El estudio de una concreta y determinada población
configura una realidad, tanto en su aspecto estático como en el dinámico, donde
tienen cabida diseños de investigación fundados en aspectos que van desde la
factorización de prácticas sexuales reproductivas o inhibitorias, el carácter
endogámico o exogámico de las relaciones humanas, o su representación en
convencionalismos socialmente aceptados, hasta llegar a la correlación con
factores que integran el objeto de análisis de otras disciplinas: usos y
costumbres; fuerza de trabajo y producción económica; complejidad industrial y
organización política. Dicho de otro modo, la Demografía clásica camina inevitablemente hacia una Demología de osamenta
interdisciplinaria. Si bien las expresiones numéricas están siempre presentes,
resulta claro que las tasas y fórmulas demográficas sólo adquieren sentido si
se las interpreta como resultantes de fenómenos sociales. Cierto es que se
sirve del conocimiento matemático para los cálculos descriptivos de las
poblaciones que observa; pero aspira también a la explicación del fenómeno
poblacional y su proyección espacio-temporal, para lo cual construye modelos y
elabora predicciones, de utilidad hoy día incuestionable, sobre todo frente a
la instauración de políticas públicas y a la instrumentalización conceptual del
desarrollo regional. La determinación de la población como objeto de estudio, a
partir de la observación cuantitativa de agregados humanos, ha derivado en el
registro de constantes macrodemográficas. Por ejemplo, la empiria muestra que
el número de nacimientos sucede de manera constante, en proporción de 105 hombres
por cada 100 mujeres, y que este índice de masculinidad al nacimiento se altera
inmediata o paulatinamente con el paso del tiempo, creándose diferenciales
poblacionales según edad y sexo, fácilmente comprobables con el cálculo de las
tasas de natalidad y de mortalidad, que registran diferencias inmediatas
durante el primer año de vida, en la generación correspondiente a un año civil.
De este dato se obtiene, verbigracia, otra constante empírica: la tasa de
mortalidad infantil, es decir, la que ocurre entre el nacimiento y el primer
año de vida, que es siempre la más alta en cualquier población y, además, es
mayor entre los niños que entre las niñas. Al respecto, en
la década de los sesenta del siglo anterior, Wrigley anotaba: Algunas de las constantes puestas de relieve
por el estudio de las poblaciones se encuentran en todas las sociedades y
persisten incluso en casos que, a primera vista, parecen muy diferentes. La
demografía no puede desentenderse de los factores culturales característicos de
regiones que asumen un comportamiento poblacional propio. Como en el binomio
población-región habita el binomio generalidad-especificidad, la
regionalización se impone, porque las constantes que se registran adquieren
manifestación propia según la territorialidad que se desee estudiar, dado que
existen ambientalidades demográficas concretas. Así, la formación o disolución
de las familias según las ideas, costumbres y normativas imperantes en tiempos
y lugares definidos, produce estructuras poblacionales diferentes. Al
combinarse el concepto población con
el de región, ingresamos en la
circunstancia de que el fenómeno demográfico es un hecho social y, por ende, de
naturaleza cultural. He aquí su necesidad interdisciplinaria.
jueves, 30 de marzo de 2017
viernes, 24 de marzo de 2017
Demografía y actualidad
De la primera y segunda ediciones en español de “El Análisis Demográfico” de Roland
Pressat correspondientes a los años de 1967 y 1983, respectivamente, a la
tercera edición del 2000, la advertencia que Alfred Sauvy expresara en el
Prefacio de la primera publicación ha desaparecido. Señalaba él, en los años
sesenta, la “trayectoria desigual y
difícil” que había tenido el análisis demográfico, desatendido de origen
tanto por los poderes y opinión públicos como por las universidades. De
entonces a la fecha, la situación ha cambiado diametralmente y a ello se debe,
sin duda, que la preocupación inicial contenida en el prefacio ya no se anote
en las últimas ediciones publicadas en francés y en español. En efecto, lejos
nos encontramos ya de los supuestos considerativos del siglo XIX y principios
del XX, cuyas conclusiones sobre el comportamiento poblacional dejaban sentir
la idea sola de automatismos naturales perennes.
