jueves, 23 de febrero de 2017

El apostolado que nació el 22 de febrero de 1913


En este día y mes del año 1913 fueron asesinados Francisco I. Madero, Presidente de la República Mexicana, y el Vicepresidente José María Pino Suárez. El asesinato fue consecuencia inmediata de lo que en nuestra historia nacional se conoce como la “decena trágica”, que transcurrió del 9 al 18 de febrero de ese año –“decena” de 9 días-, a causa de la sublevación del general Manuel Mondragón y los también sublevados generales Bernardo Reyes (encarcelado como cabeza rebelde del Plan de la Soledad, de 16 de septiembre de 1911) y Félix Díaz (también en la cárcel, por su levantamiento en Veracruz, de 16 de octubre de 1912), quienes iniciaron una acción armada para derrocar al Presidente Madero. Reyes moriría casi de inmediato al querer tomar el Palacio Nacional, defendido por el general Gregorio Villar. Herido éste, Madero designó al general Victoriano Huerta para repeler la sublevación, no obstante que su hermano, Gustavo A. Madero, le habría alertado sobre la complicidad soterrada de Huerta con los levantados. La traición pactada se completaría con la participación activa del embajador americano en México, Henry Lane Wilson, quien incluso habría propuesto al presidente americano, William Howard Taft, la intervención armada en nuestro país.

Diversos historiadores señalan que, en su ánimo de reconciliar a la nación así como a los grupos y sectores militares y sociales que se habían enfrentado a partir de 1910, el Presidente decidió dejar intocado el ejército porfirista, procurando el desarme de los revolucionarios que le acompañaron en su camino hasta la Presidencia de la República (provocando la escisión de orozquistas y zapatistas, entre otros), con el propósito de evitar el sombrío desangramiento social de la nación que veía venir. Se sabe, por supuesto, de las convicciones democráticas del Presidente Madero, y de sus ideales de libertad en el más amplio sentido de la palabra, así como de su genuina fe en la reconciliación nacional; como también se sabe que, con la correlación de acciones políticas y fuerzas militares en que se encontraba, no podía haberle sido posible cumplir con sus ideas y aspiraciones más sentidas.

El 20 de febrero Madero y Pino Suárez fueron obligados a renunciar a sus encargos constitucionales, a petición de Pedro Lascuráin (Secretario de Relaciones Exteriores). Sujeto éste, a su vez, a las presiones de Huerta, con la renuncia firmada, Lascuráin nombró a Huerta Secretario de Gobernación y, de inmediato, renunció para dejar a éste el camino libre hacia la Presidencia, mediante una supuesta sustitución “constitucional”, con todos los tintes de ilegitimidad y usurpación que históricamente conocemos. Francisco I. Madero tenía sólo 15 meses de gobierno en febrero de 1913, y el día 22 de ese mes terminaría asesinado con engaños, cobardía y bajeza. Las nulas condiciones institucionales y la total indefensión personal con que enfrentó la muerte le ganaron el calificativo de “apóstol”, al precio de su sangre, la de su hermano Gustavo y la del Vicepresidente Pino Suárez. La indignidad de estos hechos traería el capítulo más funesto de la revolución mexicana, y abriría el larguísimo camino por la democracia que al día de hoy ha durado los 104 años transcurridos desde la muerte del “apóstol de la democracia”. Sin ninguna duda, siempre tendremos un compromiso con su memoria histórica y legado político. Conmemorémosla con respeto.

jueves, 16 de febrero de 2017

Centenario del Artículo 3° Constitucional (II)


Cuando Venustiano Carranza, Primer Jefe del Ejército Constitucionalista, expidió los decretos del 14 y 19 de septiembre de 1916, para convocar a las elecciones de los diputados que integrarían la Asamblea Constituyente e iniciarían sus trabajos formales el 1° de diciembre de ese año, lejos estaba de pensar que el Proyecto de Reformas a la Constitución de 1857, enviado como el objeto de los trabajos de la Constituyente Queretana, tomaría el inesperado derrotero de dar pie a una constitución materialmente nueva, no obstante que el producto legislativo resultante se llamó y se sigue llamando “Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos que Reforma la del 5 de febrero de 1857”. Si el Proyecto de Constitución y el documento político jurídico producido se quiso seguir, formalmente, como un procedimiento legislativo de reforma a la Constitución de 1857, lo cierto es que, por su contenido garantista y social, la Ley Fundamental reformada terminó siendo totalmente nueva y novedosa; y esto, debido, al menos, a la incorporación de los textos específicos de los icónicos artículos 3°, 27 y 123, a saber: Educación; Propiedad originaria de la Nación y Justicia Agraria; y, Derechos sociales de los Trabajadores, respectivamente. Don Jorge Carpizo ha expresado, quizá, la opinión más equilibrada para entender el proceso constituyente reformador: “la razón de una nueva constitución estriba en que las leyes expedidas por Carranza en uso de las facultades extraordinarias de que había sido investido, se cumplían porque el pueblo con las armas en la mano las hacía cumplir, pero tratar de encuadrarlas dentro de la Constitución de 1857 no era posible, por el corte liberal e individualista de ésta”.

