jueves, 26 de enero de 2017

Constitución, Constitucionalismo y Constitucionalidad


Estos tres términos se relacionan estrechamente, pero con significado propio. Hoy existe la idea común de que la Constitución es la ley fundamental de un país, un pueblo o una nación, que establece los derechos de las personas y organiza el gobierno. En la tradición americana, de la que se ubica de la Constitución mexicana, a nosotros nos resulta familiar la expresión de Thomas Paine: “Una constitución no existe más que cuando la puede uno meter en su bolsillo”. Desde la antigüedad grecolatina, pasando por las constituciones medievales hasta las modernas, el concepto ha mudado su significado de manera notable, de forma que la famosa constitución griega de Clístenes, del siglo V a. C., no es lo mismo que la todavía más famosa Carta Magna inglesa de 1215, y mucho menos se parece a las modernas constituciones americana de 1787 o la francesa de 1791.  En la tradición europea, Lasalle acuñó, en el siglo XIX, la expresión de que la Constitución es “la suma de los factores reales de poder, vertidos en una hoja de papel”. El Constitucionalismo, en cambio, es una línea de pensamiento político que postula el acotamiento o fijación de límites al ejercicio del poder público, al tiempo de establecer como núcleo superior e impenetrable a los derechos humanos frente a la conducta de la autoridad arbitraria. Y como esto se logra mediante el consentimiento social expresado en un pacto político escrito, entonces, el Constitucionalismo, como aspiración y método político social, tiene al instrumento “Constitución” como su objeto, porque en él colma el fin que persigue de instaurar las fronteras del poder público instituido. Entonces, si la Constitución es un documento garante de derechos humanos y organización política, su método de expresión por excelencia es el derecho; en cambio, el Constitucionalismo es un ideario que, con constitución escrita o sin ella, posee un carácter valorativo y de posicionamiento y, por tanto, su forma expresiva fundamental es la praxis política. Ahora bien, la Constitucionalidad posee un significado que se implica con los de Constitución y Constitucionalismo, en la medida en que aquella se asume como un criterio de conformidad con: 1) la letra del texto constitucional; y, 2) con el ideal político que se propone como aspiración ética de organización colectiva de la que brotan los conceptos de Estado y Sociedad. Así, alguien puede pedir y promover mayores mecanismos de control sobre los poderes públicos; empero, es hasta que esta propuesta se aprueba en los textos constitucionales, que el Constitucionalismo como aspiración da paso a la Constitución como norma; y una vez que sucede el acercamiento entre estos dos conceptos y sus contenidos, cada vez que alguien ajusta su conducta a lo dispuesto por la Constitución se dice que su actuar posee Constitucionalidad. Luego entonces, el comportamiento de las personas y el propio de las autoridades siempre tiene como punto común este último aspecto: deseamos un Constitucionalismo realizable; queremos que esto se vierta en la letra de la Constitución; y, sobre todo, buscamos llenar de Constitucionalidad nuestros actos (encartamos esta colaboración corregida, del 3 de abril de 2014, por su conexión lógica con la serie de artículos que estamos publicando desde hace tres entregas, con motivo del próximo centenario de nuestra Constitución Federal). Seguiremos.

jueves, 19 de enero de 2017

Poder Constituyente, Constitución y Soberanía (III)

