jueves, 30 de marzo de 2017

Demografía y Ciencias Sociales


El estudio de una concreta y determinada población configura una realidad, tanto en su aspecto estático como en el dinámico, donde tienen cabida diseños de investigación fundados en aspectos que van desde la factorización de prácticas sexuales reproductivas o inhibitorias, el carácter endogámico o exogámico de las relaciones humanas, o su representación en convencionalismos socialmente aceptados, hasta llegar a la correlación con factores que integran el objeto de análisis de otras disciplinas: usos y costumbres; fuerza de trabajo y producción económica; complejidad industrial y organización política. Dicho de otro modo, la Demografía clásica camina inevitablemente hacia una Demología de osamenta interdisciplinaria. Si bien las expresiones numéricas están siempre presentes, resulta claro que las tasas y fórmulas demográficas sólo adquieren sentido si se las interpreta como resultantes de fenómenos sociales. Cierto es que se sirve del conocimiento matemático para los cálculos descriptivos de las poblaciones que observa; pero aspira también a la explicación del fenómeno poblacional y su proyección espacio-temporal, para lo cual construye modelos y elabora predicciones, de utilidad hoy día incuestionable, sobre todo frente a la instauración de políticas públicas y a la instrumentalización conceptual del desarrollo regional. La determinación de la población como objeto de estudio, a partir de la observación cuantitativa de agregados humanos, ha derivado en el registro de constantes macrodemográficas. Por ejemplo, la empiria muestra que el número de nacimientos sucede de manera constante, en proporción de 105 hombres por cada 100 mujeres, y que este índice de masculinidad al nacimiento se altera inmediata o paulatinamente con el paso del tiempo, creándose diferenciales poblacionales según edad y sexo, fácilmente comprobables con el cálculo de las tasas de natalidad y de mortalidad, que registran diferencias inmediatas durante el primer año de vida, en la generación correspondiente a un año civil. De este dato se obtiene, verbigracia, otra constante empírica: la tasa de mortalidad infantil, es decir, la que ocurre entre el nacimiento y el primer año de vida, que es siempre la más alta en cualquier población y, además, es mayor entre los niños que entre las niñas. Al respecto, en la década de los sesenta del siglo anterior, Wrigley anotaba: Algunas de las constantes puestas de relieve por el estudio de las poblaciones se encuentran en todas las sociedades y persisten incluso en casos que, a primera vista, parecen muy diferentes. La demografía no puede desentenderse de los factores culturales característicos de regiones que asumen un comportamiento poblacional propio. Como en el binomio población-región habita el binomio generalidad-especificidad, la regionalización se impone, porque las constantes que se registran adquieren manifestación propia según la territorialidad que se desee estudiar, dado que existen ambientalidades demográficas concretas. Así, la formación o disolución de las familias según las ideas, costumbres y normativas imperantes en tiempos y lugares definidos, produce estructuras poblacionales diferentes. Al combinarse el concepto población con el de región, ingresamos en la circunstancia de que el fenómeno demográfico es un hecho social y, por ende, de naturaleza cultural. He aquí su necesidad interdisciplinaria.

viernes, 24 de marzo de 2017

Demografía y actualidad


De la primera y segunda ediciones en español de “El Análisis Demográfico” de Roland Pressat correspondientes a los años de 1967 y 1983, respectivamente, a la tercera edición del 2000, la advertencia que Alfred Sauvy expresara en el Prefacio de la primera publicación ha desaparecido. Señalaba él, en los años sesenta, la “trayectoria desigual y difícil” que había tenido el análisis demográfico, desatendido de origen tanto por los poderes y opinión públicos como por las universidades. De entonces a la fecha, la situación ha cambiado diametralmente y a ello se debe, sin duda, que la preocupación inicial contenida en el prefacio ya no se anote en las últimas ediciones publicadas en francés y en español. En efecto, lejos nos encontramos ya de los supuestos considerativos del siglo XIX y principios del XX, cuyas conclusiones sobre el comportamiento poblacional dejaban sentir la idea sola de automatismos naturales perennes.

