miércoles, 26 de octubre de 2011

El hacer y el quehacer de las Políticas Públicas



Desde la definición clásica de la “política” como el ejercicio legítimo de la fuerza coactiva del Estado, por ministerio de ley, para procurar la seguridad de la población y el territorio de una nación, hasta los más recientes enfoques y redefiniciones que incorporan en el concepto de “lo político” a toda acción humana de cooperación para la producción de bienes y recursos de alcances públicos, cada vez que escuchamos la expresión “políticas públicas” como condición democrática para el ejercicio del poder, nos vienen a la memoria expresiones como las de legalidad, corrección fiscal y racionalidad administrativa del aparato de gobierno; pero también el término nos lleva a aspectos de crítica social que se manifiestan en un sentimiento de escepticismo y desconfianza respecto de una actividad que se nos aparece como ajena al ciudadano medio, alejada de su concepción práctica como instrumento previsor para dirimir y solucionar conflictos sociales, comunitarios e, incluso, grupales.

El plural “políticas”, con el añadido del calificativo “públicas”, nos lleva a la noción de “políticas públicas” y nos introduce en un campo teórico referido a metodologías o modos de elaboración de planes y programas orientados por fines sociales, que adquiere practicidad cuando se nos dice que una política pública se diseña con base en el cuidado de criterios fundamentales: descentralizar el funcionamiento de la administración gubernamental, cuidar los recursos y bienes públicos o evitar conductas patrimonialistas aquejadas de tentación insana. Pero una vez decidido el “hacer” de una política pública, mediante el establecimiento de fines programáticos realizables, el verbo se transforma de inmediato en “quehacer”, tan pronto como se observa que su puesta en marcha y cumplimiento depende de un sujeto denominado “administración pública”, que encarna en un grupo poblacional llamado “servidores públicos”; nombre este último que les viene del propio objeto práctico de toda política pública: la prestación de los servicios públicos que los administradores gubernamentales efectúan en beneficio de la población beneficiaria.

Sin embargo, cuando esto no sucede así, cuando se incurre en el fenómeno de “burocratización” como sinónimo de incapacidad, retraso o irresponsabilidad de algunos servidores públicos, que en muchas ocasiones cae en generalización indeterminada, la desconfianza y el escepticismo de los gobernados aparece con pautas de dolor, rencor o combinación de ambos sentimientos, produciendo rebeldía o pasividad. La rebeldía la conocemos y sabemos a qué da lugar cuando llega a ligarse con la violencia desesperante, pero la pasividad resulta más dañina, porque la “inacción” es más fácil de practicar que la “acción”, y porque produce un doble fenómeno de hastío y conformidad soterrados que dan lugar a la “corrupción pasiva”, que nos convierte en cómplices involuntarios de la burocratización. Sólo la participación activa de nosotros los ciudadanos puede invertir los términos de esta situación político-social que se forma, mediante conductas y opiniones empezadas en nuestras calles, manzanas, barrios o colonias, para dar a conocer a los administradores públicos cuándo una política pública que se aplica no funciona, pero también cuándo una medida administrativa que se ensaya debe continuar porque resulta de utilidad pública para nosotros, para nuestro entorno, para el lugar donde vivimos: ¿Cuándo?

miércoles, 19 de octubre de 2011

Parlamentarismo vs. Presidencialismo



En nuestro país, durante los últimos diez años se ha pedido en los editoriales nacionales, o se ha propuesto en los artículos “especializados”, la adopción de figuras parlamentarias con el fin de acotar y moderar la discrecionalidad político-jurídica de que actualmente gozan los poderes ejecutivos federal y estatales para designar a los secretarios de estado, como el caso de la más reciente propuesta para adoptar entre nosotros los denominados gobiernos de coalición en el orden federal, porque se deduce que de un congreso sin mayorías, como el que hemos vivido en el orden federal en estos dos último sexenios, la negociación congresional hará surgir un gabinete plural y, por tanto, automáticamente “autónomo” y “equilibrado”. La dificultad teórica y práctica –para no decir constitucional y política- es evidente y, esquemáticamente, puede representarse por la caracterización simple de los rasgos más significativos de cada sistema. En el parlamentario, el gobierno (primer ministro y gabinete) surge del parlamento, a partir de una sola elección, generándose la conocida dualidad entre el jefe de estado (rey o presidente) y el jefe de gobierno (primer ministro), como resultado de la fusión e identidad personal entre los miembros de parlamento y gabinete. En cambio, en el sistema presidencial el gobierno (el presidente) surge de una elección propia que puede coincidir o no con la elección del congreso, donde el titular del poder ejecutivo es el depositario de las funciones de jefe de estado y jefe de gobierno; es decir, representa al estado nacional en el exterior y es la autoridad ejecutiva máxima a su interior.