En el curso de los últimos cincuenta años, la
acelerada sistematización de la demografía y la notable expansión de los
estudios demográficos en el conjunto del conocimiento científico, ha dado lugar
a una enorme producción de datos sobre la población mundial, con numerosísimos
desagregados en los niveles continental, subcontinental o regional. De las
macro a las meso y microinvestigaciones, la variable demográfica ha pasado a
constituir un elemento “duro” al que
a menudo se recurre para contextualizar los más diversos protocolos en ciencias
sociales -e, incluso, en aquellas denominadas naturales, como la biología y la
zoología cuando se examinan poblaciones celulares o animales. Recíprocamente,
conocer la demografía específica de un agregado humano obliga al investigador a
asociar variables socioeconómicas, etnohistóricas o geográficas, sólo por
mencionar algunas de las más frecuentes. Como
en todo acercamiento a fenómenos sociales, la demografía admite el nivel
analítico de lo estático, en la medida de los perfiles y tendencias
demográficas observadas en un momento determinado. Empero, por referirse al
ámbito colectivo, la comprensión dinámica de las conductas agregadas necesita
del análisis de los procesos poblacionales en duraciones largas, susceptibles
por supuesto de cortes y subdivisiones interiores. Así pues, el fenómeno
demográfico es un entramado de permanencias y transformaciones y, al igual que
en toda perspectiva global o desde arriba, la adjetivación que resulta de la
variedad de enfoques disciplinarios incide en el entendimiento de estados y
movimientos concebidos estructuralmente, con deliberada independencia del
circuito individual. Claro que la demografía
no niega la vitalidad de la esfera de lo individual; por el contrario, reconoce
esta dimensión como fuente original de los hechos que adquieren magnitud
social, factibles de explicación teóricamente posible e instrumentalmente
mensurable. Así, que una pareja no practique formas de control natal no resulta
demográficamente importante en sí mismo, pero que esto constituya la práctica
de un elevado número de parejas en edad fértil –sea por convicción, por
persuasión o por inercia cultural- tiene un impacto directo sobre el
crecimiento de cualquier conglomerado humano. Seguiremos.
jueves, 23 de marzo de 2017
Juárez, siempre Juárez
El pasado 21 de marzo conmemoramos el natalicio de
Benito Juárez, cuyo papel en la formación del Estado mexicano es innegable. Sea
en las versiones de los hombres de su tiempo o en las de nuestros
contemporáneos, unos y otros reconocen, con pasión o sin ella, su legado
político y jurídico, así como su indiscutible lugar en la historia nacional. Su
papel central y decisivo produjo el alumbramiento del Estado nacional mexicano,
antecedido por un tortuoso y largo proceso de gestación iniciado en 1808-1810.
Las armas de Juárez fueron la Constitución de 1857, las Leyes de Reforma y una
generación de notables pensadores y militares acaudillados por él, que tenían
muy clara la convicción de que la prueba histórica que debían afrontar era
ideológica y armada. Eso fueron la Guerra de Reforma (1858-1861) y la
intervención imperial francesa (1862-1867). Los correligionarios de Juárez
fueron Ignacio Ramírez, Santos Degollado, Ignacio Manuel Altamirano, Vallarta,
De la Fuente, Iglesias, Zamacona y, por supuesto, Guillermo Prieto, Miguel y
Sebastián Lerdo de Tejada y Melchor Ocampo. Krauze los llama “hombres soberbiamente independientes” y da
cuenta de la expresión que don Antonio Caso usara para aludir a ellos: “parecían gigantes”. Juárez buscó y
ejerció el poder por la vía constitucional, y la muerte le ¿impidió? hacerlo de
otra forma como algunos han apuntado. Nació en 1806 y ningún otro héroe, prócer
o personaje de la historia nacional tiene esa semblanza admirable y
sorprendente que proviene de su condición étnica, marginalidad familiar,
esfuerzo personal, educación, carácter y circunstancia histórica, coronando una
antología que ha sido gloriada desde el mismo día de su muerte, la noche del 18
de julio de 1872, hasta nuestros días. Zapoteco, pastor de ovejas, estudiante
de jurisprudencia (abogado), litigante, regidor, diputado local, diputado
federal, servidor público, fiscal del Tribunal Superior de Justicia de Oaxaca,
cogobernante de su Estado (en el triunvirato interino de 1846), gobernador,
ministro, Presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, preso político
y Presidente de la República. Tremenda biografía. Sería en su último discurso
como Gobernador del Estado de Oaxaca, en 1852, en la apertura del primer
período de sesiones ordinarias de la X Legislatura del Estado, que acuñaría la
expresión: “vivir en la honrosa medianía
que proporciona la retribución que la ley haya señalado”, que
reiteradamente es invocada en la conmemoración de su natalicio, en alusión a lo
que él consideraba la responsabilidad en el trabajo público. Juárez vivió sus
ideas a cabalidad. Liberal, laico, estoico en su convicción por la ley, serio
en el ejercicio del poder y adusto en su persona. Krauze dice que Juárez
infundió a la silla presidencial la “sacralidad
de una monarquía indígena con formas legales, constitucionales y republicanas”.