En el curso de los últimos cincuenta años, la acelerada sistematización de la demografía y la notable expansión de los estudios demográficos en el conjunto del conocimiento científico, ha dado lugar a una enorme producción de datos sobre la población mundial, con numerosísimos desagregados en los niveles continental, subcontinental o regional. De las macro a las meso y microinvestigaciones, la variable demográfica ha pasado a constituir un elemento “duro” al que a menudo se recurre para contextualizar los más diversos protocolos en ciencias sociales -e, incluso, en aquellas denominadas naturales, como la biología y la zoología cuando se examinan poblaciones celulares o animales. Recíprocamente, conocer la demografía específica de un agregado humano obliga al investigador a asociar variables socioeconómicas, etnohistóricas o geográficas, sólo por mencionar algunas de las más frecuentes. Como en todo acercamiento a fenómenos sociales, la demografía admite el nivel analítico de lo estático, en la medida de los perfiles y tendencias demográficas observadas en un momento determinado. Empero, por referirse al ámbito colectivo, la comprensión dinámica de las conductas agregadas necesita del análisis de los procesos poblacionales en duraciones largas, susceptibles por supuesto de cortes y subdivisiones interiores. Así pues, el fenómeno demográfico es un entramado de permanencias y transformaciones y, al igual que en toda perspectiva global o desde arriba, la adjetivación que resulta de la variedad de enfoques disciplinarios incide en el entendimiento de estados y movimientos concebidos estructuralmente, con deliberada independencia del circuito individual. Claro que la demografía no niega la vitalidad de la esfera de lo individual; por el contrario, reconoce esta dimensión como fuente original de los hechos que adquieren magnitud social, factibles de explicación teóricamente posible e instrumentalmente mensurable. Así, que una pareja no practique formas de control natal no resulta demográficamente importante en sí mismo, pero que esto constituya la práctica de un elevado número de parejas en edad fértil –sea por convicción, por persuasión o por inercia cultural- tiene un impacto directo sobre el crecimiento de cualquier conglomerado humano. Seguiremos.

jueves, 23 de marzo de 2017

Juárez, siempre Juárez


El pasado 21 de marzo conmemoramos el natalicio de Benito Juárez, cuyo papel en la formación del Estado mexicano es innegable. Sea en las versiones de los hombres de su tiempo o en las de nuestros contemporáneos, unos y otros reconocen, con pasión o sin ella, su legado político y jurídico, así como su indiscutible lugar en la historia nacional. Su papel central y decisivo produjo el alumbramiento del Estado nacional mexicano, antecedido por un tortuoso y largo proceso de gestación iniciado en 1808-1810. Las armas de Juárez fueron la Constitución de 1857, las Leyes de Reforma y una generación de notables pensadores y militares acaudillados por él, que tenían muy clara la convicción de que la prueba histórica que debían afrontar era ideológica y armada. Eso fueron la Guerra de Reforma (1858-1861) y la intervención imperial francesa (1862-1867). Los correligionarios de Juárez fueron Ignacio Ramírez, Santos Degollado, Ignacio Manuel Altamirano, Vallarta, De la Fuente, Iglesias, Zamacona y, por supuesto, Guillermo Prieto, Miguel y Sebastián Lerdo de Tejada y Melchor Ocampo. Krauze los llama “hombres soberbiamente independientes” y da cuenta de la expresión que don Antonio Caso usara para aludir a ellos: “parecían gigantes”. Juárez buscó y ejerció el poder por la vía constitucional, y la muerte le ¿impidió? hacerlo de otra forma como algunos han apuntado. Nació en 1806 y ningún otro héroe, prócer o personaje de la historia nacional tiene esa semblanza admirable y sorprendente que proviene de su condición étnica, marginalidad familiar, esfuerzo personal, educación, carácter y circunstancia histórica, coronando una antología que ha sido gloriada desde el mismo día de su muerte, la noche del 18 de julio de 1872, hasta nuestros días. Zapoteco, pastor de ovejas, estudiante de jurisprudencia (abogado), litigante, regidor, diputado local, diputado federal, servidor público, fiscal del Tribunal Superior de Justicia de Oaxaca, cogobernante de su Estado (en el triunvirato interino de 1846), gobernador, ministro, Presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, preso político y Presidente de la República. Tremenda biografía. Sería en su último discurso como Gobernador del Estado de Oaxaca, en 1852, en la apertura del primer período de sesiones ordinarias de la X Legislatura del Estado, que acuñaría la expresión: “vivir en la honrosa medianía que proporciona la retribución que la ley haya señalado”, que reiteradamente es invocada en la conmemoración de su natalicio, en alusión a lo que él consideraba la responsabilidad en el trabajo público. Juárez vivió sus ideas a cabalidad. Liberal, laico, estoico en su convicción por la ley, serio en el ejercicio del poder y adusto en su persona. Krauze dice que Juárez infundió a la silla presidencial la “sacralidad de una monarquía indígena con formas legales, constitucionales y republicanas”. Fuentes Aguirre (Catón) dice que el mayor acierto de ese “hombre indomable” fue mantener la Presidencia durante la invasión francesa; y, en alusión a su comentario final, prefiero quedarme con la más humana valoración de lo que puede decirse de todo hombre y toda mujer de esfuerzos y convicciones probadas en el curso de sus vidas: a las personas hay que valorarlas, apreciarlas y medirlas por el saldo positivo de vida que resulta de la suma de la grandeza sus aciertos. Nunca se equivoca, el que nunca hace nada: y Juárez hizo mucho.