Todas las experiencias recientes en nuestro país, resultantes de decisiones pluripartidistas, demuestran que una idea “parcelaria” del poder resulta poco efectiva, y el supuesto peca de ingenuidad en la medida que la alternativa política se reduce sólo a discutir si los Ejecutivos conservan o pierden la facultad de nombrar y remover libremente a los actuales secretarios del despacho, para dar paso a un “gabinete” de rasgos semejantes al tipo ideal de cabinet que es el utilizado en el modelo parlamentario inglés. Dicho de otro modo, ¿el Ejecutivo electo directa y popularmente tendría que quedar sometido a los “miembros del gabinete” designados de manera administrativa e indirecta? ¿O, para “equilibrar”, también podría el Ejecutivo disolver a la asamblea política? O, entonces, ¿el remedio consistiría en importar más figuras parlamentarias y superponerlas a las presidencialistas? En pro y en contra de cada sistema están las propias experiencias políticas contemporáneas, y los teóricos más representativos. Sin embargo, en ambos sistemas, las razones del alejamiento entre el ser y el deber ser no encuentran su explicación absoluta en la variable jurídica, a pesar de que ésta es un instrumento de notable utilidad para hacer viable el contrato político y el consentimiento social. Aunque no parezca evidente, toda idea seria sobre esta materia tendrá que atender a la perspectiva histórico política, que demuestra la existencia de alternativa lógicas a las interpretaciones anteriores, como aquella que se centra no en la posibilidad de disminuir la capacidad del Ejecutivo, sino en aumentar la fuerza o atribuciones del Legislativo y el Judicial, para producir contrapesos efectivos y, al mismo tiempo, ampliar la participación ciudadana (referéndum, plebiscito e iniciativa popular) en la toma de decisiones legislativas y administrativas fundamentales para la nación. ¿Dónde se pondrá el acento?

miércoles, 12 de octubre de 2011

La publicidad de las leyes como acción de gobierno



Cuando consultamos alguno de los buenos diccionarios de la lengua española que, por fortuna, están a nuestro alcance, es fácil saber el significado del vocablo “publicidad”. El más socorrido de todos, el de la Real Academia, registra tres acepciones de esta palabra, de las cuales, la tercera de ella es la que nos resulta más familiar: “Divulgación de noticias o anuncios de carácter comercial para atraer a posibles compradores, espectadores, usuarios, etc.”. Así, cada vez que leemos u oímos de la “publicidad”, resulta inevitable relacionarla con la profusa gama de anuncios que aparecen en los medios televisivos, radiales, cine o en todo tipo de papel y, por supuesto, su presencia casi infinita en internet. Sin embargo, se sabe menos que su significado original proviene de la esfera de la creación de las leyes y de las obligaciones de los gobiernos, y que este sentido sigue vigente, como nos lo recuerda Martín Alonso en su Enciclopedia del Idioma,  que registra, desde el siglo XVIII, el significado de “publicidad” como la calidad o estado de noticias o hechos notorios, patentes o manifiestos, cuya ejecución, divulgación o extensión puede hacerse “sin reserva de que lo sepan todos”. Y debido a que “publicista” tiene la misma raíz que “publicidad”, también relacionamos esa palabra con aquellos que se desempeñan en oficinas o negocios para producir anuncios comerciales; pero pocos saben que “publicista” también es el autor que escribe sobre derecho público, o los órganos del Estado que crean leyes para otorgar derechos e imponer obligaciones a las personas, y deberes y facultades a las autoridades. 

No es casual que el gran codificador del fines del siglo XVIII, Jeremías Bentham, en una de sus más notables obras, “Táctica de los Congresos Legislativos”, haya postulado y difundido el “principio de publicidad de la ley” que hoy día constituye una obligación universal de cualquier gobierno democrático, que desde el siglo XIX se efectúa a través de los diarios, gacetas o periódicos oficiales, y que dio lugar apenas hace más de una década en términos reales, a la actual posibilidad de consulta de legislación de todo tipo en los sitios electrónicos de los poderes legislativo y ejecutivo nacionales, estatales o provinciales, de los más diversos países del mundo. Casi nadie advierte que la publicidad de las leyes es una obligación gubernamental, que se liga con la también universal condición de que ningún ciudadano puede argumentar en defensa propia y de sus intereses, el desconocimiento de los ordenamientos que le imponen obligaciones, tal y como lo señalan todos los códigos civiles habidos y por haber. De ahí que siempre sea saludable cada nuevo sitio que permita la publicidad y consulta de la legislación nacional y estatal, como afortunadamente ya sucede en nuestro país. Dado que una de las variables más importantes para apreciar el grado de democracia en una sociedad, ha sido la posibilidad de que personas de todas las condiciones puedan acceder libremente a la consulta de los contenidos legales que los rigen, las nuevas tendencias insisten en la evolución generacional de los “website” de leyes, incorporando elementos didácticos e históricos para ampliar el espacio de lo “público” y socializar el conocimiento. Bienvenidos sean todos.