Fuentes Aguirre (Catón) dice que el mayor acierto de ese “hombre indomable” fue mantener la Presidencia durante la invasión
francesa; y, en alusión a su comentario final, prefiero quedarme con la más
humana valoración de lo que puede decirse de todo hombre y toda mujer de
esfuerzos y convicciones probadas en el curso de sus vidas: a las personas hay
que valorarlas, apreciarlas y medirlas por el saldo positivo de vida que
resulta de la suma de la grandeza sus aciertos. Nunca se equivoca, el que nunca
hace nada: y Juárez hizo mucho.
jueves, 16 de marzo de 2017
Educación Superior y Autonomía (IV)
La disposición constitucional que prevé la
autonomía de las instituciones públicas de educación superior es la fracción
VII del artículo 3° de nuestra Ley Fundamental, que a la sazón señala: “Las universidades y las demás instituciones
de educación superior a las que la ley otorgue autonomía, tendrán la facultad y
la responsabilidad de gobernarse a sí mismas; realizarán sus fines de educar,
investigar y difundir la cultura de acuerdo con los principios de este
artículo, respetando la libertad de cátedra e investigación y de libre examen y
discusión de las ideas; determinarán sus planes y programas; fijarán los términos
de ingreso, promoción y permanencia de su personal académico; y administrarán
su patrimonio. Las relaciones laborales, tanto del personal académico como del
administrativo, se normarán por el apartado A del artículo 123 de esta
Constitución, en los términos y con las modalidades que establezca la Ley
Federal del Trabajo conforme a las características propias de un trabajo
especial, de manera que concuerden con la autonomía, la libertad de cátedra e
investigación y los fines de las instituciones a que esta fracción se refiere…”
Por supuesto, la autonomía ya había sido
otorgada desde la cuerda legal, como lo hemos comentado en las entregas
anteriores, en relación con el caso icónico de la Universidad Nacional Autónoma
de México; sin embargo, la tercera modificación efectuada el 9 de junio de 1980
por el Constituyente Permanente al artículo 3°constitucional, tuvo por
propósito llevar a su máxima expresión y consideración como garantía
individual, el ahora reformulado derecho humano relativo a la educación
superior, al tiempo que, orgánicamente, protegió la vida interior de las
instituciones públicas respecto de cualquier intromisión indebida en el status
y en las formas, mecanismos y procedimientos que las universidades públicas
autónomas se den a sí mismas, en uso de este atributo fundamental.
Desde entonces, paulatinamente vinieron
expidiéndose diversas “Leyes Orgánicas”, tanto federales como estatales, para
formalizar, materializar y dar contenido a estos entes públicos educativos de
autogobierno, cuya historia seglar, desde la colonia a nuestros días, tiene una
larga tradición que va de sus orígenes renacentistas y religiosos hasta llegar,
en nuestra época, a los criterios de objetividad, cientificidad, laicidad,
pluralidad y universalidad que invisten a las casas de estudio universitarias
que son creadas o actualizadas conforme al actual atributo autonómico que da la
constitución federal. Esta facultad es de una amplitud tal que da protección al
trabajo intelectual, académico y de investigación, que se realiza intramuros
con el fin de producir conocimientos para tener efectos extramuros, mediante la
aplicación del saber en el entorno social y en la vida colectiva. La autonomía
es el atributo fundamental logrado en el espacio constitucional, para favorecer
el desarrollo social, el de nuestra nación en la vertiente del conocimiento, en
el impacto social a producir y en la creación de los insumos humanos necesarios
para acrecentar nuestro capital de vida.
