viernes, 26 de mayo de 2017

Parlamento, congreso y constitución (sexta y última parte)


Nunca antes como en el siglo XIX fueron tan fuertes las asambleas políticas. Cuando fueron disueltas arbitrariamente, su desaparición bastó para justificar el uso de la violencia de quienquiera que exigiera su reinstalación, colocando al Estado en situación de crisis grave. Incluso, si alguna contrastación histórica es factible, podría hacerse un ejercicio de comparación de su poder político con el de las asambleas legislativas del siglo XX, cuando la fuerza de los parlamentos y congresos pareció menguar ante la preeminencia de los ejecutivos. La clásica noción de un parlamentarismo temible -cierto, en su vertiente decimonónica- se enfrentó, en el siglo que apenas concluyó, con la circunstancia histórica de un poder ejecutivo especializado y con mayores facultades que en el pasado. Guetzevicht, por ejemplo, ha denominado parlamentarismo hiperracionalizado al fenómeno de reducción del papel de las legislaturas frente a la notable especialización administrativa del gobierno; cuestión que puede ejemplificarse con el caso de Francia, que en 1958 transitó constitucionalmente de la Cuarta República -la denominada de los diputados- a la Quinta República -la De Gaulliana (como también lo apunta Chardenagor). Sin embargo, parlamentos y congresos hacen hoy más que antes, su independencia alcanza niveles de radicalismo que se observa sobre todo cuando el partido en el poder no alcanza el control del órgano legislativo o, al menos, el de una de sus cámaras, materializado en el número de diputados con los que mantiene una relación fiduciaria. Resguardada en su autonomía e independencia, la institución parlamentaria refleja posiciones diferentes o francamente enfrentadas, que actualizan uno de sus más típicos rasgos: el obstruccionismo, que obliga al legislador a un lobby más exigente, so pena de incurrir en la parálisis legislativa. No tenemos ley histórica que pueda predecir la decadencia de la institución parlamentaria, porque estamos ante la redefinición de su papel como órgano del Estado y, en consecuencia, ante la construcción de un nuevo sentido de la realidad parlamentaria. Hoy, la expresión parlamento o congreso sigue designando, genéricamente, a los sujetos estatales que tienen a su cargo la función de producir legislación ordinaria de orden nacional o local; quehacer que adquiere inusitada notoriedad política en los procesos de elaboración de cartas constitucionales nuevas. Indudablemente, los procesos de recreación constitucional son los momentos estelares en que mejor se aprecia la circunstancia histórica de la dinámica congresional, que se observa en el nivel de independencia y autonomía con que se desempeñan las asambleas legislativas como poder constituyente o como poder revisor extraordinario; sobre todo si se les contrasta con la intencionalidad de los ejecutivos o de los grupos de poder, al participar en la construcción de nuevas constitucionalidades que varían las formas de legitimación y de relación entre los factores del poder estadual. En el Estado contemporáneo, el Parlamento o Congreso encontró su lugar a lo largo de varios siglos, para asentarse firmemente como institución e instrumento político representativo, innegablemente vinculado al principio de soberanía popular, en el que descansa a plenitud. Vaya historia: Indiscutible.

jueves, 25 de mayo de 2017

Parlamento, congreso y constitución (quinta parte)


El parlamento moderno es producto de la razón occidental. Desde el mundo de las ideas, su cepa fue el pensamiento político de la ilustración y su fundamento filosófico el liberoindividualismo inglés, respaldos ambos de la práctica contestataria de las asambleas deliberantes y de los enfrentamientos violentos con el poder de la Corona sucedidos a fines del siglo XVII, cuya realidad se expandió en la Europa centro occidental en el transcurso de los siglos XVIII y XIX. Al admitir el valor del legado de los representantes de la Ilustración, sobre todo en el ámbito de la filosofía política, Isaiah Berlin se acerca al contenido de las ideas y su historia, sin dejar de señalar los errores de algunos filósofos ilustrados en la interpretación de los asuntos humanos. No pocos de ellos observaron la cientificidad de los métodos y categorías aplicados en las ciencias naturales, y manifestaron su interés o franca convicción en la existencia de leyes históricas a manera de uniformidades de carácter universal, que permitirían explicar y predecir los fenómenos sociales para evitar los males de su época.

