaba en el plano político: el derecho o no al libre ejercicio de votar y ser votado, el respeto a los resultados comiciales y el ejercicio temporal de los cargos públicos, indicarían, entonces y ahora, un mayor o menor grado de desarrollo político. Así entonces, lo primero a que se arriba, es que el desarrollo es un proceso dinámico complejo que involucra, en forma de interacción, diversas realidades o variables en que el paso de una situación a otra, para medir su avance, evolución o progreso, no es meramente cuantitativo, sino cualitativo, y en esto último radica la problemática que se enfrenta cuando se pretende definir el “desarrollo” a secas. De ahí que siempre es muy relativo hablar de países desarrollados, subdesarrollados o no desarrollados, porque todo se quiere medir a partir de una sola dimensión y únicamente en forma cuantitativa. Vaya problema.

jueves, 24 de agosto de 2017

Poderes y Organismos Autónomos: ¿División, separación o colaboración?


La tradición política y jurídica moderna sitúa en Montesquieu la idea de la división de poderes; en tanto que la existencia de organismos autónomos se ubica, sobremanera, en el curso de los últimos 25 años. Repensados en conjunto, los poderes tradicionales y los noveles organismos autónomos, pertenecen a la parte orgánica de las constituciones contemporáneas. En efecto, se debe a don Adolfo Posada la concepción de que en las cartas constitucionales se pueden apreciar dos partes fundamentales: una dogmática, donde están los derechos humanos de todos nosotros; y una orgánica, para determinar el funcionamiento de los poderes y, ahora también, de los organismos autónomos, es decir, de las autoridades tradicionales de orden ejecutivo, legislativo y judicial, así como de las más recientes instituciones públicas especializadas en diversas materias: electoral, fiscalización superior, transparencia, derechos humanos, fiscalía general, y las que surjan más adelante. Montesquieu decía que había que dividir el poder del Estado para evitar que sus funciones se concentraran en un solo ente o persona, pues históricamente ello siempre ha producido conductas arbitrarias y discrecionales, y violación de derechos humanos, de parte de quienes detentan ese poder. Si las tres funciones clásicas -legislativo, ejecutivo y judicial- se “dividen” entre personas e instituciones diferentes, “el poder controla el poder”. Y si, además, algunas funciones estatales se “dividen” y especializan, los “checks and balances” (frenos y contrapesos; o, controles y balances) se vuelven más equilibrados, en beneficio de nosotros los gobernados o administrados. Esta es la teoría y praxis que priva hasta nuestros días.

Ahora bien, la idea original refiere a una “división”, o sea, a un fraccionamiento o partición del “poder” estatal, sin espacio para la posibilidad de vasos comunicantes y, entonces, estaríamos condenados a un “toma y daca” entre instituciones diversas. En el curso del siglo XX, esa apreciación general se moderó para transformarla en un principio de “separación” de poderes y, antes que una contienda o enfrentamiento, se reinterpretó bajo la idea de fijar límites precisos a cada “poder” público, introduciendo, sin embargo, la noción poco dúctil de estar frente a compartimientos estancos, desligados y sin capacidad de diálogo. Esto ha cambiado. Ahora se habla de “colaboración” entre poderes públicos, es decir, de interacción, reciprocidad y apoyo mutuo entre éstos, bajo la consideración fundamental de que no hay más que un solo “Poder”, de naturaleza indivisible, independiente e impenetrable, puesto que no pueden existir Estados dentro de los Estados: o hay Estado o no hay; o hay varios, cada uno con su propia existencia; pero no hay estados superpuestos. Así fue como, dada esta reformulación del original principio de la “división”, cobró importancia toral la noción de colaboración institucional entre poderes públicos y organismos autónomos (que también pertenecen al Estado, pero fuera de los límites de los poderes tradicionales). Pues bien, ojalá poderes, instituciones autónomas y personas entendamos que lo que más nos hace falta en este tiempo es colaboración para atender nuestros imperativos sociales. Cierto.

jueves, 17 de agosto de 2017

Productividad Legislativa


Una acostumbrada forma de considerar la eficiencia o productividad legislativa de un congreso -así como su contraparte, el rezago legislativo- ha sido la de comparar el total de iniciativas presentadas en una Legislatura (periodo de duración de un ejercicio constitucional en el cargo de legislador) contra el total de leyes y decretos aprobados. Si la suma-resta resultara en cero, se diría que la productividad legislativa sería de cien por ciento, lo contrario fundaría un porcentaje de rezago. Esto, sin embargo, no es tan exacto y se acerca más a un lugar de opinión común que a una idea objetiva, atendiendo a razones formales y materiales. En primer lugar, desde el punto de vista formal, prácticamente en todos los congresos del mundo, nacionales o subnacionales, opera la denominada caducidad parlamentaria o legislativa, mediante la cual toda iniciativa de ley o decreto que no ha sido aprobada en una Legislatura queda desechada al término de esta o, en caso de haber sido dictaminada en comisiones legislativas pero no haber pasado al pleno para su discusión, queda en calidad de proyecto a criterio de la nueva Legislatura.

Ahora bien, desde el punto de vista material, los criterios refieren al valor intrínseco del contenido de la iniciativa -su exposición de motivos o parte expositiva; y su proyecto de ley o decreto, también denominado parte dispositiva-, lo cual se liga con principios generales de derecho y aspectos de técnica jurídica. Es decir, se atiende a los elementos de la realidad social que se pretende regular, para evaluar la pertinencia, necesidad o beneficio colectivo que entraña, sea porque esa parte de la realidad esté mal o insuficientemente normada, o porque de plano no exista regulación alguna, dando lugar a conflictos o confrontaciones entre grupos o sectores de la población cuya solución, en buena medida, dependa de la expedición de disposiciones de ley que den pauta para arreglos necesarios, con intervención de la autoridad competente. Sin embargo, no necesariamente toda iniciativa de ley o decreto se origina en el examen de contextos o entornos socialmente demandantes y, antes bien, en no pocas ocasiones la adopción de una u otra legislación colisiona con ellos porque se le atribuye una “hechura de escritorio” u “ocurrente”. Debido a que este tipo de iniciativas deben pasar por la criba del examen en comisiones, muchas de ellas no alcanzan aprobación y son dictaminadas negativamente, archivándose de manera definitiva. Así que ya, desde estos casos, el número total de iniciativas presentadas, comparadas contra el total de leyes y decretos aprobados, va a ser deficitario, en detrimento de éstos últimos.