jueves, 16 de marzo de 2017

Educación Superior y Autonomía (IV)


La disposición constitucional que prevé la autonomía de las instituciones públicas de educación superior es la fracción VII del artículo 3° de nuestra Ley Fundamental, que a la sazón señala: “Las universidades y las demás instituciones de educación superior a las que la ley otorgue autonomía, tendrán la facultad y la responsabilidad de gobernarse a sí mismas; realizarán sus fines de educar, investigar y difundir la cultura de acuerdo con los principios de este artículo, respetando la libertad de cátedra e investigación y de libre examen y discusión de las ideas; determinarán sus planes y programas; fijarán los términos de ingreso, promoción y permanencia de su personal académico; y administrarán su patrimonio. Las relaciones laborales, tanto del personal académico como del administrativo, se normarán por el apartado A del artículo 123 de esta Constitución, en los términos y con las modalidades que establezca la Ley Federal del Trabajo conforme a las características propias de un trabajo especial, de manera que concuerden con la autonomía, la libertad de cátedra e investigación y los fines de las instituciones a que esta fracción se refiere…

Por supuesto, la autonomía ya había sido otorgada desde la cuerda legal, como lo hemos comentado en las entregas anteriores, en relación con el caso icónico de la Universidad Nacional Autónoma de México; sin embargo, la tercera modificación efectuada el 9 de junio de 1980 por el Constituyente Permanente al artículo 3°constitucional, tuvo por propósito llevar a su máxima expresión y consideración como garantía individual, el ahora reformulado derecho humano relativo a la educación superior, al tiempo que, orgánicamente, protegió la vida interior de las instituciones públicas respecto de cualquier intromisión indebida en el status y en las formas, mecanismos y procedimientos que las universidades públicas autónomas se den a sí mismas, en uso de este atributo fundamental.

Desde entonces, paulatinamente vinieron expidiéndose diversas “Leyes Orgánicas”, tanto federales como estatales, para formalizar, materializar y dar contenido a estos entes públicos educativos de autogobierno, cuya historia seglar, desde la colonia a nuestros días, tiene una larga tradición que va de sus orígenes renacentistas y religiosos hasta llegar, en nuestra época, a los criterios de objetividad, cientificidad, laicidad, pluralidad y universalidad que invisten a las casas de estudio universitarias que son creadas o actualizadas conforme al actual atributo autonómico que da la constitución federal. Esta facultad es de una amplitud tal que da protección al trabajo intelectual, académico y de investigación, que se realiza intramuros con el fin de producir conocimientos para tener efectos extramuros, mediante la aplicación del saber en el entorno social y en la vida colectiva. La autonomía es el atributo fundamental logrado en el espacio constitucional, para favorecer el desarrollo social, el de nuestra nación en la vertiente del conocimiento, en el impacto social a producir y en la creación de los insumos humanos necesarios para acrecentar nuestro capital de vida.