El parlamento moderno se consolidó en este ambiente cultural, históricamente definido, apropiándose de ideales como la razón, la libertad y la felicidad humana. Pero, a diferencia de los pensadores, los parlamentarios ejercieron liderazgos en los congresos de la modernidad, con un sentido de la realidad parlamentaria basado en el cálculo eficaz del juicio político, para evitar generalizaciones y optar por decisiones empíricamente viables. Así, respecto de la filosofía de la ilustración, admitieron la universalidad de los valores humanos, pero fueron escépticos por cuanto a la inmutabilidad de la naturaleza humana.

La realidad parlamentaria se nutrió también del contractualismo teorizado con oposiciones y afinidades por Hobbes, Locke y Montesquieu. El contrato de cesión absoluta de derechos naturales en favor de un solo soberano, que Hobbes argumentó orgánicamente con la metáfora del Leviatán, fue combatido por el iusnaturalismo que Locke postuló como fundamento del gobierno civil. De hecho, a fines del siglo XVII, Locke se vinculó directamente con el partido liberal inglés, dotándolo de un discurso político que argüía derechos naturales de igualdad, independencia, libertad, propiedad privada y división tripartita del poder público; esta última, reelaborada por Montesquieu en el siglo XVIII bajo la concepción de legislativo, ejecutivo y judicial, como poderes sujetos a equilibrios y contrapesos.

A partir de la independencia de las colonias americanas y la revolución francesa, ocurridas en el último cuarto del siglo XVIII, el parlamento racionalizó e hizo realidad la herencia intelectual de los contractualistas liberales. Se arrogó la función de facturar leyes y legitimó su nuevo monopolio en cartas constitucionales: exactamente el mismo poder que en la actualidad posee. Con esta función, la realidad parlamentaria adquirió un nuevo sentido y dejó de ser una asamblea de mera deliberación de impuestos y declaraciones de guerra. Ahora decidía su aprobación y, además, la de todas las leyes nacionales, sin la intervención de ninguno de los otros poderes públicos. Continuaremos.

viernes, 19 de mayo de 2017

Parlamento, congreso y constitución (cuarta parte)


Hoy día, parlamentos y congresos forman parte del equipamiento cultural urbano. La arquitectura de sus edificios sigue un estilo monumental que desea realzar una función histórica de representación política, genética y diacrónicamente ligada con revoluciones, movimientos sociales y ejercicio de derechos de ciudadanía. Esforzándose por mantener un diálogo con el pasado, el parlamento ingresó en la modernidad urbana de las capitales occidentales, constituyéndose en legado cultural y patrimonio político, y asumiendo una identidad colectiva que, incluso desde el propio debate en la tribuna, acude a un lenguaje característico que conserva arcaísmos oratorios para reafirmar el valor de prácticas parlamentarias añejas aún vigentes: “Esta soberanía…” “Es cuanto señor presidente…” “Su señoría…” “El de la voz refuta al preopinante…” “Desde la más alta tribuna de la nación…”.

Por inercia o de manera deliberada, la personalidad parlamentaria desea que la conozcamos con los rasgos de una persona colectiva formada por un proceso histórico de continuidades y rupturas y, al mismo tiempo, como lugar natural del hombre contemporáneo. Bien podríamos decir que, en la cultura occidental, ciudad, parlamento y constitución representan la edificación de un lugar, la construcción de un sujeto y el diseño de un instrumento político que, a manera de simbiosis, conjuntan los argumentos liberales de la materialidad del progreso económico, la valoración discursiva de ideales democráticos y la garantía escrita de libertades humanas. De autores como Watsuji, podríamos derivar la idea de un paisaje parlamentario, es decir, del parlamento como institución inserta en el fenómeno de articulación de lo individual con lo social y, en esta circunstancia, como poseedor de un significado político-urbano de existencia propia, cuya historicidad, sin embargo, no podría comprenderse aislada de la amplitud del paisaje cultural construido, desde fines del siglo XVII, en el espacio geográfico denominado Occidente. Claramente, como invención humana moderna, el parlamento se extendió en la geografía occidental, pero acriollándose a la diversidad de climas y paisajes de regiones nacionales, provinciales o estatales.