Otros “pasivos” se conforman por las iniciativas con contenidos total o parcialmente inconstitucionales. En efecto, como la parte dispositiva de algunas iniciativas se muestra desatenta, omisa o contraria a la letra constitucional -que es la norma superior, fuente de todo el orden legal- entonces, al advertirse esta inconsistencia fundamental en el trabajo en comisiones, el proyecto iniciado se dictamina, como antes señalamos, negativamente o en desechamiento franco. Por eso es que la efectividad legislativa de prácticamente toda asamblea legislativa contemporánea es “deficitaria”, pues se mide por el único criterio de confrontar las iniciativas presentadas contra las leyes y decretos aprobados. Así es.

jueves, 27 de julio de 2017

La Iniciativa de Ley y la Exposición de Motivos


Dice la Exposición de Motivos de la nueva Constitución de Veracruz aprobada en el año dos mil, que la interpretación “auténtica” es aquella que efectúa el Poder Legislativo, apoyándose en la “exposición de motivos de una iniciativa de ley o decreto, en los antecedentes y consideraciones del dictamen que recae a dicha iniciativa y en los argumentos que expresan los parlamentarios durante el debate plenario del propio dictamen” (pág. 46 de la Iniciativa de reforma integral a la Constitución Política del Estado de Veracruz). En efecto, la Exposición de Motivos de cualquier iniciativa con proyecto de ley o decreto, tiene como propósito fundamental razonar las causas de orden formal (de derecho) y las de orden material (de hecho) que explican el porqué de la necesidad no solo de aprobar y actualizar una disposición jurídica, sino también la orientación, rumbo o sentido que se le imprime a la expresión jurídica que se propone, pues su aprobación tendrá efectos sociales de carácter general.

Toda ley o norma aprobada conforme a las reglas del procedimiento legislativo, adquiere validez a partir de su publicación en el periódico oficial, y una vez que transcurre el plazo que se da para el inicio de vigencia. Sin embargo, puede suceder que la publicación de la misma, traiga aparejados problemas generalmente involuntarios por los que se puede ver afectado un derecho humano o una norma superior. Por otra parte, puede acarrear problemas de aplicación debido a que su redacción sea “confusa” u “obscura”.

En cualquiera de estos casos, casi siempre los problemas se resuelven en la vía judicial, es decir, se plantea ante un tribunal la necesidad de aclarar si la norma es violatoria de derechos, violatoria de disposiciones superiores o la forma en que hay que aplicarla ante su redacción deficiente. Cuando esto se presenta, es práctica común hoy día que el juzgador recurra a la explicación contenida en las Exposiciones de Motivos con las que se sustentó la propuesta de ley o de decreto, o las consideraciones del dictamen que calificó esa iniciativa y, aún más, a las modificaciones introducidas no sólo en el dictamen mismo respecto de la iniciativa original, sino a las ulteriores adecuaciones que durante el debate y desde la tribuna hacen los legisladores.

Como se puede apreciar, ante estas situaciones, la labor judicial, es decir, el trabajo de los jueces, se torna complicado y requiere de oficio y experiencia para desplegar el mejor criterio interpretativo, que tenga como resultado, la emisión de una resolución judicial con base en principios generales de derecho: equidad, igualdad y protección de libertades.

De ahí, entonces, que cobre importancia sobresaliente el empleo de una correcta técnica legislativa o técnica de creación de normas jurídicas, que es el principal instrumento metodológico necesario para impulsar leyes o decretos. Dicho de otra manera, la Exposición de Motivos de toda iniciativa de esta naturaleza, implica a la vez la Exposición de una técnica legislativa en la búsqueda de dotar a la sociedad de normas socialmente equilibradas y abarcativas de la generalidad de las personas a quienes se dirige. Cierto.

jueves, 6 de julio de 2017

El Conocimiento Jurídico


El conocimiento panorámico o detallado de la construcción del conocimiento jurídico supone, en primer orden, abordar los paradigmas teóricos de naturaleza científica con base en los cuales se intenta relacionar nociones, disciplinas y conceptos jurídicos fundamentales, bajo el presupuesto epistemológico de que forman un entramado teórico que puede ser concebido como un sistema. A este respecto, de forma destacada, Kuhn ha señalado que los paradigmas son realizaciones científicas universalmente reconocidas que, durante cierto tiempo, proporcionan modelos de problemas y soluciones a una comunidad científica”.

Conforme a esta orientación, el desarrollo científico, más que progresivo o acumulativo, es paradigmático, entendiendo que un paradigma responde al conjunto de conocimientos, suposiciones y creencias de un grupo específico, y posee integridad histórica en su propia época. La sustitución de un paradigma por otro es un punto de viraje en el desarrollo de una ciencia, que se expresa con cambios y controversias por los que la comunidad científica rechaza una teoría reconocida, para adoptar otra incompatible con ella, modificando las normas de la profesión y las soluciones legítimas de un problema. Así, una nueva teoría, generalmente, no incrementa lo que ya se conoce, sino que lo transforma; reconstruye la teoría anterior; reevalúa los hechos anteriores; no la realiza un solo hombre; y, no se realiza en un momento, sino en un periodo. Así, entonces, una teoría que es aceptada como paradigma parece mejor que sus competidoras, aunque no explique todos los hechos que se confrontan con ella.

Ahora bien, al igual que en otros campos científico sociales, el status quaestionis de la sistematicidad jurídica suele pluralizarse, debido a que no existe una explicación integral que dé cuenta de la totalidad de las relaciones jurídicas; antes bien, en el decurso histórico de la centenaria y paulatina construcción de la ciencia del Derecho, es posible observar orientaciones y acentos distintos, no sólo porque podamos identificar épocas sucesivas en las que predomina una filiación gnoseológica, sino también porque dentro de una época pueden reconocerse escuelas de fundamentos distintos o, en el extremo, opuestos.

