Desde la definición clásica de la “política” como el
ejercicio legítimo de la fuerza coactiva del Estado, por ministerio de ley, para
procurar la seguridad de la población y el territorio de una nación, hasta los
más recientes enfoques y redefiniciones que incorporan en el concepto de “lo
político” a toda acción humana de cooperación para la producción de bienes y
recursos de alcances públicos, cada vez que escuchamos la expresión “políticas
públicas” como condición democrática para el ejercicio del poder, nos vienen a
la memoria expresiones como las de legalidad, corrección fiscal y racionalidad
administrativa del aparato de gobierno; pero también el término nos lleva a
aspectos de crítica social que se manifiestan en un sentimiento de escepticismo
y desconfianza respecto de una actividad que se nos aparece como ajena al
ciudadano medio, alejada de su concepción práctica como instrumento previsor para
dirimir y solucionar conflictos sociales, comunitarios e, incluso, grupales.
El plural “políticas”, con el añadido del
calificativo “públicas”, nos lleva a la noción de “políticas públicas” y nos
introduce en un campo teórico referido a metodologías o modos de elaboración de
planes y programas orientados por fines sociales, que adquiere practicidad
cuando se nos dice que una política pública se diseña con base en el cuidado de
criterios fundamentales: descentralizar el funcionamiento de la administración
gubernamental, cuidar los recursos y bienes públicos o evitar conductas
patrimonialistas aquejadas de tentación insana. Pero una vez decidido el
“hacer” de una política pública, mediante el establecimiento de fines
programáticos realizables, el verbo se transforma de inmediato en “quehacer”, tan
pronto como se observa que su puesta en marcha y cumplimiento depende de un
sujeto denominado “administración pública”, que encarna en un grupo poblacional
llamado “servidores públicos”; nombre este último que les viene del propio
objeto práctico de toda política pública: la prestación de los servicios
públicos que los administradores gubernamentales efectúan en beneficio de la
población beneficiaria.
Sin embargo, cuando esto no sucede así, cuando se incurre
en el fenómeno de “burocratización” como sinónimo de incapacidad, retraso o
irresponsabilidad de algunos servidores públicos, que en muchas ocasiones cae
en generalización indeterminada, la desconfianza y el escepticismo de los
gobernados aparece con pautas de dolor, rencor o combinación de ambos
sentimientos, produciendo rebeldía o pasividad. La rebeldía la conocemos y
sabemos a qué da lugar cuando llega a ligarse con la violencia desesperante,
pero la pasividad resulta más dañina, porque la “inacción” es más fácil de
practicar que la “acción”, y porque produce un doble fenómeno de hastío y
conformidad soterrados que dan lugar a la “corrupción pasiva”, que nos
convierte en cómplices involuntarios de la burocratización. Sólo la
participación activa de nosotros los ciudadanos puede invertir los términos de esta
situación político-social que se forma, mediante conductas y opiniones empezadas
en nuestras calles, manzanas, barrios o colonias, para dar a conocer a los
administradores públicos cuándo una política pública que se aplica no funciona,
pero también cuándo una medida administrativa que se ensaya debe continuar
porque resulta de utilidad pública para nosotros, para nuestro entorno, para el
lugar donde vivimos: ¿Cuándo?