Cuando estos dos conceptos se relacionan dan lugar a
una noción compuesta: política pública en materia energética. Esto es, la
adopción de la energía como un campo que cae dentro de la actividad del Estado
y, por tanto, como un objeto considerado de orden público e interés social,
cuyo método se despliega mediante la elaboración de planes o programas para
administrar todos aquellos recursos naturales susceptibles de ser aprovechados
en términos económicos, sobre los cuales tiene preeminencia el Estado, en razón
de que poseen un carácter estratégico, geopolítico y financiero tan importante,
que con toda verdad se afirma que en la energía administrada públicamente por
el Estado, se deposita buena parte de la Soberanía de cualquier país. Si bien
esta es una característica estructural de todos los Estados Nacionales formados
desde hace poco más de 200 años, el simple recuerdo de la crisis petrolera de
principios de los años 70’s del siglo pasado –crisis energética, por supuesto– que
trajo consigo la elevación estratosférica de los precios del petróleo, y que
alteró dramáticamente la industria en todo el mundo por la subida de los
precios de todos los productos encadenados fabrilmente con los hidrocarburos,
colocó en un primerísimo plano de discusión pública el cuestionamiento sobre la
conservación o pérdida de soberanía cuando no se cuenta con los recursos
naturales que caben dentro del concepto Energía: petrolera, nuclear, eólica,
solar, eléctrica, térmica, hidráulica, por citar las más importantes. Nunca fue
casual y siempre ha sido políticamente deliberada la asunción, en todos los
diseños constitucionales modernos, de disposiciones normativas fundamentales
para asegurar la propiedad e intervención del Estado, tratándose de recursos
naturales prioritarios y estratégicos, sobre los que, por supuesto, se extienden
criterios de seguridad nacional. Este es el contexto en el que el pasado lunes
el Presidente de la República promulgó las leyes secundarias que integran la
denominada Reforma Energética. Consta en la página habilitada por el gobierno
de la República que el paquete legislativo, una vez efectuada previamente la
reforma de los artículos 25, 27 y 28 constitucionales, se integró por 21 leyes
que se pueden agrupar en 9 bloques, que tuvieron como objeto de regulación
prioritaria la producción y el aprovechamiento de los hidrocarburos y la
electricidad. Esta reforma es una de las 11 “reformas estructurales” que
resultaron del llamado “Pacto por México”, que fue la estrategia acordada con
los diferentes partidos políticos nacionales y sus respectivos grupos
parlamentarios, para producir una verdadera “inflexión legislativa” que en
alrededor de 20 meses provocó una ruptura total con el pasado reciente. Pactada
en el nivel constitucional y desarrollada en las diversas leyes aprobadas o modificadas,
sus secciones son históricamente elocuentes: energética, telecomunicaciones,
competencia económica, financiera, hacendaria, laboral, educativa, penal,
amparo, electoral y transparencia. Histórico no significa bueno o malo, sino
inflexión o ruptura en la larga duración del siglo XX mexicano hacia el joven siglo
XXI. Los beneficios o maleficios que las diferentes fuerzas políticas han
externado sobre el contenido, posibilidades o limitaciones de esta compleja reforma
estructural inician la prueba de fuego de las predicciones. ¿Cuáles serán las
acertadas?
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