Si el Poder Constituyente es el creador de la Constitución y, por tanto, en ella: (1) establece los Poderes Constituidos; y, (2) reconoce los derechos de las personas; toda vez que es el depositario original de la Soberanía, cuestión que, de inmediato, apertura el problema de saber qué es o de dónde proviene la Soberanía. Al respecto, Tena Ramírez, respecto del Poder Constituyente, establece la existencia de la doctrina europea y la doctrina americana, así como sus diferencias. En tanto que, para la primera, el Estado es una ficción jurídica, es decir, una persona moral, cuya soberanía se ejerce a través de los órganos que lo integran y, en razón que los órganos se materializan en la actuación de las personas que obran en su nombre, llega a la conclusión de que la soberanía se deposita en los gobernantes. Por su parte, la doctrina americana –en la que se ubica el constitucionalismo americano– concibe a la Soberanía también como una ficción jurídica, pero que encuentra asiento en la voluntad del pueblo y no en la de los gobernantes. De modo que si en la versión europea se da una identidad entre soberanía y autoridad política (tesis de Duguit), y se estima que el Estado delega su soberanía en los gobernantes instituidos por la Constitución (tesis de Carré de Malberg); en la versión americana de Soberanía, por el contrario, no podría darse tal circunstancia, debido a dos razones: a) el poder soberano es independiente (hacia el exterior del Estado) y supremo (hacia el interior del Estado); y, b) la autoridad está fragmentada por razón de la división de poderes (más bien, separación de funciones) que se ejercen por diversos órganos estatales. Tena rechaza la doctrina europea, porque no resulta lógica con el principio de que es el pueblo el depositario de la Soberanía, quien al actuar como Poder Constituyente -mediante representantes- para darse una Constitución que exprese la organización política y jurídica de un pueblo o nación, ejerce un poder independiente y supremo que da vida, en el acto constituyente, a los órganos del Estado que son su creación. El principio lógico sería que de la parte no surge el todo; por tanto, ninguna autoridad política, autoridad legítima o autoridad competente, de cualquiera de los Poderes Constituidos, puede erigirse, en nuestro sistema constitucional, como depositario de la Soberanía, sino como población estatal con capacidad de acción jurídica específica, es decir, con competencia o jurisdicción limitativamente determinada. Concluyentemente, no podría decirse que la autoridad “encarna” trozos o fragmentos de Soberanía, porque entonces sus funciones serían ilimitadas; muy por el contrario, la autoridad acaso tiene competencia, es decir, capacidad de actuar dentro de los límites que establece la ley: “soberanía y límite jurídico son términos incompatibles; así ideológica como gramaticalmente”. Tena llega, por este camino, a admitir la tesis kelseniana de que únicamente un orden normativo es soberano, es decir, que la Soberanía, como potestad ilimitada de actuación, independiente y suprema, “una vez que el pueblo la ejerció, reside exclusivamente en la Constitución, y no en los órganos ni en los individuos que gobiernan”. Seguiremos.

jueves, 12 de enero de 2017

Poder Constituyente y Constitución II


Para Hauriou, la fundación y la revisión de la Constitución es siempre revolucionaria, en el sentido de que se opera con la participación de la soberanía nacional –poder mayoritario- y en nombre de la libertad política, porque para él, “el derecho revolucionario” se funda siempre en una “libertad primitiva. Es decir, al principio cada quien se hizo justicia por sí mismo; después, el Estado se arrogó esa función, pero aquel derecho primigenio no se esfumó, sino que se “ocultó” bajo la capa superficial del Derecho del Estado, esperando la oportunidad de irrumpir ante situaciones de rompimiento social en las que resurge el derecho de la sociedad, que se impone por la vía de la revolución. De aquí que la concepción de Hauriou sobre del Poder Constituyente descanse en los principios siguientes: (1) es una operación fundamental que requiere un poder fundador y un procedimiento de fundación; (2) el poder fundador o constituyente pertenece a la nación, tal como ocurre con los demás poderes del gobierno y, señaladamente, el legislativo; y, (3) como la nación no puede ejercer directamente ningún poder, incluido el constituyente, lo hace por medio de representantes en nombre de la nación. Como el derecho revolucionario nace de perturbaciones sociales hondas, el Estado organiza, en la Constitución vigente, los procedimientos pacíficos y reglados para su modificación, que permitan la elaboración de constituciones futuras; y, por eso, en los estados contemporáneos se ha ido abandonando la elección de congresos constituyentes, sustituyéndolos con la potestad legislativa constituida. En opinión de Hauriou, existe un derecho primario proveniente de la Nación, antes que el derecho engendrado por el Estado, porque lo social precede a lo estatal; de ahí que los representantes que ejercitan el Poder Constituyente obran más bien como representantes de la nación que como representantes del Estado, mientras que los que ejercitan el Poder Legislativo ordinario, obran más bien como representantes del Estado que como representantes de la Nación. No es difícil apreciar que, al tratar de clarificar qué debe entenderse por Constitución de un Estado, de inmediato se configura, por un lado, el plano socio-político y, por otro, el plano eminentemente formalista (jurídico). En efecto, históricamente la Constitución ha sido considerada como un fenómeno social vinculado al poder político, o bien como una totalidad jurídica inmutable o en movimiento. Carl Schmitt y Hans Kelsen han sido, respectivamente, los representantes arquetípicos de estas tendencias. Schmitt sostuvo que, en la creación jurídica del Estado, la nota esencial es la actitud volitiva para tomar en su momento una decisión política, porque, a su juicio, lo substancial del quehacer político es “tomar decisiones”. Mientras Kelsen buscó en el formalismo jurídico el lugar de verdades normativas nacidas a priori. Actualmente, los constitucionalistas hablan de un poder constituyente -originario o genuino-, y de un poder constituyente -constituido o derivado-: el primero funciona cuando se da una Constitución por primera vez; el segundo, cuando se reforma la Constitución vigente. Continuaremos.

