Este
lunes conocimos la iniciativa presidencial para reformar el artículo 3° de la
Constitución Federal, como primera acción elaborada al amparo político del Pacto
por México, cuyos firmantes –dirigentes partidistas y líderes parlamentarios- estuvieron
también en el acto en que el Presidente Peña anunció oficialmente su remisión
al Congreso de la Unión. El suceso es políticamente simbólico y
administrativamente sencillo: en el primer caso, expresamente se dice que se
trata de reafirmar (asumir) la rectoría del Estado en este campo (que se había
perdido) y de retomar el control educativo; por cuanto al segundo, trátase de
la obligación de los docentes de examinarse, para lo cual se crea un ente
público autónomo como responsable de la evaluación magisterial que tendrá
carácter obligatorio, en la medida en que autoridad, sindicato y maestros no
formarán parte de él, evitando ser juez y parte en el proceso de evaluación. De
1993 a 2012, como señala la exposición de motivos de la iniciativa presidencial
–que casi nunca es leída-, han crecido notablemente las obligaciones del Estado
consignadas en el 3° constitucional, en la forma del derecho dogmático o humano
a recibir educación (preescolar, primaria y secundaria), conforme a principios
de laicismo, progreso científico, democracia, nacionalismo, mejor convivencia, “aprecio
y respeto por la diversidad cultural, por la igualdad de la persona y por la
integridad de la familia bajo la convicción del interés general de la sociedad
y los ideales de fraternidad y la igualdad de derechos”. Esta combinación de
obligaciones estatales, derechos humanos e ideales públicos declarados constitucionalmente,
en los hechos han resultado de muy dificultosa realización, porque los
principales actores de la denominada experiencia educativa (maestros y alumnos)
han estado supeditados a los vaivenes de la relación entre administradores educativos
y líderes magisteriales, muchas veces caprichosa, veleidosa y llena de
desencuentros. Y esto último constituye el vector político más importante,
porque el sindicato de maestros agrupa a un millón y medio de ellos, y nadie
duda que constituye un factor real de poder en el ámbito de la política pública
educacional. Por eso la iniciativa presidencial debe observarse bajo la óptica
de un riesgo calculado, que se hace evidente al buscar y lograr el apoyo
político de los principales partidos políticos representados en el Congreso de
la Unión, sin los cuáles no es posible aprobar la reforma constitucional. La
jugada es políticamente eficiente, porque el apoyo congresional calificado que
se requiere le otorgaría a esta reforma política y educativa, ulteriormente, un
enorme grado de legitimidad, que literalmente pondría contra la pared pública a
quien se opusiera a ella, porque ¿quién puede estar en contra de que “el
imperativo de la calidad debe alcanzar a todos los niños y jóvenes” o de que se
debe institucionalizar la “evaluación educativa” o de que se requiere la
“creación de un servicio profesional docente” o de “una instancia experta” que
sea el “órgano normativo nacional”? Después del orden constitucional, la
reforma político educativa devendrá reforma administrativa, y no deja de ser sorprendente
y dramática la primera medida administrativa a cumplir: un censo educativo que dé
cifras para dimensionar el tamaño de la tarea educativa de medir y evaluar
alumnos, maestros, escuelas, directores y servicios educativos. ¿Ahora sí se
podrá?
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