viernes, 10 de marzo de 2017
Educación Superior y Autonomía (III)
Entendida la soberanía como la potestad o
capacidad de “autodeterminación plena,
nunca constreñida por determinantes jurídicos extrínsecos a la voluntad del
soberano” (el monarca en el pasado; el pueblo en la actualidad); entonces la
autonomía es la facultad o atribución de una institución para “determinar su vida interior”, aunque “conforme a los límites que establece la Ley”
que estipula su organización y funcionamiento, aprobada por un poder o fuerza
ajeno a la propia institución educativa, ergo: los Congresos federal o
estatales, según el caso. En términos constitucionales, la explicación es,
fundamentalmente, lógica: el único soberano es el Estado Nacional (que sea
federal o que sea central, al caso es irrelevante), y todas las demás formas
subnacionales (estados federados, provincias, regiones o departamentos; así
como organismos autónomos del Estado, organismos descentralizados o
universidades autónomas) se sujetan a la normativa creada por aquél, pues si
éstas también fueran soberanas, habría entonces varios Estados dentro de un
Estado, lo cual resulta política, jurídica y sociológicamente ilógico y
asistemático.
Ahora bien, nos importa comentar que la
autonomía de las instituciones de educación superior no es cosa menor, sobre
todo si se considera que, tratándose de instituciones públicas de educación
superior, los actos de base constitucional que despliegan se sujetan al
principio, también constitucional y jurisprudencial, de que sólo pueden hacer
aquello que les autoriza la ley; pero, como nos lo recuerda don Felipe Tena
Ramírez, en las obras citadas en nuestra colaboración anterior: si la atribución
concedida en Ley no tiene acotamientos, entonces los límites se difuminan y su
única frontera es la propia letra de la Constitución Federal. Por eso, hoy día,
cuando se legisla en materia de autonomía de instituciones públicas de
educación superior, se busca que la ley orgánica en ciernes señale, clara y
expresamente, que se tiene autonomía técnica, presupuestal y de gestión, es
decir, capacidad de autogobierno, libertad para la determinación de planes y
programas de estudio, y capacidad para aprobar sus estatutos, reglamentos,
acuerdos y lineamientos internos, como lo prevé el artículo 3°, fracción VII,
de nuestra Ley Fundamental.
La Suprema Corte de la Nación lo ha
interpretado así: “Autonomía Universitaria. Sólo puede establecerse mediante un acto formal
y materialmente legislativo…La autonomía de las universidades quedó sujeta al
principio de reserva de ley, motivo por el cual sólo puede establecerse a
través de un acto formal y materialmente legislativo, similar a las leyes
orgánicas expedidas por el Congreso de la Unión o las Legislaturas Estatales”.
A esto se debe que, en el plano académico, político, jurídico y financiero, cuando
cualquier autoridad de cualquier poder público (ejecutivo, legislativo o
judicial), pretende opinar, influir o decidir sobre la vida interna de las
instituciones de educación superior públicas a las que la ley otorga autonomía,
su profesorado y alumnado reaccionen de inmediato para defenderse de intervencionismos
abusivos. Cierto.
jueves, 9 de marzo de 2017
Educación Superior y Autonomía (II)
Si la presentación del proyecto de Universidad
Nacional de México, que hizo Justo Sierra en 1881, cristalizó casi treinta años
después, el 22 de septiembre de 1910, fue hasta el 22 de julio de 1929 que se
publicó la Ley Orgánica que trajo la autonomía de la Universidad Nacional -incorporada
como atributo jurídico. Esta Ley habría de ser sustituida por la Orgánica de 21
de octubre de 1933 y ésta, a su vez, por la del 6 de enero 1945, conforme al
proyecto inicial de don Alfonso Caso y su promulgación, después de surtirse el
proceso legislativo, por el presidente Manuel Ávila Camacho, que trajo además
su denominación legal: Universidad Nacional Autónoma de México.
La Ley del ´45 trajo consigo la auténtica
autonomía de la máxima Casa de Estudios de nuestro País, pues a diferencia de
los ordenamientos anteriores, en los que el titular de la Rectoría era nombrado
por el Consejo Universitario de una terna que enviaba el Presidente de la
República, ahora pasó a ser exclusiva atribución de la Junta de Gobierno -cuyos
integrantes son electos a su vez por el Consejo Universitario- nombrar al
Rector de la institución.