En la fenomenología del paisaje y el clima que Watsuji propone como aspectos inseparables de la historia, la alternativa de un paisaje parlamentario sólo sería viable si lo relacionáramos con la noción de ser humano que denota la unión existencial del individuo y la totalidad. En este sentido, la comprensión del paisaje parlamentario no podría fundarse en la perspectiva dualista que aísla al individuo de las instituciones, como si se tratara de sujetos independientes que acaso ejercen influjos mutuos. Culturalmente, su examen sólo es posible si se le concibe como unidad, es decir, como autocomprensión del ser humano, en su doble estructura, individual e histórico-social. De este modo es posible hablar de un paisaje parlamentario, o sea, involucrando el nivel vivencial de las personas que experimentan de una manera u otra al parlamento, pero no como interioridad, sino como exterioridad expresada en el plano colectivo de la acción política, como imposición y libertad en la historicidad de la vida humana que se racionaliza por medio del derecho, en función de valores específicos que una formación social estima conveniente preservar. Continuaremos

jueves, 18 de mayo de 2017

Parlamento, congreso y constitución (tercera parte)


El parlamento inglés recurrió al estilo gótico desde el siglo XIII para edificar, históricamente, la primera sede parlamentaria, en Westminster, Londres. Destruido casi en su totalidad por un incendio en 1834, este original asentamiento fue reconstruido siguiendo un estilo neogótico de arcos, bóvedas y ojivas para denotar altura y, con ello, simbolizar un pasado señero que explicara el sentido y derrotero de una lucha de siglos por la supremacía política en Inglaterra. Poco importa que hoy día el recinto donde sesionan los 646 comunes no pueda albergarlos a todos al mismo tiempo, o que estos tengan sus oficinas fuera de Westminster, el edificio del parlamento inglés representa el lugar del que surge el gobierno constituido periódicamente y es, al mismo tiempo, vestigio y monumento histórico. Schorske ha señalado que: “La arquitectura de las ciudades se apropió de estilos de tiempos pasados para dotar de valor e historia a los distintos tipos de edificios modernos, desde estaciones de ferrocarril y bancos hasta los edificios que alojaban a parlamentos y ayuntamientos. Las culturas del pasado proporcionaban un ropaje digno con el que vestir la desnudez de la utilidad moderna.” Y en aquellas naciones donde su capital no cuenta con una sede legislativa medida en centurias, la construcción contemporánea recurre al distintivo histórico de la itinerancia política y de la persecución sufrida en el pasado. Nuestro país encuadra en esta situación. En periodos que van de unos días a decenas de años, el congreso mexicano ocupó edificios viejos y nuevos, casas de adobe, parroquias, iglesias y teatros. De las calles de Rayón y Victoria en la ciudad de Zitácuaro, al Palacio Legislativo de San Lázaro (su nombre oficial), veinticinco son los inmuebles que de manera pasajera o permanente fueron utilizados o construidos como sedes formales (dieciséis durante el proceso de independencia y las demás a partir de 1822). El actual recinto fue inaugurado en 1981 y, en su edificación, tanto el criterio arquitectónico como los materiales de construcción pretendieron simbolizar la raigambre histórica y política de la nación. Un opúsculo de la Cámara Federal de Diputados anota que: “Los materiales que principalmente se emplearon son los característicos del mismo centro [de la Cd. de México]: tezontle, cantera, losa de recinto y madera. Se buscó que el resultado formal enfatizara el propósito de la apertura democrática [referencia a la reforma política de 1977], y la plaza de acceso se abre invitando a la participación. En la fachada se resaltaron los colores nacionales: dos alas de tezontle rojo flanquean la portada de mármol blanco; al centro se encuentra la alegoría de la apertura democrática que José Chávez Moreno realizó sobre una placa de bronce oxidado en verde…El escudo nacional constituye el centro del elemento escultórico; una serie de banderas en movimiento simbolizan la pluralidad de pensamientos; de las enseñas surgen rostros que representan los movimientos populares que México habrá de ver. Una enorme serpiente emplumada es el símbolo de la cultura tradicional; encima de ella surgen vírgulas que al ascender se unen con varias manos, y cada una de éstas, acompañada por diferente alegoría, simboliza la diversidad política, económica y social del México contemporáneo. Corona el conjunto un gran sol con la inscripción: Constitución Política Mexicana.” Continuaremos

viernes, 12 de mayo de 2017

Parlamento, congreso y constitución (segunda parte)


Desde un contexto preindustrial, el parlamento transitó por la sociedad agraria y se acompasó al desarrollo de la sociedad industrial y el consecuente urbanismo del siglo XIX, creando la base normativo-liberal del moderno capitalismo. Noticia, ensayo o experimento, parlamentos y congresos fueron, ante todo, estrategia e instrumento de radicalización política: fungieron como portavoces de los movimientos sociales que destruyeron el poder absoluto que se negaba a admitirlos como contrapeso; racionalizaron y legitimaron los procesos de independencia; y, ante todo, preludiaron con oportunidad la instauración de los modernos Estados-Nación, en los que se insertaron como la parte circunspecta de un todo estadual institucionalizado en el cuerpo de cartas constitucionales.