viernes, 10 de marzo de 2017

Educación Superior y Autonomía (III)


Entendida la soberanía como la potestad o capacidad de “autodeterminación plena, nunca constreñida por determinantes jurídicos extrínsecos a la voluntad del soberano” (el monarca en el pasado; el pueblo en la actualidad); entonces la autonomía es la facultad o atribución de una institución para “determinar su vida interior”, aunque “conforme a los límites que establece la Ley” que estipula su organización y funcionamiento, aprobada por un poder o fuerza ajeno a la propia institución educativa, ergo: los Congresos federal o estatales, según el caso. En términos constitucionales, la explicación es, fundamentalmente, lógica: el único soberano es el Estado Nacional (que sea federal o que sea central, al caso es irrelevante), y todas las demás formas subnacionales (estados federados, provincias, regiones o departamentos; así como organismos autónomos del Estado, organismos descentralizados o universidades autónomas) se sujetan a la normativa creada por aquél, pues si éstas también fueran soberanas, habría entonces varios Estados dentro de un Estado, lo cual resulta política, jurídica y sociológicamente ilógico y asistemático.

Ahora bien, nos importa comentar que la autonomía de las instituciones de educación superior no es cosa menor, sobre todo si se considera que, tratándose de instituciones públicas de educación superior, los actos de base constitucional que despliegan se sujetan al principio, también constitucional y jurisprudencial, de que sólo pueden hacer aquello que les autoriza la ley; pero, como nos lo recuerda don Felipe Tena Ramírez, en las obras citadas en nuestra colaboración anterior: si la atribución concedida en Ley no tiene acotamientos, entonces los límites se difuminan y su única frontera es la propia letra de la Constitución Federal. Por eso, hoy día, cuando se legisla en materia de autonomía de instituciones públicas de educación superior, se busca que la ley orgánica en ciernes señale, clara y expresamente, que se tiene autonomía técnica, presupuestal y de gestión, es decir, capacidad de autogobierno, libertad para la determinación de planes y programas de estudio, y capacidad para aprobar sus estatutos, reglamentos, acuerdos y lineamientos internos, como lo prevé el artículo 3°, fracción VII, de nuestra Ley Fundamental.

La Suprema Corte de la Nación lo ha interpretado así:Autonomía Universitaria. Sólo puede establecerse mediante un acto formal y materialmente legislativo…La autonomía de las universidades quedó sujeta al principio de reserva de ley, motivo por el cual sólo puede establecerse a través de un acto formal y materialmente legislativo, similar a las leyes orgánicas expedidas por el Congreso de la Unión o las Legislaturas Estatales”. A esto se debe que, en el plano académico, político, jurídico y financiero, cuando cualquier autoridad de cualquier poder público (ejecutivo, legislativo o judicial), pretende opinar, influir o decidir sobre la vida interna de las instituciones de educación superior públicas a las que la ley otorga autonomía, su profesorado y alumnado reaccionen de inmediato para defenderse de intervencionismos abusivos. Cierto.

jueves, 9 de marzo de 2017

Educación Superior y Autonomía (II)


Si la presentación del proyecto de Universidad Nacional de México, que hizo Justo Sierra en 1881, cristalizó casi treinta años después, el 22 de septiembre de 1910, fue hasta el 22 de julio de 1929 que se publicó la Ley Orgánica que trajo la autonomía de la Universidad Nacional -incorporada como atributo jurídico. Esta Ley habría de ser sustituida por la Orgánica de 21 de octubre de 1933 y ésta, a su vez, por la del 6 de enero 1945, conforme al proyecto inicial de don Alfonso Caso y su promulgación, después de surtirse el proceso legislativo, por el presidente Manuel Ávila Camacho, que trajo además su denominación legal: Universidad Nacional Autónoma de México.

La Ley del ´45 trajo consigo la auténtica autonomía de la máxima Casa de Estudios de nuestro País, pues a diferencia de los ordenamientos anteriores, en los que el titular de la Rectoría era nombrado por el Consejo Universitario de una terna que enviaba el Presidente de la República, ahora pasó a ser exclusiva atribución de la Junta de Gobierno -cuyos integrantes son electos a su vez por el Consejo Universitario- nombrar al Rector de la institución.