Sistema es un constructo que se basa en la idea de que los conocimientos que se obtienen de la labor investigativa sobre los elementos de un objeto de estudio determinado, son susceptibles de ser puestos en relación sucesiva o simultánea, para explicar, de manera dinámica, cómo funciona el trozo o aspecto de la realidad que, ideal o realísticamente, el investigador ha recortado o aislado con el propósito de edificar definiciones que, internamente, expongan o describan el funcionamiento del fenómeno examinado, mediante la ilación metódica de conceptos que, por su sujeción a la lógica de establecer fundamentos epistémicos, adquieren un sentido estático en largos periodos. Congelar la dinámica de las relaciones jurídicas en nociones, conceptos y supuestos, lleva, por tanto, a desarrollar teorías y modelos cuya confiabilidad o veracidad pasa por la prueba de su capacidad intrínseca para explicar de los fenómenos de la realidad expresados en categorías jurídicas para, ulteriormente, modelar tanto el perfil como el ritmo de su ocurrencia. Esperemos.

jueves, 29 de junio de 2017

Derecho Natural


Una larga tradición milenaria en el pensamiento filosófico ubica la raíz del derecho natural en el platonismo, que estimó trascendente el origen de las ideas, con la pretensión de conocer “las reglas de conducta de las leyes que rigen el universo. Para él [Platón], por consiguiente, los criterios del comportamiento humano se fundamentaban en sus concepciones metafísicas”, como lo comenta F. Larroyo. Atendiendo a las clasificaciones antiguas que agrupan las obras platónicas, la búsqueda de elementos filosóficos cobra importancia por su calidad de referentes para el iusnaturalismo, “en virtud de que frente al mundo empírico, en donde las cosas cambian sin cesar, hay un mundo supraempírico en donde los entes que lo constituyen son las Ideas. Éstas, como tales, son perfectas, inmutables, eternas” (Larroyo).

Hay coincidencia dominante en el sentido de considerar al idealismo o platonismo como el antecedente filosófico más antiguo ubicable en la razón occidental que -conjuntamente con las elaboraciones posteriores de que la filosofía política da cuenta, incluido el catolicismo, el reformismo, el fenómeno renacentista y el de la ilustración secular- da raigambre a la concepción de valores universales y perennes enlazados en las nociones de Justicia y Bien, que enrrutan criterios éticos y “usus” morales como prerrequisitos para la elaboración de toda norma jurídica susceptible de alcanzar vigencia y positividad. En estrecha conexión con los presupuestos filosóficos y teóricos del derecho natural, metodológicamente resulta factible hilar, también, respetando particularidades y épocas en la larga duración, el criterio paradigmático de estudio de “lo ideal” para entender, guiar y proyectar “lo real” de la conducta humana, conforme a una amplitud que va desde la esfera de la individualidad hasta las condiciones asociativas y cooperativas de la existencia humana.

Un dato menos explorado en el estricto campo del Derecho, a diferencia del de las concepciones políticas, es el del psicologismo inmerso en la escuela iusnaturalista. Y esto, al menos, por dos razones.  Una, porque el papel de la interioridad humana ha sido eliminado del Derecho contemporáneo -al menos en los sistemas neorromanistas, de common law y el socialista, en su consideración de familias abarcativas de diversos sistemas jurídicos nacionales- haciendo irrelevantes los criterios psicologistas intuitivos, por un lado, o los aspectos psicológicos provenientes de las teorías de la personalidad de la denominada psicología profunda, por otro. Y dos, por la preeminente influencia del iuspositivismo imperante desde fines del siglo XIX y durante casi todo el siglo XX, que centra el examen de la creativa jurídica sólo en la conducta externa de las personas y únicamente en la letra de leyes creadas por órganos legislativos, así como en los diversos ordenamientos derivados a que dan lugar. Así, en consecuencia, el Derecho Natural o Iusnaturalismo admite, conceptualmente, presupuestos intuicionistas, psicologistas e, incluso, valoraciones trascendentes al y para los individuos, conforme a un concepto o noción de “persona” estimada en un sentido más amplio que el vocablo más restringido de persona jurídica).

jueves, 22 de junio de 2017

Procedimiento o Proceso Legislativo


Tema muy jurídico, es cierto, pero de necesaria divulgación atendiendo a que la denominación de “proceso” la utiliza la constitución federal -y las estatales- para el caso legislativo. La diferencia se ha dirimido entre administrativistas y procesalistas. Entre los primeros, Don Gabino Fraga enseña que el procedimiento tiene el sentido de secuela o sucesión de un conjunto de actos reglados u obligatorios que vinculan a la autoridad administrativa -o legislativa, añadiríamos nosotros- con la consecución de su objeto.