A no dudar, absolutismo y republicanismo constituyen polos opuestos, y uno de sus elementos diferenciadores estriba en la existencia o no de asambleas públicas dotadas de facultades reales de control. Tanto es así que cuando se trata de elementos descriptivos duros, la teoría política vigente no para en mientes: como forma de estado, una nación es federal o centralista; como forma de gobierno, es monarquía o república. El entrecruce de formas es otro cantar; empero, hoy día ninguna variante formal puede concebir su praxis sin la presencia de un parlamento o congreso.

Lo anterior conlleva el intento de hacer consideraciones sobre cómo explorar el significado cultural del parlamento, cuando situamos su pasado en una configuración social concreta que nos permita un examen de contrastes con la actualidad en que se articula. En todo caso se trataría de un contraste de relativos y no de absolutos, en virtud de que la presencia del parlamento se ha generalizado en el espacio de la cultura occidental, identificándose con funciones políticas de representación, legislativas, de control y de gestión, pero con disimilitudes de aplicación en la especificidad de las geografías nacionales, provinciales o estatales donde se organiza.

En efecto, el proceso histórico que une el pasado parlamentario con los colegiados presentes no se funda en elementos estáticos. El parlamento o congreso es un alguien que ha construido un significado –o varios- con base en semejanzas y diferencias de acción política. No obsta que su presencia fuera una novedad histórica a fines del siglo XVIII o que en términos contemporáneos sea parte de la cotidianeidad cultural. En la disputa de teóricos y pragmáticos sobre si el parlamento es la soberanía o sólo parte de la soberanía, la institución parlamentaria nunca ha admitido dejar de ser propietaria o copropietaria de ella. Por supuesto, serlo o no es condición ineludible de análisis, en función de la diversidad histórica y social de espacios determinados y series de tiempo de distinta duración, debido a que ese es el atributo político fundamental con que las asambleas legislativas se incorporaron a plenitud en las urbes capitales. De hecho, convenientemente cobijadas en una arquitectura que intentó expresar, a la vez, su genealogía antigua y su heráldica moderna, con raras excepciones, las edificaciones parlamentarias o congresionales ya no se construyen, más bien se conservan. Continuaremos.

jueves, 11 de mayo de 2017

Parlamento, congreso y constitución


La existencia de asambleas en las que se discutía sobre asuntos de interés común puede documentarse desde la Antigüedad. La polis practicó esta forma de reunión pública y célebre es el enjuiciamiento de Sócrates por una asamblea de ciudadanos atenienses que decidió su muerte. En la civitas tuvo una notable institucionalización, y uno de los puntos en que se observa el paso de la república al imperio se liga con la decadencia de la asamblea senatorial romana y el ascenso de gobernantes omnímodos. Desde entonces, las asambleas y los gobernantes absolutos son personajes políticos que se repelen con dureza y beligerancia. El parlamento reconoce su antecedente más inmediato en las restringidas formas medievales de las asambleas locales que no poseyeron el sello de la dominancia, sino la característica de apéndices que sólo emitían opinión y daban consejo al soberano, pero sin mayor preeminencia en el ejercicio real del poder. Con todo y los arreglos que los estamentos ingleses lograron durante el siglo XII, contra la violación de costumbres feudales en que incurrieron los descendientes de Guillermo I -primer rey de Britania- y a quienes se obligó a la aceptación de cartas de coronación, la suscripción de ellas ante asambleas fue un asunto de excepción que no puede considerarse representativa de triunfos decisivos, dado que no se condicionaron límites verdaderos al ejercicio del poder monarcal.

La noción parlamento se acuñó en el siglo XIII y perduró; pero su naturaleza cambió sustancialmente a partir de la revolución inglesa que “gloriosamente” declaró su triunfo en 1688, cuando el viejo parlamento asumió un moderno e inusitado plusvalor político con el ascenso paradigmático de las asambleas legislativas al plano de la disputa y apropiación colegiada del poder público, reconfigurando la antigua función de consejería estamentaria –fuere consejo “grande” o “pequeño”- para recrearse en un nuevo espacio político en el que irrumpió exigiendo representatividad e independencia, expresadas fácticamente en el traslado del debate de la cosa pública y la toma de decisiones nacionales al seno del “lugar donde se discute” (significado originario de la palabra parlamento).

