miércoles, 24 de septiembre de 2014

Actividad Política y Procedimientos Jurídicos


En no pocas ocasiones el ciudadano medio, no versado en aspectos jurídicos –y no tendría por qué serlo, por fortuna–, desde su propia intuición advierte que decisiones judiciales muy publicitadas tomadas por los tribunales máximos de cualquier país que se precie de vivir en un Estado predominantemente de Derecho, parecen privilegiar métodos para formar una decisión, sin considerar elementos valorativos que debieren estar involucrados en las decisiones judiciales. Es como si al lado de las formalidades de procedimiento jurídico, la decisión de tribunales estuviera influida por aspectos políticos. Ejemplos hay muchos. En México, la decisión de la Corte respecto del cobro de intereses sobre intereses, por la mora en el pago de préstamos bancarios, que en la década de los 90’s del siglo pasado fue conocida popularmente como la “autorización del anatocismo” –las cantidades que no se pagan en tiempo, se suman al capital original para recalcular el pago de intereses–, generó inconformidad generalizada entre los deudores de la banca porque, como sucedió en miles de casos, la deuda se volvió impagable, se devolvieron los inmuebles y, de pronto, los bancos “favorecidos” se asemejaron a inmobiliarias. El reciente juicio de Florence Cassez, del que en nuestra colaboración del 30 de enero de 2013 dijimos que pasó de “caso” jurídico a “cazo” político (recipiente con el enfrentamiento entre Calderón y Sarkozy), y que cuando volvió a la cuerda jurídica, el derecho tuvo que atender a los vicios del proceso y a la presunción de inocencia, que llevó a la liberación de la francesa y eliminó la reposición del proceso, que hubiere sido lo más “justo” porque pruebas de que Cassez era culpable las había (obran en el expediente), actualizó la idea colectiva de que la sentencia judicial respondió a factores extrajurídicos.

Pues bien, Cerroni dice que en las sociedades modernas, ejemplos como los anteriores reflejan una separación entre la actividad política y la moral y el derecho, haciendo de la política una mera “política de intereses”, con decadencia de los “valores públicos” y preponderancia de las lógicas de poder pragmáticas, que llevan a las recurrentes crisis de la democracia, del Estado y de la autoridad. Es decir, estamos en un conflicto que se sitúa entre la preeminencia de los procedimientos y la preeminencia de los intereses. Dice el autor que es necesario volver a conectar los procedimientos jurídicos del Estado moderno, con el cuadro de los valores culturales de los que nace la libertad moderna, o sea “los antiguos problemas de la construcción de una voluntad general y de valores universales, de compromisos morales intrínsecos a la política”, que no es otra cosa sino el Estado en busca de horizontes éticos, atendiendo al conocimiento de las relaciones sociales entre gobernantes y gobernados. La aplicación del derecho no termina en la adopción de métodos, porque éstos deben orientarse por valoraciones políticas que descansan en criterios éticos que, a su vez, provienen de aquellos fines estimados colectiva o socialmente como los más benéficos para alcanzar el bienestar general o bien público. Aunque no guste a algunos, históricamente, política, derecho y ética son inseparables, por eso hoy día se propone reconciliar la política con el derecho para llegar a una nueva noción de “derecho justo”. ¿Eh?