Ahora bien, resulta importante entender el significado de la autonomía de que goza la UNAM, como atributo de todas las instituciones federales o estatales educativas a las que la ley otorga esta calidad. Desde el contexto constitucional, Felipe Tena Ramírez, universitario distinguidísimo, primero maestro de la Escuela Libre de Derecho y después de la Universidad Nacional Autónoma de México, Ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y autor, entre otros, de los libros “Derecho Constitucional Mexicano” y de “Leyes Fundamentales de México”, obras sólidas e icónicas, de estilo y profundidad no superada, escribió al respecto, tomando como ejemplo histórico jurídico y referente constitucional para entender la relación entre Federación y Estados, que:

La doctrina suele dar el nombre de “autonomía” a la competencia de que gozan los Estados miembros para darse sus propias normas, culminantemente su Constitución. Trátase de distinguir así dicha competencia de la “soberanía”, que, aunque también se expresa en el acto de darse una Constitución, se diferencia de aquélla por un dato de señaladísima importancia. En efecto; mientras la soberanía consiste, según hemos visto, en la autodeterminación plena, nunca dirigida por determinantes jurídicos extrínsecos a la voluntad del soberano, en cambio la autonomía presupone al mismo tiempo una zona de autodeterminación, que es lo propiamente autónomo, y un conjunto de determinaciones jurídicas extrínsecas, que es heterónomo”. Dicho de otro modo, la Ley Orgánica es externa a la institución universitaria, porque le viene dada de fuera -por el Poder Legislativo- y a ella se sujeta, pero es la propia Ley la que le da la potestad de autogobierno y de darse su normativa interior, personalidad jurídica y patrimonio propios, y libertad para diseñar sus planes y programas de estudio, entre lo más señalado, en concordancia con lo dispuesto en el artículo 3°, fracción VII, de la Constitución Federal en esta materia. Continuaremos.

sábado, 4 de marzo de 2017

Educación Superior y Autonomía (I)

La educación superior en México hunde sus raíces en la originaria idea de Juan de Zumárraga, Obispo de México, fundador en el primer tercio del siglo XVI del Colegio de Tlatelolco, antecedente de la Real y Pontificia Universidad de México formada mediante Real Cédula de septiembre de 1551. Su creación no se dio “en seco”, como suele decirse. Antes de esa fecha, en 1539 se conoce la Cédula del Virrey Mendoza en pro de la existencia de una universidad; en 1540 empieza a funcionar el Colegio de San Nicolás, a instancias de Vasco de Quiroga; García Cubas refiere que Fray Alonso de la Veracruz obtiene Real Cédula de Carlos V para fundar y dirigir la Universidad de Tiripitío; y entre 1545 y 1564, con motivo del Concilio de Trento que ordenó la fundación de seminarios en teología, la Universidad se ciñe a la formación de bachilleres, licenciados y doctores en derecho y médicos cirujanos. 
Después, ya en el siglo XVII, conocemos la fundación de instituciones universitarias: el Colegio de San Javier, en Mérida (1624), que otorga grados académicos semejantes a los de las universidades españolas; el Seminario Tridentino (1644) de Juan Palafox, Obispo de Puebla, que tres años después se fusiona con el Colegio de San Juan Evangelista para formar el Real y Pontificio Colegio o Seminario Tridentino; en 1678 nace el seminario de Nuestra Señora de la Concepción, en Chiapas. El siglo XVIII ve nacer y desaparecer Colegios: en 1701, el Colegio de Santa María de Todos Santos; el Colegio de San Pedro (1711), Mérida, que cierra en 1726 por falta de sostén; en 1767, con la expulsión de los jesuitas, desaparecen 24 colegios, 10 seminarios y 19 escuelas; y el Real Gobierno crea el Colegio de Nobles Artes de San Carlos (1781), el Jardín Botánico (1788), la Real y Literaria Universidad de Guadalajara (1791) y el Real Seminario de Minería (1792).
En el siglo XIX, la incipiente vida nacional se encontró dominada por el largo y penoso enfrentamiento de liberales y conservadores, produciendo serias limitaciones educativas en todos los niveles y, sobre todo, vaivenes mortales para la Educación Superior, ocasionados por ideas y circunstancias encontradas: en 1833, Valentín Gómez Farías ordena suprimir la Universidad e, igualmente, lo hace Ignacio Comonfort en 1857; Félix Zuloaga la reabre en 1858 y Juárez la desaparece en 1861; los franceses la reabren en 1863 y Maximiliano la cierra en 1865; por fin, en diciembre de 1867, se publica la Ley Orgánica de Instrucción Pública y, en mayo de 1869, Juárez expide otra que dispone la creación de varias carreras nuevas. En efecto, durante la mayor parte del siglo XIX la instrucción profesional –como se le denominaba entonces– no recibió una atención uniforme y la necesidad de su existencia se mantuvo intramuros en colegios de varios Estados de la República, encontrando cauce en el difícil debate en que se vio inmersa y entre los órganos y leyes educativas que se implantaron, hasta cristalizar con la presentación del proyecto de Universidad Nacional que Justo Sierra impulsó desde 1881 hasta su creación el 22 de septiembre de 1910. Continuaremos.

