En la antigüedad no hubo constituciones
como las de ahora: no lo fue la de Atenas ni las más de 300 constituciones
estudiadas por Aristóteles en el siglo IV a. C. Entre ellas y las actuales sólo
compartimos el nombre, mas no su estructura ni radio de acción, porque las de
hoy se ajustan al exhaustivo patrón del Derecho que entonces no estaba
desarrollado a plenitud, por más que se rinda tributo al derecho romano como
real precursor de las modernas ciencias jurídicas. Desde las constituciones de
la antigüedad, pasando por las constituciones medievales hasta las modernas, el
concepto ha mudado su significado de manera notable, de forma que la famosa
constitución griega de Clístenes, del siglo V a. C., no es lo mismo que la
famosa Carta Magna inglesa de 1215, y ésta, a su vez, tampoco se parece a las todavía
más famosas primeras constituciones de la Modernidad: la americana de 1787 y la
francesa de 1791.
No fue sino a fines del siglo XVIII y en
adelante, que la constitución
adquirió el sentido de una específica forma histórica de las relaciones de
poder entre gobernantes y gobernados, cuya diferencia con las formas
precedentes consistió en sujetar al estado
a los principios políticos de la ilustración y el enciclopedismo de los que
derivaron, destacadamente y más allá de su absoluta realización, las nociones
de voluntad general (Rousseau), división de poderes (Montesquieu), representación política (Sieyès), republicanismo (ejercicio temporal de
los cargos públicos), derechos del hombre
(derechos humanos) y estado de derecho
(sujeción de personas y autoridades, a la Ley), todo expresado en cartas
constitucionales.
Autores de fines del siglo XIX y de poco
más de la primera mitad del siglo XX, con precisiones teóricas mayor o menormente
semejantes o encontradas, coincidieron, sin embargo, en denominar Estado de Derecho a la actual y
particular forma de las relaciones políticas; es decir, al famoso poder reglado o normado, que no admite
comportamientos de la autoridad no previstos en las leyes o que sean violatorios
de los derechos de las personas, so pena de incurrir en la arbitrariedad autoritaria
que, soterrada o permisivamente, sucedía en las anteriores formas políticas,
porque no se tenía como presupuesto político fundamental el denominado imperio
de la Ley.
Así, hoy día existe la idea común de que
la constitución es la ley fundamental
de un país, un pueblo o una nación, que de manera escrita establece los
derechos de las personas y organiza el gobierno. En este sentido, el constitucionalismo es una línea de
pensamiento político, expresado instrumentalmente por cauces jurídicos, que
postula el acotamiento o fijación de límites al ejercicio del poder público, al
tiempo de establecer como núcleo superior e impenetrable a los derechos humanos
frente a cualquier conducta arbitraria de la autoridad. Y como esto se logra
mediante el consentimiento social expresado en un pacto político escrito,
entonces el “constitucionalismo”,
como aspiración y método político social, tiene al instrumento “constitución” como su objeto, dado que
en él colma el fin que persigue de instaurar las fronteras del poder público
instituido frente a las personas.
Si la constitución es un documento garante de derechos humanos y
definidor de una forma de organización política, entonces su método de
representación por excelencia es el Derecho; en tanto que el “constitucionalismo” es un ideario que,
con constitución escrita o sin ella, posee un carácter valorativo y de
posicionamiento y, por tanto, su forma expresiva fundamental es la praxis
política. Ahora bien, ¿cómo se implica el concepto o significado de la “constitucionalidad” con los de “constitucionalismo” y “constitución”? (Seguiremos).