jueves, 5 de enero de 2017

Poder Constituyente y Constitución


Cuando se reforma la Constitución Federal, o cuando hay procesos locales de renovación constitucional (como en Veracruz, en los años 1999-2000) o de nueva creación (como sucede ahora para la Constitución del Estado de la Ciudad de México), surge siempre la pregunta de quién es el facultado para ello; y, generalmente, se contesta que el Poder Constituyente es el creador de la Constitución y, además, el único facultado para modificarla. La opinión más compartida sitúa en Joseph Emmanuel Sieyés la paternidad de la teoría del Poder Constituyente, porque él se la atribuyó durante las sesiones para redactar la Constitución francesa de 1791. Efectivamente, la Revolución Francesa de 1789 abrazó un principio cardinal: el hombre es anterior y superior al Estado; por tanto, el hombre lleva en sí la posibilidad de alcanzar los fines más elevados de la interrelación humana, dejando al Estado los de cuidar la seguridad y el orden públicos, así como procurar la defensa y la moralidad sociales. Para lograr que el Estado pueda cumplir tales finalidades, se le debe institucionalizar, dotándolo de una Constitución Política, entendida, posteriormente, desde principios del siglo XIX, como el documento escrito compuesto de dos grandes partes: la dogmática, relativa a los derechos del hombre; y la orgánica, en la que se reglamentan las funciones correspondientes del poder público; ambas partes, poseen una correlación íntima en virtud de que los derechos de las personas sólo pueden ser tutelados y garantizados por un poder organizado, con funciones legislativas, ejecutivas y judiciales. El Poder Constituyente de Sieyès reposaba sobre los supuestos de igualdad y libertad; la doctrina de la representación política para la formación de la voluntad general; y, la organización del Estado sobre la base de la división de poderes (de funciones). Bajo esta lógica, el Poder Constituyente es el autor responsable de la institucionalización de los derechos del hombre (hoy, derechos humanos) y de la formación y distribución de los poderes constituidos. La concepción de Sieyès perduró, cayó en el olvido y la renovó Maurice Hauriou, en 1927, mediante el uso la noción de superlegalidad constitucional, donde cabrían los principios básicos de un régimen gubernamental, más la Constitución escrita como ley positiva, y sosteniendo que, para lograrlo, debe ocurrir, primero, la operación fundacional de un Poder Constituyente, distinto de los Poderes Constituidos, ubicado por encima de éstos, más un procedimiento de revisión idóneo para preservar la naturaleza rígida de la Constitución; y, en segundo lugar, la organización de un sistema de control jurisdiccional, para prevenir que las leyes ordinarias no conculquen los mandatos de la Constitución de la cual derivan; añadiendo que la fundación y la revisión de la Constitución es siempre revolucionaria, en el sentido de que se opera con la participación de la soberanía nacional –poder mayoritario– y en nombre de las libertades políticas. Para Hauriou, existiría una libertad primitiva, revolucionaria, justiciera; y, después, el derecho del Estado para procurar e impartir esa justicia en beneficio de la sociedad civil. Continuaremos.