Ahora bien, resulta importante entender el
significado de la autonomía de que goza la UNAM, como atributo de todas las
instituciones federales o estatales educativas a las que la ley otorga esta
calidad. Desde el contexto constitucional, Felipe Tena Ramírez, universitario
distinguidísimo, primero maestro de la Escuela Libre de Derecho y después de la
Universidad Nacional Autónoma de México, Ministro de la Suprema Corte de
Justicia de la Nación y autor, entre otros, de los libros “Derecho
Constitucional Mexicano” y de “Leyes Fundamentales de México”, obras sólidas e
icónicas, de estilo y profundidad no superada, escribió al respecto, tomando
como ejemplo histórico jurídico y referente constitucional para entender la
relación entre Federación y Estados, que:
“La doctrina suele dar el nombre de
“autonomía” a la competencia de que gozan los Estados miembros para darse sus
propias normas, culminantemente su Constitución. Trátase de distinguir así
dicha competencia de la “soberanía”, que, aunque también se expresa en el acto
de darse una Constitución, se diferencia de aquélla por un dato de señaladísima
importancia. En efecto; mientras la soberanía consiste, según hemos visto, en
la autodeterminación plena, nunca dirigida por determinantes jurídicos
extrínsecos a la voluntad del soberano, en cambio la autonomía presupone al
mismo tiempo una zona de autodeterminación, que es lo propiamente autónomo, y
un conjunto de determinaciones jurídicas extrínsecas, que es heterónomo”.
Dicho de otro modo, la Ley Orgánica es externa a la institución universitaria,
porque le viene dada de fuera -por el Poder Legislativo- y a ella se sujeta,
pero es la propia Ley la que le da la potestad de autogobierno y de darse su
normativa interior, personalidad jurídica y patrimonio propios, y libertad para
diseñar sus planes y programas de estudio, entre lo más señalado, en
concordancia con lo dispuesto en el artículo 3°, fracción VII, de la Constitución
Federal en esta materia. Continuaremos.
sábado, 4 de marzo de 2017
Educación Superior y Autonomía (I)
La educación superior en México hunde sus raíces en la originaria idea de Juan de Zumárraga, Obispo de México, fundador en el primer tercio del siglo XVI del Colegio de Tlatelolco, antecedente de la Real y Pontificia Universidad de México formada mediante Real Cédula de septiembre de 1551. Su creación no se dio “en seco”, como suele decirse. Antes de esa fecha, en 1539 se conoce la Cédula del Virrey Mendoza en pro de la existencia de una universidad; en 1540 empieza a funcionar el Colegio de San Nicolás, a instancias de Vasco de Quiroga; García Cubas refiere que Fray Alonso de la Veracruz obtiene Real Cédula de Carlos V para fundar y dirigir la Universidad de Tiripitío; y entre 1545 y 1564, con motivo del Concilio de Trento que ordenó la fundación de seminarios en teología, la Universidad se ciñe a la formación de bachilleres, licenciados y doctores en derecho y médicos cirujanos.
Después, ya en el siglo XVII, conocemos la fundación de instituciones universitarias: el Colegio de San Javier, en Mérida (1624), que otorga grados académicos semejantes a los de las universidades españolas; el Seminario Tridentino (1644) de Juan Palafox, Obispo de Puebla, que tres años después se fusiona con el Colegio de San Juan Evangelista para formar el Real y Pontificio Colegio o Seminario Tridentino; en 1678 nace el seminario de Nuestra Señora de la Concepción, en Chiapas. El siglo XVIII ve nacer y desaparecer Colegios: en 1701, el Colegio de Santa María de Todos Santos; el Colegio de San Pedro (1711), Mérida, que cierra en 1726 por falta de sostén; en 1767, con la expulsión de los jesuitas, desaparecen 24 colegios, 10 seminarios y 19 escuelas; y el Real Gobierno crea el Colegio de Nobles Artes de San Carlos (1781), el Jardín Botánico (1788), la Real y Literaria Universidad de Guadalajara (1791) y el Real Seminario de Minería (1792).
