Los Parlamentos o Congresos contemporáneos son un
producto de la razón occidental. Desde el mundo de las ideas, su cepa fue el
pensamiento político de la Ilustración y su fundamento filosófico el
libero-individualismo inglés, respaldos ambos de la práctica contestataria de
las asambleas deliberantes y de los
enfrentamientos violentos con el poder de la Corona, sucedidos a fines del
siglo XVII, cuya realidad se expandió en la Europa centro occidental en el
transcurso de los siglos XVIII y XIX. Fue a partir de la revolución inglesa que
el Parlamento declaró “gloriosamente” su triunfo en 1688, cuando el viejo parlamento asumió un moderno e
inusitado plusvalor político, con el ascenso paradigmático de las asambleas
legislativas al plano de la disputa y apropiación colegiada del poder público;
constituyéndose en el recinto de la soberanía
y, a finales del siglo XVIII, pero sobre todo en el XIX, el edificio
parlamentario cobró una presencia urbana significativa en las ciudades
capitales occidentales. En el continente Americano, bajo formas unicamerales o
bicamerales, los Congresos llegaron para quedarse sin mayor problema en los
Estados Unidos de América; y en la América hispanizada, a consecuencia de sus
procesos independentistas, jugaron el papel de laboratorios ideológicos que
ensayaron formas de Estado y de Gobierno, pagando el precio de sus prácticas
constitucionales con la moneda parlamentaria más cara: la disolución de
Congresos y el asesinato de legisladores, a manos de dictadores y tiranos
absolutistas que deseaban concentrar el Poder del Estado, cuestión contraria a
la teoría político-social de la división de poderes que hoy es un principio
constitucional universal. En efecto, absolutismo y republicanismo constituyen
polos opuestos, y uno de sus elementos diferenciadores fundamentales estriba en
la existencia de asambleas públicas, dotadas de facultades reales de control, que
se oponen a las prácticas arbitrarias y autoritarias de quienes quieren
centralizar el poder absoluto en una sola persona. La realidad parlamentaria se
nutrió del contractualismo teorizado con oposiciones y afinidades por Hobbes,
Locke y Montesquieu. De hecho, a fines del siglo XVII, Locke se vinculó
directamente con el partido liberal inglés, dotándolo de un discurso político
que argüía derechos naturales de igualdad, independencia, libertad, propiedad
privada y división tripartita del Poder Público; esta última, reelaborada por
Montesquieu en el siglo XVIII bajo la concepción de Legislativo, Ejecutivo y
Judicial, como Poderes sujetos a equilibrios y contrapesos. A partir de la
independencia de las colonias americanas y la revolución francesa, ocurridas en
el último cuarto del siglo XVIII, el parlamento racionalizó e hizo realidad la
herencia intelectual de los contractualistas liberales; se arrogó la función de
facturar leyes; y, legitimó su nuevo monopolio en cartas constitucionales:
exactamente el mismo poder que en la actualidad posee. Actualmente, la expresión Parlamento o Congreso
designa, genéricamente, a los órganos que tienen a su cargo la función de
producir legislación constitucional u ordinaria, de orden nacional o local; y a
sus miembros se les denomina parlamentarios, congresistas, asambleístas,
diputados, senadores o legisladores, los cuales incorporaron para sí la
protección que las constituciones dan a la función política de las Asambleas de
las que forman parte. Continuaremos…
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