Cuando Weber escribió en “El político y el
científico” que el concepto “Política” se podía aplicar al atributo –legal o
carismático; o a una combinación de ambos- para dirigir o influir sobre la
dirección de un Estado, definiendo a éste como una asociación política cuyo
medio más distintivo era el de tener el monopolio de la violencia física
legítima, aportaba ya a principios del
siglo XX, desde una perspectiva sociológica, uno de los datos más objetivos en
el campo de las ciencias sociales, por cuanto a que si el Estado era “la única
fuente del derecho a la violencia”, entonces “Política” significaría “la
aspiración a participar en el poder o a influir en la distribución del poder
entre los distintos Estados o, dentro de un mismo Estado, entre los distintos
grupos de hombres que lo componen”, definición que perduró durante prácticamente
todo el siglo pasado. Quien si no Hobsbawm habría de explicarnos que el siglo
XX “corto” (1914-1991) inició con el derrumbe del siglo XIX “largo” (1780-1914);
es decir, el inicio del siglo XX corto estaría marcado por la primera guerra
mundial y su fin por la caída del muro de Berlín y la disolución de la antigua
URSS. Esa primera guerra mundial –y la segunda- rompieron una civilización eurocentrista,
económicamente capitalista, liberal en sentido jurídico-constitucional, políticamente
burguesa y científicamente brillante, y de un innegable progreso material, del
conocimiento y de la educación. Pero la civilización transformada del siglo
veinte viviría sus propias rupturas, que atravesarían por la guerra fría, las
recesiones económicas, los déficits y el encarecimiento de la energía,
particularmente el petróleo, las crisis económicas internacionales cíclicas, el
crecimiento demográfico desmesurado, los enormes déficits sociales en empleo,
educación, salud y vivienda, el incremento del empobrecimiento y la
marginalidad, y la consecuente explosividad de las demandas de una mayor
democratización de las opciones de vida frente a una economía neoliberal y
globalizada, enfrentando el privilegio absoluto de elites gobernantes con los intereses
de mayorías partidizadas, y en el medio también la exigencia de respeto a los
derechos de minorías políticamente representativas. La necesidad de un
desarrollo humano más amplio y complejo, trajo consigo la instauración de la
técnica de elaboración de políticas públicas propositivas, predictivas en la
medida de lo posible, y el descrédito de la práctica política de adoptar reacciones
pasivas frente a situaciones emergentes o contingentes de apuro social. Ahora,
dice Wolin, en las sociedades posmodernas del siglo XXI, las nociones de
Política y Estado, centradas en el tradicional monopolio del uso de la fuerza
física legítima en un determinado territorio, han sido desafiadas y opacadas
por un poder abstracto caracterizado por la generación, control, recolección y
almacenamiento de la información y “su transmisión virtualmente instantánea”,
con redes de interconexión sin una presencia territorialmente definida “pero
con posibilidades sin paralelo para el control centralizado”. El fenómeno
mundial no tiene precedentes históricos: una reconcentración de la riqueza y el
poder en una clase minúscula, a la par de una dispersión económica, política,
social y cultural. Así, afirma Wolin que en el
siglo XXI “el poder posmoderno está simultáneamente concentrado y
desglosado”. Luego entonces: ¿Política y
Estado posmodernos? ¿O?
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