En cambio, de procesalistas respetados como Don José Ovalle Fabela, sabemos que los elementos que califican y dan unidad a la noción de “proceso estriban en la existencia de un conflicto y dos partes, a la vez de un tercero ajeno a las propias partes, denominado órgano jurisdiccional o juzgador, que decide el conflicto “con facultades no sólo para emitir una resolución obligatoria para las partes, sino también para imponerla por sí mismo en forma coactiva”. Atendiendo a la diferencia concreta entre la noción “proceso” y la noción “procedimiento”, Don Jorge Alberto Silva (“Derecho Procesal Penal”), citando a Fernando Arilla Bas (“El Procedimiento Penal en México”), dice: “Del procedimiento recordemos que evoca la idea de seriación de haceres, actos o actuaciones. El procedimiento es la manera de hacer una cosa; es el trámite o rito que ha de seguirse…del proceso recordamos que implica esa sucesión de actos a que nos hemos referido, pero unidos en atención a la finalidad compositiva del litigio, y esta finalidad es la que define al proceso”. De modo que en el procedimiento no existe litigio ni juzgador, pues se está ante la presencia de facultades ordenadoras, tramitadoras o ejecutoras que, eventualmente, pueden ser impugnadas procesalmente. Entonces: ¿Por qué en las constituciones se utiliza la denominación “proceso” en lugar de “procedimiento legislativo”? Porque su uso es anterior al desarrollo de las formulaciones normativas actuales, que, para el caso, se desarrollaron durante el siglo XX; en tanto que, desde fines del siglo XVIII y durante el siglo XIX, se utilizó la palabra proceso en su sentido gramatical más simple de “proceder, acción de ir hacia adelante, conjunto de fases”, en combinación con el escaso desarrollo del derecho procesal. Empero, hoy día, las obras de nuestro tiempo no tienen duda sobre la diferencia antes expresada, aunque se ha respetado, al menos en el derecho mexicano, el uso tradicional o resabio decimonónico por cuanto al empleo de la palabra “proceso”. Este es el caso del “Diccionario Universal de Términos Parlamentarios”, que deriva la consulta del vocablo compuesto “proceso legislativo”, hacia el término compuesto “procedimiento legislativo”, señalando que éste es aquel conjunto de pasos o actos que, sucesivamente y en su orden, involucran el derecho de iniciativa, la discusión, aprobación y expedición de las leyes o decretos, su promulgación o veto por el Poder Ejecutivo, y la publicación final de los mismos. Finaliza apuntando, por ejemplo, que en Italia, la segunda parte del Reglamento de su Parlamento, se llama “Del Procedimiento Legislativo”; explicable, porque ese ordenamiento fue elaborado o actualizado en el siglo XX, bajo la tutela plena del derecho administrativo y del derecho procesal modernos, para los cuales no hay posibilidad de confusión. De acuerdo.

jueves, 15 de junio de 2017

Periodismo Legislativo o Noticia Legislativa


Pues ambas cosas, porque el proceso legislativo, como lo comentamos en entregas anteriores, es un procedimiento jurídico; pero, sobre todo, es un proceso político de carácter público y, por tanto, es noticia legislativa susceptible de líneas investigativas de periodismo legislativo. En efecto, en nuestra participación en el Conversatorio organizado por el Congreso del Estado de Veracruz, sobre Comunicación y Libertad de expresión, el pasado 7 de junio de 2017 expresamos que el proceso legislativo también se puede abordar como un proceso comunicacional originaria e históricamente realizado “intramuros” en las primeras sedes congresionales o parlamentarias de corte moderno, que a lo largo del siglo XIX fue adquiriendo una condición “extramuros” porque su parte más sonada -el debate o discusión plenaria- asumió la característica político social de fase de expresión de los discursos, personajes, partidismos y orientaciones involucrados en la hechura de las leyes nacionales. El texto histórico en que puede rastrear está inesperada forma de apreciar los antecedentes del periodismo legislativo o el de la noticia legislativa, indudablemente es el de Bentham. En su “Táctica de los Congresos Políticos”, este parlamentario, jurisconsulto y reformista inglés, ordenó y sistematizó el conjunto de reglas y prácticas que regulaban el funcionamiento del Parlamento británico, se pronunció con detalle sobre temas como: la publicidad de los trabajos de congresos y su división en dos asambleas; el orden del día; las atribuciones y funciones del Presidente del Congreso; el proceso legislativo de presentación de iniciativas, lecturas de los proyectos de ley y ulterior promulgación de decretos; quórum, sesiones, debates y votaciones. Fue en el año de 1823, en la ciudad de Guadalajara, cuando se publicó la primera traducción al español que se hiciera de esta obra en la “imprenta del ciudadano Urbano Sanromán”, a partir de la segunda edición “corregida y aumentada del francés”, elaborada por Dumont en 1816, que antecedió a la traducción castellana de Pedro Beaume editada en Burdeos en 1829. Dice Bentham, de entrada, en su texto: “El bien o el mal que puede hacer un congreso depende de dos causas generales. Una, la más obvia y la más poderosa es su composición; la otra es su modo de obrar”. La primera causa refiere al número y agrupación de los diputados; la segunda, al proceso legislativo. Más adelante, afirma: “Hay por último otras tres condiciones necesarias para constituir un gobierno representativo: la publicidad de las sesiones, la libertad de imprenta, y el derecho de petición”. Dice Bentham, respecto de las ventajas de la “ley de la publicidad”: 1) “contener a los miembros del congreso en sus deberes”, y 2) “afirmar la confianza del pueblo y su deferencia a las medidas legislativas”. Y remata: “Poneos en la imposibilidad de no hacer cosa alguna sin conocimiento de la nación; hacedle ver que no podéis ni engañarla ni sorprenderla; y le habréis quitado al descontento todas las armas que habría podido convertir contra vosotros”. ¿Por qué las citas? Porque, como expresa Aguilar Sánchez, Bentham tuvo una influencia notable en los parlamentos suizos, el francés de la restauración, los parlamentos alemanes, el belga e italiano y en los de muchos países del mundo, perdurando esta influencia hasta nuestros días…y referente del hoy desarrollado periodismo legislativo.

viernes, 2 de junio de 2017

El Proceso Legislativo (segunda y última parte)


En el proceso legislativo, en general, intervienen diversos sujetos que tienen derecho de dar impulso al proceso de producción legislativa, mediante la presentación de iniciativas con proyecto de ley o decreto, como son: (1) los titulares del poder ejecutivo (presidente en el orden federal o gobernador en el orden estatal); (2) los propios legisladores; y, (3) los titulares de organismos públicos autónomos. Ahora bien, una vez presentada una iniciativa ante el poder legislativo (sea bicameral o unicameral), los órganos internos que intervienen son las comisiones parlamentarias o legislativas y el Pleno. El primero responde a un sistema de instancias de conocimiento, estudio y dictamen, entre las cuales se distribuye esa competencia de examen, atendiendo a la materia específica que deriva de la denominación de cada comisión. Por su parte, el Pleno es el verdadero órgano de decisión parlamentaria del que depende la aprobación de los dictámenes que le presentan las comisiones legislativas, conteniendo los proyectos de ley o decreto.

