En nuestro país, durante los últimos diez años se ha
pedido en los editoriales nacionales, o se ha propuesto en los artículos “especializados”,
la adopción de figuras parlamentarias con el fin de acotar y moderar la
discrecionalidad político-jurídica de que actualmente gozan los poderes ejecutivos
federal y estatales para designar a los secretarios de estado, como el caso de
la más reciente propuesta para adoptar entre nosotros los denominados gobiernos
de coalición en el orden federal, porque se deduce que de un congreso sin
mayorías, como el que hemos vivido en el orden federal en estos dos último
sexenios, la negociación congresional hará surgir un gabinete plural y, por
tanto, automáticamente “autónomo” y “equilibrado”. La dificultad teórica y
práctica –para no decir constitucional y política- es evidente y,
esquemáticamente, puede representarse por la caracterización simple de los
rasgos más significativos de cada sistema. En el parlamentario, el gobierno (primer ministro y gabinete) surge del parlamento,
a partir de una sola elección, generándose la conocida dualidad entre el jefe de estado (rey o presidente)
y el jefe de gobierno (primer ministro), como resultado de la fusión e identidad personal entre los miembros de
parlamento y gabinete. En cambio, en el sistema presidencial el gobierno (el presidente)
surge de una elección propia que puede coincidir o no con la elección del congreso,
donde el titular del poder ejecutivo es el depositario de las funciones de jefe
de estado y jefe de gobierno; es decir, representa al estado nacional en el
exterior y es la autoridad ejecutiva máxima a su interior.
Todas las experiencias recientes en nuestro país,
resultantes de decisiones pluripartidistas, demuestran que una idea
“parcelaria” del poder resulta poco efectiva, y el supuesto peca de ingenuidad en
la medida que la alternativa política se reduce sólo a discutir si los
Ejecutivos conservan o pierden la facultad de nombrar y remover libremente a
los actuales secretarios del despacho, para dar paso a un “gabinete” de rasgos semejantes
al tipo ideal de cabinet que es el utilizado
en el modelo parlamentario inglés. Dicho de otro modo, ¿el Ejecutivo electo
directa y popularmente tendría que quedar sometido a los “miembros del
gabinete” designados de manera administrativa e indirecta? ¿O, para
“equilibrar”, también podría el Ejecutivo disolver a la asamblea política? O,
entonces, ¿el remedio consistiría en importar más figuras parlamentarias y
superponerlas a las presidencialistas? En pro y en contra de cada sistema están
las propias experiencias políticas contemporáneas, y los teóricos más
representativos. Sin embargo, en ambos sistemas, las razones del alejamiento
entre el ser y el deber ser no encuentran su explicación absoluta en la variable jurídica,
a pesar de que ésta es un instrumento de notable utilidad para hacer viable el
contrato político y el consentimiento social. Aunque no parezca evidente, toda
idea seria sobre esta materia tendrá que atender a la perspectiva histórico
política, que demuestra la existencia de alternativa lógicas a las
interpretaciones anteriores, como aquella que se centra no en la posibilidad de
disminuir la capacidad del Ejecutivo, sino en aumentar la fuerza o atribuciones
del Legislativo y el Judicial, para producir contrapesos efectivos y, al mismo tiempo,
ampliar la participación ciudadana (referéndum, plebiscito e iniciativa
popular) en la toma de decisiones legislativas y administrativas fundamentales para
la nación. ¿Dónde se pondrá el acento?
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