La
tradición política y jurídica moderna sitúa en Montesquieu la idea de la
división de poderes; en tanto que la existencia de organismos autónomos se
ubica, sobremanera, en el curso de los últimos 25 años. Repensados en conjunto,
los poderes tradicionales y los noveles organismos autónomos, pertenecen a la
parte orgánica de las constituciones contemporáneas. En efecto, se debe a don
Adolfo Posada la concepción de que en las cartas constitucionales se pueden
apreciar dos partes fundamentales: una dogmática, donde están los derechos
humanos de todos nosotros; y una orgánica, para determinar el funcionamiento de
los poderes y, ahora también, de los organismos autónomos, es decir, de las
autoridades tradicionales de orden ejecutivo, legislativo y judicial, así como
de las más recientes instituciones públicas especializadas en diversas
materias: electoral, fiscalización superior, transparencia, derechos humanos,
fiscalía general, y las que surjan más adelante. Montesquieu decía que había
que dividir el poder del Estado para evitar que sus funciones se concentraran en
un solo ente o persona, pues históricamente ello siempre ha producido conductas
arbitrarias y discrecionales, y violación de derechos humanos, de parte de quienes
detentan ese poder. Si las tres funciones clásicas -legislativo, ejecutivo y
judicial- se “dividen” entre personas e instituciones diferentes, “el poder controla
el poder”. Y si, además, algunas funciones estatales se “dividen” y
especializan, los “checks and balances” (frenos y contrapesos; o, controles y
balances) se vuelven más equilibrados, en beneficio de nosotros los gobernados
o administrados. Esta es la teoría y praxis que priva hasta nuestros días.
Ahora
bien, la idea original refiere a una “división”, o sea, a un fraccionamiento o
partición del “poder” estatal, sin espacio para la posibilidad de vasos
comunicantes y, entonces, estaríamos condenados a un “toma y daca” entre
instituciones diversas. En el curso del siglo XX, esa apreciación general se
moderó para transformarla en un principio de “separación” de poderes y, antes
que una contienda o enfrentamiento, se reinterpretó bajo la idea de fijar límites
precisos a cada “poder” público, introduciendo, sin embargo, la noción poco
dúctil de estar frente a compartimientos estancos, desligados y sin capacidad
de diálogo. Esto ha cambiado. Ahora se habla de “colaboración” entre poderes
públicos, es decir, de interacción, reciprocidad y apoyo mutuo entre éstos,
bajo la consideración fundamental de que no hay más que un solo “Poder”, de
naturaleza indivisible, independiente e impenetrable, puesto que no pueden
existir Estados dentro de los Estados: o hay Estado o no hay; o hay varios,
cada uno con su propia existencia; pero no hay estados superpuestos. Así fue
como, dada esta reformulación del original principio de la “división”, cobró
importancia toral la noción de colaboración institucional entre poderes
públicos y organismos autónomos (que también pertenecen al Estado, pero fuera
de los límites de los poderes tradicionales). Pues bien, ojalá poderes,
instituciones autónomas y personas entendamos que lo que más nos hace falta en
este tiempo es colaboración para atender nuestros imperativos sociales. Cierto.
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