A esto se debe que las reglas del debate o discusión plenaria sean muy detalladas, pues con ellas se debe garantizar que los legisladores que hablan a nombre de sus grupos parlamentarios puedan expresar sus razonamientos y votos en pro o en contra de tal o cual ley propuesta, o de algunos artículos de la misma, sujetándose, al final de la discusión, a la votación que se resuelve conforme a la regla de oro de las asambleas políticas, que es la votación mayoritaria de la mitad más uno en favor de la propuesta o proyecto. Por supuesto, también existen votaciones en las que se exige una mayoría calificada superior a la antes señalada, que eleva la exigencia del número de votos y obliga, prácticamente en todo asunto, al acuerdo negociado de dos grupos parlamentarios o más, para poder impulsar los cambios que se buscan, como en el caso de: reformas constitucionales; designación de titulares o integrantes de ciertos organismos públicos especializados; o, para determinar la procedencia del desafuero o del juicio político contra servidores públicos que gozan de inmunidad procesal o protección especial en razón de la función que desempeñan.

A los órganos antes mencionados, deben sumarse, sustantivamente, los grupos parlamentarios o legislativos, que son verdaderas formas de organización interna que materializan la resolución de los acuerdos previos al debate legislativo, con el propósito de formar las mayorías parlamentarias necesarias para aprobar leyes, decretos, acuerdos o nombramientos. Ahora bien, las instancias de gobierno interior de los trabajos legislativos o políticos, son los vectores ordenadores del orden del día y de la formalización del tratamiento que se dará a todo asunto presentado ante el pleno, que finalmente se desahogan bajo la dirección de la mesa directiva, responsable del cumplimiento del orden del día, de los turnos y votaciones, y de la remisión de las leyes aprobadas al titular del poder ejecutivo, para su publicación en el periódico oficial, con lo cual se da la publicidad que la ley exige para que pueda dar inicio la vigencia de los instrumentos normativos, que se convierten en disposiciones de obligado acatamiento para los ciudadanos. Interesante ¿No?

jueves, 1 de junio de 2017

El Proceso Legislativo


El proceso legislativo es una secuela de actos, constitucionalmente determinados, que despliegan los parlamentos o congresos, mediante la seriación de un conjunto de acciones de examen, dictamen, discusión y, en su caso, aprobación de leyes, decretos o acuerdos que, en una primera fase, se realizan en sede congresional, para después habilitar una segunda fase que se despliega en sede ejecutiva. En efecto, existe la apreciación comúnmente equívoca de que el Poder Legislativo tiene el monopolio del proceso legislativo, cuando únicamente le corresponde conocer de los actos de iniciativa, discusión y aprobación de los cuerpos normativos o sus modificaciones; en tanto que, una vez surtidos esos pasos, toca al Poder Ejecutivo promulgarlos, sancionarlos y publicarlos; cuestión muy fácil de ilustrar si recordamos la coloquial potestad o facultad de veto que éste último tiene para hacer alguna observación respecto de las leyes, decretos o acuerdos aprobados en los congresos, haciendo con ello necesario que regresen al espacio congresional para la revisión de las observaciones del Ejecutivo, exigiéndose, generalmente, una votación calificada que puede ser de dos tercios de votos favorables de los presentes o del total de los legisladores que componen la Cámara, para que sean enviadas, sin cambios, nuevamente, a aquél poder.

Sea absoluta o calificada la votación que se requiera, invariablemente participan estos dos poderes públicos para el pleno inicio de la vigencia de todo ordenamiento. Incluso, hay quien se pronuncia por el argumento de que el Poder Judicial también tiene incumbencia, en la medida en que los tribunales facultados para revisar la constitucionalidad de las leyes o decretos aprobados pueden determinar que éstos son contrarios a la constitución y, entonces, sentenciar su anulación. No necesariamente es así, porque en todo caso la intervención del Poder Judicial no se da en forma ordinaria ni extraordinaria en el proceso legislativo, sino cuando éste se agota, pues, más bien, la acción de inconstitucionalidad o controversia constitucional que se inicia a petición de parte, sólo actúa sobre normas vigentes y, por tanto, como resultantes de un proceso legislativo concluido. Además, si el órgano judicial máximo -la Suprema Corte de Justicia de la Nación- ante el cual se desahoga la revisión de la constitucionalidad de las normas o actos de carácter general, determina que la ley o decreto aprobado es inconstitucional, ello no obliga necesariamente a reponer el proceso legislativo.

Por supuesto, como en todo, hay excepciones a la regla general; empero, trátase de especificidades que no cambian el proceso legislativo ni el monto de participación de los Poderes Legislativo y Ejecutivo, y realmente lo que opera en vía de excepción son un conjunto de actos de contrapeso que se erigen como “castigo” cuando algún poder “olvida” sus obligaciones, verbigracia: si no hay observaciones en un plazo de algunos días y el Ejecutivo no publica la ley o decreto aprobado, el Legislativo puede ordenar su publicación directamente; o como cuando se aprueba la ley orgánica del congreso, que no requiere de la promulgación, sanción ni publicación el Ejecutivo. Curiosidades legislativas ¿No?

viernes, 26 de mayo de 2017

Parlamento, congreso y constitución (sexta y última parte)