A partir de entonces se constituyó en el recinto de la soberanía y a finales del siglo XVIII, pero sobre todo en el XIX, el edificio parlamentario cobró una presencia urbana significativa en las ciudades capitales occidentales: primero en Inglaterra, cien años después en Francia y, diez años antes que ésta, del otro lado del océano adoptó el nombre de Congreso al establecerse la confederación pactada por las trece colonias americanas. En este continente, bajo formas unicamerales o bicamerales, las maneras congresionales llegaron para quedarse sin mayor problema en los Estados Unidos de América; y en la América hispanizada, a consecuencia de los procesos independentistas, en calidad de laboratorios ideológicos que ensayaron formas de estado y de gobierno, pagando el precio de sus prácticas constitucionales con la moneda parlamentaria más cara: la disolución de congresos. En Europa, los parlamentos sobrevivieron a la restauración monárquica que acometió Metternich, y el propio siglo XIX en que se quiso practicar su destrucción política se tornó, a contrapelo, en el siglo de oro del parlamentarismo. Seguiremos, con varias entregas.

jueves, 4 de mayo de 2017

1° y 5 de mayo


Mayo es de conmemoraciones significativas para nuestro país, casi tanto como septiembre. De original cuño socialista, el 1° de mayo se festeja como el día internacional del trabajo o de los trabajadores, representativo de la contradicción de intereses entre Capital y Trabajo, hoy día de renovada expresión dada la extensión del concepto “obrero” a todo “asalariado”, o viceversa, que tiene significativos antecedentes seglares impregnados de violencia: el luddismo o destrucción de las máquinas por los obreros ingleses desplazados de las fábricas, con su punto culminante en 1811-1812; el cartismo (Carta del Pueblo, 1837) o petición política de los obreros a la Cámara de los Comunes inglesa, por derechos de sufragio, pago justo y representación política; las revoluciones europeas de 1848, iniciadas en Francia, que provocaron la caída de varias monarquías, aunque de duración efímera; y la simbólicamente histórica muerte de los Mártires de Chicago, que iniciaron su huelga el 1° de mayo de 1886. Estos hechos provocaron, en 1889, la institucionalización internacional del 1° de mayo; pero, en curiosa dialéctica, sólo en Estados Unidos -y Canadá- no se festeja en esa fecha, sino el 1° de septiembre. Actualmente, la manifestación de obreros o asalariados ha cobrado nuevos bríos, frente al fenómeno general de empobrecimiento e, incluso, depauperación de los asalariados de todas latitudes, particularmente cierto en América Latina y no se diga en México, frente a los fenómenos de neoliberalismo y globalización que desde fines de los 80´s del siglo XX, han generado una concentración desigual de la riqueza, sin precedentes relativos ni absolutos en la historia mundial.

En cambio, el 5 de mayo es muy nuestro y muy festejado, con justificada razón histórica. El enfrentamiento de liberales y conservadores durante la década de 1850´s, con proyectos políticos de nación irreconciliables, la expedición de la Constitución del ´57, las diversas revueltas que antes y después de esta fecha produjeron la división de los Estados y del país, y la inmediata Guerra de Tres Años, tuvo como resultado el triunfo del ala liberal, con Juárez a la cabeza del gobierno federal y la plena aplicación de las Leyes de Reforma, promulgadas desde 1859. Con una hacienda pública exhausta, Juárez suspendió el pago de la deuda a usurarios británicos, españoles y franceses. El emperador de este último país, Napoleón III, animado por monarquistas mexicanos residentes en Europa, pretextó la ausencia de pagos para realizar la intervención armada en nuestro país, acompañado de británicos y españoles, aunque estos dos últimos fueron convencidos por el ministro Manuel Doblado, en el puerto de Veracruz, de que la falta de pago era temporal. El 17 de abril de 1862 los franceses avanzaron y el 4 y 5 de mayo el Conde Lorencez era derrotado por Zaragoza, y de aquí siguió la derrota definitiva del ejército francés y muerte de Maximiliano en 1867; pero menos conocida es la convicción de nuestros historiadores de que, antes de estos hechos, la disputa y desunión internas habían impedido alcanzar la constitución de nuestro ser nacional. Después de medio siglo de incertidumbres, el verdadero triunfo fue que el 5 de mayo detonó la unión del sentimiento colectivo de mexicanidad, con la idea social de nación. En esa fecha, Zaragoza informó al presidente Juárez: “…las armas nacionales se han cubierto de gloria”. Indudablemente.