jueves, 2 de marzo de 2017

Centenario del Artículo 3° Constitucional (III y último)


Desde 1917, el artículo 3° de la Constitución Federal ha tenido modificaciones de diversa índole. Significativas por sí mismas han sido las de 1934 (la educación socialista) y 1946 (la educación nacionalista), que exhibieron el contexto político e ideológico de carácter internacional que privó en cada momento; sobre todo, primero, por la creación de los dos polos (EUA, representante del mundo “libre” vs. la ahora extinta URSS, representante del mundo “socialista”) que, después de la Segunda Guerra Mundial, serían los actores principales de la llamada “Guerra Fría” hasta los años de 1989-91; y, después, debido al contexto político interno en que predominaba el exacerbamiento del sentir nacionalista-revolucionario. Con cuatro párrafos originales que le daban a la Educación la calidad de garantía individual (hoy, derecho humano) y las características de ser libre, gratuita y obligatoria, después de cien años y diez decretos de modificación (reformas y adiciones diversas), el artículo 3° constitucional se forma ahora por 3 párrafos y nueve extensas fracciones, que reflejan la paulatina incorporación de la obligatoriedad de la educación básica (preescolar, primaria y secundaria) y de la educación media superior que imparte el Estado; la educación superior con las características de libertad de cátedra e investigación y de libre examen y discusión de las ideas, además de las garantía de autonomía para las instituciones públicas a las que la ley ordinaria les otorgue el atributo de gobernarse a sí mismas; así como todo lo concerniente a materiales y métodos educativos, organización escolar, infraestructura educativa y la todavía cuestionada reforma estructural relativa a la idoneidad de los docentes, con la institucionalización de un sistema nacional de evaluación de efectos laborales, y la creación en el plano constitucional del Instituto Nacional de Evaluación. El desarrollo del Estado Nacional, el crecimiento demográfico mundial y las nociones de igualdad, equidad y libertad de que se nutre la defensa de los derechos humanos, y los valores o principios democráticos como forma de vida, han traído consigo, desde el primer tercio del siglo XIX y por supuesto en el siglo XX, asumir el concepto Educación como un derecho humano, constitucionalmente universal, a la vez de política pública fundamental y servicio público permanente, uniforme y continuo, que ha dado lugar a los sistemas educativos nacionales de hoy día, con un impensado y gigantesco crecimiento de instalaciones, niveles y modalidades educativas, que se refleja en la amplia matrícula escolar de prácticamente cualquier país, sobre todo de aquellos como el nuestro que se han mantenido clasificados largamente como naciones en vías de desarrollo. Por supuesto, el núcleo de la relación educativa está dada por los maestros y los aprendientes, situados en el contexto amplio de un sistema educativo que puede adoptar formas federales, estatales o municipales, debido a que desde la órbita político-constitucional se entiende que las políticas educativas las instituye el Estado y que, además de factor de movilidad social efectiva, la Educación cumple una función social de transmisión de conocimientos, fines, valores e ideales y, en suma, de toda sustancia cultural constituida a partir de la convivencia humana que implican reconocimiento y recuperación de costumbres, tradiciones e historia. Así es.