Nunca antes como en el siglo XIX fueron tan fuertes las asambleas políticas. Cuando fueron disueltas arbitrariamente, su desaparición bastó para justificar el uso de la violencia de quienquiera que exigiera su reinstalación, colocando al Estado en situación de crisis grave. Incluso, si alguna contrastación histórica es factible, podría hacerse un ejercicio de comparación de su poder político con el de las asambleas legislativas del siglo XX, cuando la fuerza de los parlamentos y congresos pareció menguar ante la preeminencia de los ejecutivos. La clásica noción de un parlamentarismo temible -cierto, en su vertiente decimonónica- se enfrentó, en el siglo que apenas concluyó, con la circunstancia histórica de un poder ejecutivo especializado y con mayores facultades que en el pasado. Guetzevicht, por ejemplo, ha denominado parlamentarismo hiperracionalizado al fenómeno de reducción del papel de las legislaturas frente a la notable especialización administrativa del gobierno; cuestión que puede ejemplificarse con el caso de Francia, que en 1958 transitó constitucionalmente de la Cuarta República -la denominada de los diputados- a la Quinta República -la De Gaulliana (como también lo apunta Chardenagor). Sin embargo, parlamentos y congresos hacen hoy más que antes, su independencia alcanza niveles de radicalismo que se observa sobre todo cuando el partido en el poder no alcanza el control del órgano legislativo o, al menos, el de una de sus cámaras, materializado en el número de diputados con los que mantiene una relación fiduciaria. Resguardada en su autonomía e independencia, la institución parlamentaria refleja posiciones diferentes o francamente enfrentadas, que actualizan uno de sus más típicos rasgos: el obstruccionismo, que obliga al legislador a un lobby más exigente, so pena de incurrir en la parálisis legislativa. No tenemos ley histórica que pueda predecir la decadencia de la institución parlamentaria, porque estamos ante la redefinición de su papel como órgano del Estado y, en consecuencia, ante la construcción de un nuevo sentido de la realidad parlamentaria. Hoy, la expresión parlamento o congreso sigue designando, genéricamente, a los sujetos estatales que tienen a su cargo la función de producir legislación ordinaria de orden nacional o local; quehacer que adquiere inusitada notoriedad política en los procesos de elaboración de cartas constitucionales nuevas. Indudablemente, los procesos de recreación constitucional son los momentos estelares en que mejor se aprecia la circunstancia histórica de la dinámica congresional, que se observa en el nivel de independencia y autonomía con que se desempeñan las asambleas legislativas como poder constituyente o como poder revisor extraordinario; sobre todo si se les contrasta con la intencionalidad de los ejecutivos o de los grupos de poder, al participar en la construcción de nuevas constitucionalidades que varían las formas de legitimación y de relación entre los factores del poder estadual. En el Estado contemporáneo, el Parlamento o Congreso encontró su lugar a lo largo de varios siglos, para asentarse firmemente como institución e instrumento político representativo, innegablemente vinculado al principio de soberanía popular, en el que descansa a plenitud. Vaya historia: Indiscutible.

jueves, 25 de mayo de 2017

Parlamento, congreso y constitución (quinta parte)


El parlamento moderno es producto de la razón occidental. Desde el mundo de las ideas, su cepa fue el pensamiento político de la ilustración y su fundamento filosófico el liberoindividualismo inglés, respaldos ambos de la práctica contestataria de las asambleas deliberantes y de los enfrentamientos violentos con el poder de la Corona sucedidos a fines del siglo XVII, cuya realidad se expandió en la Europa centro occidental en el transcurso de los siglos XVIII y XIX. Al admitir el valor del legado de los representantes de la Ilustración, sobre todo en el ámbito de la filosofía política, Isaiah Berlin se acerca al contenido de las ideas y su historia, sin dejar de señalar los errores de algunos filósofos ilustrados en la interpretación de los asuntos humanos. No pocos de ellos observaron la cientificidad de los métodos y categorías aplicados en las ciencias naturales, y manifestaron su interés o franca convicción en la existencia de leyes históricas a manera de uniformidades de carácter universal, que permitirían explicar y predecir los fenómenos sociales para evitar los males de su época.

El parlamento moderno se consolidó en este ambiente cultural, históricamente definido, apropiándose de ideales como la razón, la libertad y la felicidad humana. Pero, a diferencia de los pensadores, los parlamentarios ejercieron liderazgos en los congresos de la modernidad, con un sentido de la realidad parlamentaria basado en el cálculo eficaz del juicio político, para evitar generalizaciones y optar por decisiones empíricamente viables. Así, respecto de la filosofía de la ilustración, admitieron la universalidad de los valores humanos, pero fueron escépticos por cuanto a la inmutabilidad de la naturaleza humana.

La realidad parlamentaria se nutrió también del contractualismo teorizado con oposiciones y afinidades por Hobbes, Locke y Montesquieu. El contrato de cesión absoluta de derechos naturales en favor de un solo soberano, que Hobbes argumentó orgánicamente con la metáfora del Leviatán, fue combatido por el iusnaturalismo que Locke postuló como fundamento del gobierno civil. De hecho, a fines del siglo XVII, Locke se vinculó directamente con el partido liberal inglés, dotándolo de un discurso político que argüía derechos naturales de igualdad, independencia, libertad, propiedad privada y división tripartita del poder público; esta última, reelaborada por Montesquieu en el siglo XVIII bajo la concepción de legislativo, ejecutivo y judicial, como poderes sujetos a equilibrios y contrapesos.

A partir de la independencia de las colonias americanas y la revolución francesa, ocurridas en el último cuarto del siglo XVIII, el parlamento racionalizó e hizo realidad la herencia intelectual de los contractualistas liberales. Se arrogó la función de facturar leyes y legitimó su nuevo monopolio en cartas constitucionales: exactamente el mismo poder que en la actualidad posee. Con esta función, la realidad parlamentaria adquirió un nuevo sentido y dejó de ser una asamblea de mera deliberación de impuestos y declaraciones de guerra. Ahora decidía su aprobación y, además, la de todas las leyes nacionales, sin la intervención de ninguno de los otros poderes públicos. Continuaremos.

viernes, 19 de mayo de 2017

Parlamento, congreso y constitución (cuarta parte)


Hoy día, parlamentos y congresos forman parte del equipamiento cultural urbano. La arquitectura de sus edificios sigue un estilo monumental que desea realzar una función histórica de representación política, genética y diacrónicamente ligada con revoluciones, movimientos sociales y ejercicio de derechos de ciudadanía. Esforzándose por mantener un diálogo con el pasado, el parlamento ingresó en la modernidad urbana de las capitales occidentales, constituyéndose en legado cultural y patrimonio político, y asumiendo una identidad colectiva que, incluso desde el propio debate en la tribuna, acude a un lenguaje característico que conserva arcaísmos oratorios para reafirmar el valor de prácticas parlamentarias añejas aún vigentes: “Esta soberanía…” “Es cuanto señor presidente…” “Su señoría…” “El de la voz refuta al preopinante…” “Desde la más alta tribuna de la nación…”.