Desde el inicio de los trabajos del Congreso Constituyente se formaron dos alas: una, moderada, encabezada por Luis Manuel Rojas Diputado por Jalisco y Presidente de la Asamblea; y otra, radical, liderada por el michoacano Francisco J. Mújica. El proyecto carrancista era liberal, sin duda, pero sin alusiones importantes sobre la lucha social revolucionaria, cuestión que se convirtió en motivo de debate exigente por parte del ala radical porque la extendida guerra intestina había involucrado de una manera u otra a todas las capas sociales: campesinos, obreros, trabajadores y maestros. Fue de la 12ª a la 15ª sesiones ordinarias del Congreso Constituyente (del 13 al 16 de diciembre de 1916), que tuvo lugar el acalorado debate en el que, por 99 votos contra 58, se aprobó el texto del artículo 3° constitucional, para aprobar un texto que reiteraba la exclusión de las órdenes religiosas de la docencia, discusión comandada en forma encendida por el Diputado Francisco J. Mújica, ante las voces que estimaban conveniente no excluir a la religión de la enseñanza, incluso personalizando el debate en la figura de Álvaro Obregón acusado de intervenir en los asuntos del Congreso e “inspirando el jacobinismo desmesurado en algunos Diputados”, como nos lo recuerda J. Gamas Torruco. La aprobación del dictamen de la Comisión, finalmente, elevó a la letra constitucional de 1917 las características de la enseñanza: libre, laica y gratuita, pero las reformas de 1934 y 1946 mostrarían a la Educación como un campo socialmente fértil y políticamente controvertido. Seguiremos.

jueves, 9 de febrero de 2017

Centenario del Artículo 3° Constitucional


Bajo el concepto Educación hemos agrupado, históricamente, el conjunto de acciones por el que una persona, una familia, un grupo o una comunidad, transmite a sus congéneres o las generaciones que le suceden, una gama de habilidades, destrezas, técnicas, métodos y conocimientos. Multitud de autores introducen interpretaciones y matices, detalles o diferencias, para adoptar posturas sobre cómo se ha realizado y puede realizar el proceso educativo; pero habitualmente existe unanimidad en que la herencia cultural de una generación a otra se da por vías informales, no formales y formales. El desarrollo del Estado Nacional, el crecimiento demográfico mundial y las nociones de igualdad, equidad y libertad de que se nutre la defensa de los derechos humanos y la opción por la democracia, han traído consigo, desde el primer tercio del siglo XIX y por supuesto en el siglo XX, asumir el concepto Educación como un derecho humano, constitucionalmente universal, a la vez de política pública fundamental y un servicio público permanente, uniforme y continuo, que ha dado lugar a los sistemas educativos nacionales de hoy día, con un impensado y gigantesco crecimiento de instalaciones, niveles y modalidades educativas, que se refleja en la amplia matrícula escolar de prácticamente cualquier país. En el nuestro, por cuanto al vector político-jurídico, Melgar Adalid ha escrito que “Todos los textos constitucionales de México, vigentes o no, producidos por conservadores o liberales, todos los planes políticos y las propuestas y ofertas de gobierno, se han referido al tema de la educación”. Y, en efecto, así ha sido desde la Constitución de 1824 e, incluso, antes, hasta las de 1857 y de 1917. El tema es recurrente y conceptualmente diverso, porque, a tono con el contexto histórico de cada “momento” normativo o constitucional, se ha utilizado el concepto que se ha estimado idóneo, a saber: “enseñanza pública”, “educación de la juventud”, “instrucción pública”, en la Constitución de Cádiz de 1812; “instrucción”, en la Constitución de Apatzingán de 1814; “plan general de educación”, en el Plan de la Constitución Política de la Nación Mexicana de 1823; “ilustración” y “educación pública”, en la Constitución de 1824; “educación pública”, “primera educación” y “establecimientos de instrucción”, en las Leyes Constitucionales de 1833; “enseñanza libre”, en la Constitución de 1857; educación “libre”, “gratuita” y “laica”, desde hace cien años en la Constitución de 1917; hasta llegar a los conceptos de educación “obligatoria”, “laica”, “gratuita”, métodos educativos”, “organización escolar”, “infraestructura educativa”, “idoneidad de docentes” ysistema nacional de evaluación educativa, conforme a las reformas constitucionales de 26 febrero 2013. Por supuesto, el núcleo de la relación educativa está dada por los maestros y los aprendientes, situados en el contexto amplio de un sistema educativo que puede adoptar formas federales, estatales o municipales, debido a que desde la órbita político-constitucional se entiende que las políticas educativas las instituye el Estado y que, a la vez, la educación cumple una función social de primer orden para la transmisión generacional de conocimientos, habilidades y destrezas, pero también de fines, valores e ideales. La Educación es una inversión humana de gran calado y efectos reales y se le concibe, además, como una “vacuna” para la mejora social. Seguiremos.