En el siglo XIX, la incipiente vida nacional se encontró dominada por el largo y penoso enfrentamiento de liberales y conservadores, produciendo serias limitaciones educativas en todos los niveles y, sobre todo, vaivenes mortales para la Educación Superior, ocasionados por ideas y circunstancias encontradas: en 1833, Valentín Gómez Farías ordena suprimir la Universidad e, igualmente, lo hace Ignacio Comonfort en 1857; Félix Zuloaga la reabre en 1858 y Juárez la desaparece en 1861; los franceses la reabren en 1863 y Maximiliano la cierra en 1865; por fin, en diciembre de 1867, se publica la Ley Orgánica de Instrucción Pública y, en mayo de 1869, Juárez expide otra que dispone la creación de varias carreras nuevas. En efecto, durante la mayor parte del siglo XIX la instrucción profesional –como se le denominaba entonces– no recibió una atención uniforme y la necesidad de su existencia se mantuvo intramuros en colegios de varios Estados de la República, encontrando cauce en el difícil debate en que se vio inmersa y entre los órganos y leyes educativas que se implantaron, hasta cristalizar con la presentación del proyecto de Universidad Nacional que Justo Sierra impulsó desde 1881 hasta su creación el 22 de septiembre de 1910. Continuaremos.
jueves, 2 de marzo de 2017
Centenario del Artículo 3° Constitucional (III y último)
Desde 1917, el artículo 3° de la Constitución
Federal ha tenido modificaciones de diversa índole. Significativas por sí
mismas han sido las de 1934 (la educación socialista) y 1946 (la educación
nacionalista), que exhibieron el contexto político e ideológico de carácter
internacional que privó en cada momento; sobre todo, primero, por la creación
de los dos polos (EUA, representante del mundo “libre” vs. la ahora extinta
URSS, representante del mundo “socialista”) que, después de la Segunda Guerra Mundial,
serían los actores principales de la llamada “Guerra Fría” hasta los años de
1989-91; y, después, debido al contexto político interno en que predominaba el
exacerbamiento del sentir nacionalista-revolucionario. Con cuatro párrafos
originales que le daban a la Educación la calidad de garantía individual (hoy,
derecho humano) y las características de ser libre, gratuita y obligatoria,
después de cien años y diez decretos de modificación (reformas y adiciones
diversas), el artículo 3° constitucional se forma ahora por 3 párrafos y nueve
extensas fracciones, que reflejan la paulatina incorporación de la
obligatoriedad de la educación básica (preescolar, primaria y secundaria) y de
la educación media superior que imparte el Estado; la educación superior con las características de
libertad de cátedra e investigación y de libre examen y discusión de las ideas,
además de las garantía de autonomía para las instituciones públicas a las que
la ley ordinaria les otorgue el atributo de gobernarse a sí mismas; así como todo
lo concerniente a materiales y
métodos educativos, organización escolar, infraestructura educativa y la
todavía cuestionada reforma estructural relativa a la idoneidad de los docentes,
con la institucionalización de un sistema nacional de evaluación de efectos
laborales, y la creación en el plano constitucional del Instituto Nacional de
Evaluación. El desarrollo del Estado Nacional, el crecimiento demográfico
mundial y las nociones de igualdad, equidad y libertad de que se nutre la
defensa de los derechos humanos, y los valores o principios democráticos como
forma de vida, han traído consigo, desde el primer tercio del siglo XIX y por
supuesto en el siglo XX, asumir el concepto Educación como un derecho humano,
constitucionalmente universal, a la vez de política pública fundamental y
servicio público permanente, uniforme y continuo, que ha dado lugar a los
sistemas educativos nacionales de hoy día, con un impensado y gigantesco
crecimiento de instalaciones, niveles y modalidades educativas, que se refleja
en la amplia matrícula escolar de prácticamente cualquier país, sobre todo de
aquellos como el nuestro que se han mantenido clasificados largamente como
naciones en vías de desarrollo. Por supuesto, el núcleo de
la relación educativa está dada por los maestros y los aprendientes, situados
en el contexto amplio de un sistema educativo que puede adoptar formas
federales, estatales o municipales, debido a que desde la órbita
político-constitucional se entiende que las políticas educativas las instituye
el Estado y que, además de factor de movilidad social efectiva, la Educación
cumple una función social de transmisión de conocimientos, fines, valores e
ideales y, en suma, de toda sustancia cultural
constituida a partir de la convivencia humana que implican reconocimiento y recuperación de
costumbres, tradiciones e historia. Así es.
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