Por inercia o de manera deliberada, la personalidad parlamentaria desea que la conozcamos con los rasgos de una persona colectiva formada por un proceso histórico de continuidades y rupturas y, al mismo tiempo, como lugar natural del hombre contemporáneo. Bien podríamos decir que, en la cultura occidental, ciudad, parlamento y constitución representan la edificación de un lugar, la construcción de un sujeto y el diseño de un instrumento político que, a manera de simbiosis, conjuntan los argumentos liberales de la materialidad del progreso económico, la valoración discursiva de ideales democráticos y la garantía escrita de libertades humanas. De autores como Watsuji, podríamos derivar la idea de un paisaje parlamentario, es decir, del parlamento como institución inserta en el fenómeno de articulación de lo individual con lo social y, en esta circunstancia, como poseedor de un significado político-urbano de existencia propia, cuya historicidad, sin embargo, no podría comprenderse aislada de la amplitud del paisaje cultural construido, desde fines del siglo XVII, en el espacio geográfico denominado Occidente. Claramente, como invención humana moderna, el parlamento se extendió en la geografía occidental, pero acriollándose a la diversidad de climas y paisajes de regiones nacionales, provinciales o estatales.

En la fenomenología del paisaje y el clima que Watsuji propone como aspectos inseparables de la historia, la alternativa de un paisaje parlamentario sólo sería viable si lo relacionáramos con la noción de ser humano que denota la unión existencial del individuo y la totalidad. En este sentido, la comprensión del paisaje parlamentario no podría fundarse en la perspectiva dualista que aísla al individuo de las instituciones, como si se tratara de sujetos independientes que acaso ejercen influjos mutuos. Culturalmente, su examen sólo es posible si se le concibe como unidad, es decir, como autocomprensión del ser humano, en su doble estructura, individual e histórico-social. De este modo es posible hablar de un paisaje parlamentario, o sea, involucrando el nivel vivencial de las personas que experimentan de una manera u otra al parlamento, pero no como interioridad, sino como exterioridad expresada en el plano colectivo de la acción política, como imposición y libertad en la historicidad de la vida humana que se racionaliza por medio del derecho, en función de valores específicos que una formación social estima conveniente preservar. Continuaremos

jueves, 18 de mayo de 2017

Parlamento, congreso y constitución (tercera parte)


El parlamento inglés recurrió al estilo gótico desde el siglo XIII para edificar, históricamente, la primera sede parlamentaria, en Westminster, Londres. Destruido casi en su totalidad por un incendio en 1834, este original asentamiento fue reconstruido siguiendo un estilo neogótico de arcos, bóvedas y ojivas para denotar altura y, con ello, simbolizar un pasado señero que explicara el sentido y derrotero de una lucha de siglos por la supremacía política en Inglaterra. Poco importa que hoy día el recinto donde sesionan los 646 comunes no pueda albergarlos a todos al mismo tiempo, o que estos tengan sus oficinas fuera de Westminster, el edificio del parlamento inglés representa el lugar del que surge el gobierno constituido periódicamente y es, al mismo tiempo, vestigio y monumento histórico. Schorske ha señalado que: “La arquitectura de las ciudades se apropió de estilos de tiempos pasados para dotar de valor e historia a los distintos tipos de edificios modernos, desde estaciones de ferrocarril y bancos hasta los edificios que alojaban a parlamentos y ayuntamientos. Las culturas del pasado proporcionaban un ropaje digno con el que vestir la desnudez de la utilidad moderna.” Y en aquellas naciones donde su capital no cuenta con una sede legislativa medida en centurias, la construcción contemporánea recurre al distintivo histórico de la itinerancia política y de la persecución sufrida en el pasado. Nuestro país encuadra en esta situación. En periodos que van de unos días a decenas de años, el congreso mexicano ocupó edificios viejos y nuevos, casas de adobe, parroquias, iglesias y teatros. De las calles de Rayón y Victoria en la ciudad de Zitácuaro, al Palacio Legislativo de San Lázaro (su nombre oficial), veinticinco son los inmuebles que de manera pasajera o permanente fueron utilizados o construidos como sedes formales (dieciséis durante el proceso de independencia y las demás a partir de 1822). El actual recinto fue inaugurado en 1981 y, en su edificación, tanto el criterio arquitectónico como los materiales de construcción pretendieron simbolizar la raigambre histórica y política de la nación. Un opúsculo de la Cámara Federal de Diputados anota que: “Los materiales que principalmente se emplearon son los característicos del mismo centro [de la Cd. de México]: tezontle, cantera, losa de recinto y madera. Se buscó que el resultado formal enfatizara el propósito de la apertura democrática [referencia a la reforma política de 1977], y la plaza de acceso se abre invitando a la participación. En la fachada se resaltaron los colores nacionales: dos alas de tezontle rojo flanquean la portada de mármol blanco; al centro se encuentra la alegoría de la apertura democrática que José Chávez Moreno realizó sobre una placa de bronce oxidado en verde…El escudo nacional constituye el centro del elemento escultórico; una serie de banderas en movimiento simbolizan la pluralidad de pensamientos; de las enseñas surgen rostros que representan los movimientos populares que México habrá de ver. Una enorme serpiente emplumada es el símbolo de la cultura tradicional; encima de ella surgen vírgulas que al ascender se unen con varias manos, y cada una de éstas, acompañada por diferente alegoría, simboliza la diversidad política, económica y social del México contemporáneo. Corona el conjunto un gran sol con la inscripción: Constitución Política Mexicana.” Continuaremos

viernes, 12 de mayo de 2017

Parlamento, congreso y constitución (segunda parte)


Desde un contexto preindustrial, el parlamento transitó por la sociedad agraria y se acompasó al desarrollo de la sociedad industrial y el consecuente urbanismo del siglo XIX, creando la base normativo-liberal del moderno capitalismo. Noticia, ensayo o experimento, parlamentos y congresos fueron, ante todo, estrategia e instrumento de radicalización política: fungieron como portavoces de los movimientos sociales que destruyeron el poder absoluto que se negaba a admitirlos como contrapeso; racionalizaron y legitimaron los procesos de independencia; y, ante todo, preludiaron con oportunidad la instauración de los modernos Estados-Nación, en los que se insertaron como la parte circunspecta de un todo estadual institucionalizado en el cuerpo de cartas constitucionales.

