Cuando el 24 de agosto de 1821,
nuestros independentistas suscribieron con los representantes de la corona
española los Tratados de Córdoba, se cumplían casi once años de lucha desde la
noche del 15 y la madrugada del 16 de septiembre de 1810, en que se dio lo que
conocemos como el “grito” de Don Miguel Hidalgo en Dolores, Guanajuato, con el
llamado de las campanas que tañeron y que desde entonces volvemos a escuchar
cada año en la capital del país y las de los Estados. La conmemoración que
celebramos tiene, además, un profundo sentido histórico y social de
proporciones continentales, porque a partir de 1810 en adelante, se dio el
proceso de independencia de México, y también el de la gran mayoría de los
países de hispanoamericanos o latinoamericanos. Todos los historiadores
contemporáneos de esta enorme región, constituida en el tiempo y en el espacio
durante los últimos doscientos cuatro años, la ven como un movimiento tan
repentino, violento y universal, que una población de diecisiete millones de
personas, que tenían por hogar cuatro virreinatos que se extendían desde California
hasta el Cabo de Hornos, desde la desembocadura del Orinoco hasta las orillas
del Pacífico, se independizó de la corona española en un lapso de no más de
quince años. Casi para finalizar la guerra independentista y continental, Simón
Bolívar expresó, en su discurso de la Angostura de 1819, el trasfondo de las
nuevas nacionalidades americanas en formación: “no somos europeos, no somos
indios, sino una especie media entre los aborígenes y los españoles. Americanos
por nacimiento y europeos por derechos, nos hallamos en el conflicto de
disputar a los naturales los títulos de posesión y de mantenernos en el país
que nos vio nacer, contra la oposición de los invasores [españoles]…así,
nuestro caso es el más extraordinario y complicado”. En México la independencia
fue más dura y violenta, por la centenaria condición económica de ser la más
valiosa de las posesiones españolas, y por el largo y fuerte proceso cultural
de toma de conciencia de sí, que se expresaba en el sentido de identidad,
pertenencia y orgullo de los criollos y mestizos que no dudaban en llamarse a
sí mismos americanos, para diferenciarse de españoles y europeos. Al poco
tiempo de iniciada la guerra de independencia, Hidalgo, Allende, Aldama y Jiménez
fueron fusilados. Decapitados, sus cabezas enjauladas fueron expuestas durante
diez años en las esquinas de la Alhóndiga de Granaditas, en Guanajuato. Pero su
muerte, en lugar de disuadir, fue el acicate que alimentó la fiebre independentista
que continuaron José María Morelos y Pavón, Matamoros, Negrete, Nicolás Bravo, Ignacio
Rayón, Francisco Javier Mina, Vicente Guerrero y Guadalupe Victoria. Cuando los
mexicanos decimos que nuestro valor supremo es la soberanía nacional, no
decimos un mero eufemismo, sino una verdad tinta en sangre, porque el inicio de
nuestra vida independiente tampoco fue fácil, y durante muchas décadas enfrentamos
guerras injustas, invasiones y ocupaciones militares, que pusieron en riesgo
nuestra supervivencia como nación independiente e, incluso, debimos superar
guerras fratricidas que nos dividieron, nos debilitaron y que retardaron nuestra
integración y progreso como nación. Por supuesto que tenemos motivos para
conmemorar nuestra independencia.
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