Hoy
día se ha acuñado el verbo “constitucionalizar” para significar al menos dos
cosas: (1) que cuando en la interacción sociedad civil-sociedad política se dan
reelaboraciones y reacomodos, hay que llevar los acuerdos a la Constitución
para garantizar la adecuación del consentimiento social y del pacto político;
y, (2) que ese es el camino indicado por la experiencia histórica para
solucionar conflictos nacionales críticos o violentos. La existencia de las
constituciones no sólo integra una tradición de poco más de doscientos años, si
se la concibe en el tiempo histórico de las duraciones largas; sino que también
representa, con objetividad política, un fenómeno real y contemporáneo, de
geografía extensa y presencia cotidiana. Los datos fácticos confirman esta
tendencia: si durante la primera mitad del siglo XX se aprobaron 15
constituciones, es entre 1950 y el año 2000 que la tendencia a la
constitucionalización se acentuó al grado que en lapso se expidieron 150
constituciones, es decir, las dos terceras partes del total mundial. Y en la primera década del
siglo XXI, se aprobaron 23 constituciones: más que entre 1215 y 1899
(larguísimo periodo en que se aprobaron 21 constituciones); o, bien, se ha
expedido un número mayor de constituciones nacionales en los primeros diez años
del siglo XXI (23 nuevas constituciones), que en los primeros cincuenta años
del siglo XX (15 constituciones). Las cifras muestran que esta forma de
contrato político y consentimiento social está presente como discurso o fuente
de legitimación de los gobiernos constituidos, o de los que pretenden
constituirse, mediante procedimientos internos de restructuración de sus
respectivas formas de estado y de sus formas de gobierno.
Así
que constituciones -y asambleas políticas, por supuesto, que son quienes producen
estas leyes fundamentales- son premisas prácticamente universales en el
discurso reformista de las sociedades políticas del mundo actual, y conforman
el perímetro o territorio de estudio en el que sociólogos, juristas y
politólogos ingresan para perfilar la efectividad o inefectividad del
funcionamiento de las denominadas instituciones republicanas o monárquicas,
centralistas o federalistas, democráticas o autoritarias. Las díadas parecen
multiplicarse al infinito, en atención a diversas variables y según el grado de
democracia real existente, que se confronta con la democracia ideal
constitucionalizada en cada contexto nacional, a saber: eficiencia vs
corrupción; elecciones libres vs. elecciones manipuladas; gobiernos
pluripartidistas vs. gobiernos monopartidistas. Hablar de constituciones -y parlamentos-
es tan común, crítico o anecdotario, que no siempre se repara en la
circunstancia de que su existencia se encuentra históricamente circunscrita al
periodo del denominado “estado nacional”, bajo su caracterización de “estado de
derecho”, con toda la carga de teoría y praxis histórico-política que implica
el uso de ambas expresiones, y debido a su indisoluble relación con las
nociones de democracia, ciudadanía, rendición de cuentas, sistemas electorales,
representación, formas de organización y participación ciudadana y,
recientemente, al menos en nuestro país, sistema anticorrupción, por citar sólo
algunos de los conceptos político-jurídicos más debatidos desde muy distintas
ópticas. Seguiremos.
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