A no dudar, absolutismo y republicanismo constituyen polos opuestos, y uno de sus elementos diferenciadores estriba en la existencia o no de asambleas públicas dotadas de facultades reales de control. Tanto es así que cuando se trata de elementos descriptivos duros, la teoría política vigente no para en mientes: como forma de estado, una nación es federal o centralista; como forma de gobierno, es monarquía o república. El entrecruce de formas es otro cantar; empero, hoy día ninguna variante formal puede concebir su praxis sin la presencia de un parlamento o congreso.

Lo anterior conlleva el intento de hacer consideraciones sobre cómo explorar el significado cultural del parlamento, cuando situamos su pasado en una configuración social concreta que nos permita un examen de contrastes con la actualidad en que se articula. En todo caso se trataría de un contraste de relativos y no de absolutos, en virtud de que la presencia del parlamento se ha generalizado en el espacio de la cultura occidental, identificándose con funciones políticas de representación, legislativas, de control y de gestión, pero con disimilitudes de aplicación en la especificidad de las geografías nacionales, provinciales o estatales donde se organiza.

En efecto, el proceso histórico que une el pasado parlamentario con los colegiados presentes no se funda en elementos estáticos. El parlamento o congreso es un alguien que ha construido un significado –o varios- con base en semejanzas y diferencias de acción política. No obsta que su presencia fuera una novedad histórica a fines del siglo XVIII o que en términos contemporáneos sea parte de la cotidianeidad cultural. En la disputa de teóricos y pragmáticos sobre si el parlamento es la soberanía o sólo parte de la soberanía, la institución parlamentaria nunca ha admitido dejar de ser propietaria o copropietaria de ella. Por supuesto, serlo o no es condición ineludible de análisis, en función de la diversidad histórica y social de espacios determinados y series de tiempo de distinta duración, debido a que ese es el atributo político fundamental con que las asambleas legislativas se incorporaron a plenitud en las urbes capitales. De hecho, convenientemente cobijadas en una arquitectura que intentó expresar, a la vez, su genealogía antigua y su heráldica moderna, con raras excepciones, las edificaciones parlamentarias o congresionales ya no se construyen, más bien se conservan. Continuaremos.

jueves, 11 de mayo de 2017

Parlamento, congreso y constitución


La existencia de asambleas en las que se discutía sobre asuntos de interés común puede documentarse desde la Antigüedad. La polis practicó esta forma de reunión pública y célebre es el enjuiciamiento de Sócrates por una asamblea de ciudadanos atenienses que decidió su muerte. En la civitas tuvo una notable institucionalización, y uno de los puntos en que se observa el paso de la república al imperio se liga con la decadencia de la asamblea senatorial romana y el ascenso de gobernantes omnímodos. Desde entonces, las asambleas y los gobernantes absolutos son personajes políticos que se repelen con dureza y beligerancia. El parlamento reconoce su antecedente más inmediato en las restringidas formas medievales de las asambleas locales que no poseyeron el sello de la dominancia, sino la característica de apéndices que sólo emitían opinión y daban consejo al soberano, pero sin mayor preeminencia en el ejercicio real del poder. Con todo y los arreglos que los estamentos ingleses lograron durante el siglo XII, contra la violación de costumbres feudales en que incurrieron los descendientes de Guillermo I -primer rey de Britania- y a quienes se obligó a la aceptación de cartas de coronación, la suscripción de ellas ante asambleas fue un asunto de excepción que no puede considerarse representativa de triunfos decisivos, dado que no se condicionaron límites verdaderos al ejercicio del poder monarcal.

La noción parlamento se acuñó en el siglo XIII y perduró; pero su naturaleza cambió sustancialmente a partir de la revolución inglesa que “gloriosamente” declaró su triunfo en 1688, cuando el viejo parlamento asumió un moderno e inusitado plusvalor político con el ascenso paradigmático de las asambleas legislativas al plano de la disputa y apropiación colegiada del poder público, reconfigurando la antigua función de consejería estamentaria –fuere consejo “grande” o “pequeño”- para recrearse en un nuevo espacio político en el que irrumpió exigiendo representatividad e independencia, expresadas fácticamente en el traslado del debate de la cosa pública y la toma de decisiones nacionales al seno del “lugar donde se discute” (significado originario de la palabra parlamento).

A partir de entonces se constituyó en el recinto de la soberanía y a finales del siglo XVIII, pero sobre todo en el XIX, el edificio parlamentario cobró una presencia urbana significativa en las ciudades capitales occidentales: primero en Inglaterra, cien años después en Francia y, diez años antes que ésta, del otro lado del océano adoptó el nombre de Congreso al establecerse la confederación pactada por las trece colonias americanas. En este continente, bajo formas unicamerales o bicamerales, las maneras congresionales llegaron para quedarse sin mayor problema en los Estados Unidos de América; y en la América hispanizada, a consecuencia de los procesos independentistas, en calidad de laboratorios ideológicos que ensayaron formas de estado y de gobierno, pagando el precio de sus prácticas constitucionales con la moneda parlamentaria más cara: la disolución de congresos. En Europa, los parlamentos sobrevivieron a la restauración monárquica que acometió Metternich, y el propio siglo XIX en que se quiso practicar su destrucción política se tornó, a contrapelo, en el siglo de oro del parlamentarismo. Seguiremos, con varias entregas.