En no pocas ocasiones el
ciudadano medio, no versado en aspectos jurídicos –y no tendría por qué serlo,
por fortuna–, desde su propia intuición advierte que decisiones judiciales muy
publicitadas tomadas por los tribunales máximos de cualquier país que se precie
de vivir en un Estado predominantemente de Derecho, parecen privilegiar métodos
para formar una decisión, sin considerar elementos valorativos que debieren
estar involucrados en las decisiones judiciales. Es como si al lado de las
formalidades de procedimiento jurídico, la decisión de tribunales estuviera
influida por aspectos políticos. Ejemplos hay muchos. En México, la decisión de
la Corte respecto del cobro de intereses sobre intereses, por la mora en el
pago de préstamos bancarios, que en la década de los 90’s del siglo pasado fue
conocida popularmente como la “autorización del anatocismo” –las cantidades que
no se pagan en tiempo, se suman al capital original para recalcular el pago de
intereses–, generó inconformidad generalizada entre los deudores de la banca
porque, como sucedió en miles de casos, la deuda se volvió impagable, se devolvieron
los inmuebles y, de pronto, los bancos “favorecidos” se asemejaron a
inmobiliarias. El reciente juicio de Florence Cassez, del que en nuestra colaboración
del 30 de enero de 2013 dijimos que pasó de “caso” jurídico a “cazo” político
(recipiente con el enfrentamiento entre Calderón y Sarkozy), y que cuando
volvió a la cuerda jurídica, el derecho tuvo que atender a los vicios del
proceso y a la presunción de inocencia, que llevó a la liberación de la
francesa y eliminó la reposición del proceso, que hubiere sido lo más “justo” porque
pruebas de que Cassez era culpable las había (obran en el expediente), actualizó
la idea colectiva de que la sentencia judicial respondió a factores
extrajurídicos.
Pues bien, Cerroni dice que en
las sociedades modernas, ejemplos como los anteriores reflejan una separación
entre la actividad política y la moral y el derecho, haciendo de la política
una mera “política de intereses”, con decadencia de los “valores públicos” y
preponderancia de las lógicas de poder pragmáticas, que llevan a las
recurrentes crisis de la democracia, del Estado y de la autoridad. Es decir,
estamos en un conflicto que se sitúa entre la preeminencia de los
procedimientos y la preeminencia de los intereses. Dice el autor que es
necesario volver a conectar los procedimientos jurídicos del Estado moderno, con
el cuadro de los valores culturales de los que nace la libertad moderna, o sea
“los antiguos problemas de la construcción de una voluntad general y de valores
universales, de compromisos morales intrínsecos a la política”, que no es otra
cosa sino el Estado en busca de horizontes éticos, atendiendo al conocimiento
de las relaciones sociales entre gobernantes y gobernados. La aplicación del derecho
no termina en la adopción de métodos, porque éstos deben orientarse por
valoraciones políticas que descansan en criterios éticos que, a su vez,
provienen de aquellos fines estimados colectiva o socialmente como los más benéficos
para alcanzar el bienestar general o bien público. Aunque no guste a algunos, históricamente,
política, derecho y ética son inseparables, por eso hoy día se propone
reconciliar la política con el derecho para llegar a una nueva noción de
“derecho justo”. ¿Eh?