jueves, 2 de febrero de 2017

Centenario de la Constitución Federal de 1917


La Constitución de 1917 tiene en nuestra historia social y política, un sentido unionista que le viene de sus antecesoras de 1824 y 1857. Don Jesús Reyes Heroles escribió hace ya un buen rato que, de 1808 a 1873, México realizó su difícil construcción como estado nacional y que, respecto de ese largo periodo de contextos armados complicados y políticamente turbios, politólogos, historiadores y abogados coinciden en otorgar importancia a los momentos constitucionales de 1824, 36, 43 y, sobre todo, 1857, y las subsecuentes reformas de 1867 y 1873. La Constitución de 1917 tiene un nexo lógico con estas inflexiones, porque las constituciones mexicanas nunca han sido literalidades jurídicas ahistóricas; sino, ante todo, datos historiográficos duros indispensables para comprender el proceso de formación del Estado mexicano. Y es así, porque las constituciones son un instrumento político antes que un ejercicio jurídico. La nuestra refleja esta superlativa condición en su propio nombre: Constitución POLÍTICA de los Estados Unidos Mexicanos. Como recreación constitucional de sus predecesoras, la Ley Fundamental de 1917 creó derechos sociales y extinguió los de minorías privilegiadas, introdujo cambios inmediatos en el régimen económico, modificó equilibrios políticos y reconfiguró las relaciones colectivas, apoyándose en el principio de reformabilidad constitucional que hoy día le sigue dando un sentido políticamente unificador y jurídicamente garantista, para mantener en relación la normalidad (de la vida social) con la normatividad (construida sobre esa realidad). Francisco Zarco, con su característica prosa, ya nos había enseñado esta verdad primordial desde el constituyente de 1857: “El Congreso sabe muy bien que en el siglo presente no hay barrera que pueda mantener estacionario a un pueblo, que la corriente del espíritu no se estanca, que las leyes inmutables son frágil valladar para el progreso de las sociedades…y que el género humano avanza día a día necesitando incesantes innovaciones en su modo de ser político y social”. La data histórica muestra que la relación entre los hechos sociales y la producción normativa es esencialmente dialéctica, porque si bien la dinámica de la vida social modifica las reglas jurídicas imperantes o crea nuevas, a su vez, también la adopción de nuevas disposiciones jurídicas cambia ulteriormente el comportamiento público. En México, como en otras latitudes, las constituciones han sido consecuencia sintomática de una formación histórico-social, necesitada de una cura política que no se puede encontrar únicamente en la variable jurídica, aun cuando en ésta deba buscar, ineludiblemente, la apoyatura instrumental para expresar la proporcionalidad de pactos sociales políticamente posibles. A 100 años de su publicación, la Constitución Federal del ´17 acusa 686 modificaciones, y una de las últimas elevó a la categoría de Estado a la Ciudad de México, cuyo Constituyente Permanente originario acaba de culminar su actuación apenas este 31 de enero de 2017, con la aprobación de la primera Constitución de este nuevo Estado de la Federación. En esta línea, recordemos que la Constitución de Veracruz del año 2000 reformó integralmente la Constitución de Córdoba de 1917, produciendo un moderno y enriquecido texto constitucional que cumplirá, el 4 de febrero próximo, 17 años de vigencia como genuino referente del movimiento de renovación constitucional que se han venido dando en nuestro país durante el siglo XXI. Bien.