miércoles, 17 de septiembre de 2014

La Independencia de México


Cuando el 24 de agosto de 1821, nuestros independentistas suscribieron con los representantes de la corona española los Tratados de Córdoba, se cumplían casi once años de lucha desde la noche del 15 y la madrugada del 16 de septiembre de 1810, en que se dio lo que conocemos como el “grito” de Don Miguel Hidalgo en Dolores, Guanajuato, con el llamado de las campanas que tañeron y que desde entonces volvemos a escuchar cada año en la capital del país y las de los Estados. La conmemoración que celebramos tiene, además, un profundo sentido histórico y social de proporciones continentales, porque a partir de 1810 en adelante, se dio el proceso de independencia de México, y también el de la gran mayoría de los países de hispanoamericanos o latinoamericanos. Todos los historiadores contemporáneos de esta enorme región, constituida en el tiempo y en el espacio durante los últimos doscientos cuatro años, la ven como un movimiento tan repentino, violento y universal, que una población de diecisiete millones de personas, que tenían por hogar cuatro virreinatos que se extendían desde California hasta el Cabo de Hornos, desde la desembocadura del Orinoco hasta las orillas del Pacífico, se independizó de la corona española en un lapso de no más de quince años. Casi para finalizar la guerra independentista y continental, Simón Bolívar expresó, en su discurso de la Angostura de 1819, el trasfondo de las nuevas nacionalidades americanas en formación: “no somos europeos, no somos indios, sino una especie media entre los aborígenes y los españoles. Americanos por nacimiento y europeos por derechos, nos hallamos en el conflicto de disputar a los naturales los títulos de posesión y de mantenernos en el país que nos vio nacer, contra la oposición de los invasores [españoles]…así, nuestro caso es el más extraordinario y complicado”. En México la independencia fue más dura y violenta, por la centenaria condición económica de ser la más valiosa de las posesiones españolas, y por el largo y fuerte proceso cultural de toma de conciencia de sí, que se expresaba en el sentido de identidad, pertenencia y orgullo de los criollos y mestizos que no dudaban en llamarse a sí mismos americanos, para diferenciarse de españoles y europeos. Al poco tiempo de iniciada la guerra de independencia, Hidalgo, Allende, Aldama y Jiménez fueron fusilados. Decapitados, sus cabezas enjauladas fueron expuestas durante diez años en las esquinas de la Alhóndiga de Granaditas, en Guanajuato. Pero su muerte, en lugar de disuadir, fue el acicate que alimentó la fiebre independentista que continuaron José María Morelos y Pavón, Matamoros, Negrete, Nicolás Bravo, Ignacio Rayón, Francisco Javier Mina, Vicente Guerrero y Guadalupe Victoria. Cuando los mexicanos decimos que nuestro valor supremo es la soberanía nacional, no decimos un mero eufemismo, sino una verdad tinta en sangre, porque el inicio de nuestra vida independiente tampoco fue fácil, y durante muchas décadas enfrentamos guerras injustas, invasiones y ocupaciones militares, que pusieron en riesgo nuestra supervivencia como nación independiente e, incluso, debimos superar guerras fratricidas que nos dividieron, nos debilitaron y que retardaron nuestra integración y progreso como nación. Por supuesto que tenemos motivos para conmemorar nuestra independencia.

miércoles, 10 de septiembre de 2014

El Testamento


La noción de testar o legar, es tan vieja como la propia historia escrita. En el Antiguo Testamento pueden leerse ejemplos: “2. Y respondió Abraham: Señor Jehová, ¿qué me darás, dado que ando sin hijo, y el heredero de mi casa es el damasceno Eliezer?…4. Y luego la palabra de Jehová vino a él, diciendo: No te heredará éste, sino uno que saldrá de tus entrañas será el que te herede” (Génesis 15). En la historia de todos los pueblos del orbe tenemos ejemplos, que conforman la llamada historia de las heredades. Por eso, son verbos equivalentes de testar o legar, los de otorgar, adjudicar, transmitir, ceder, conceder, donar o dotar. Así, el testador es quien expresa la última declaración de voluntad que hace a favor de otra persona, para que ésta pueda disponer de sus bienes o derechos después de su muerte. En este sentido, heredar significa recibir de alguien posesiones o bienes raíces; aunque también se usa como legar herencia a alguien. Más allá de lo histórico o cotidiano que puedan tener todos los verbos citados, actualmente estamos familiarizados con la palabra testamento como una declaración documentada, en forma escrita, que se hace ante una persona que puede dar fe pública (hacer constar ante todos, con fuerza de ley) de la voluntad del testador que, en conciencia y a conciencia, decide que, después de su muerte, una o varias personas podrán disponer de sus bienes. Esto añade la característica jurídica que es el signo de los tiempos modernos y, seguramente, de los que están por venir, dado que la enorme mayoría de las legislaciones de las naciones del mundo reconocen el derecho a la propiedad privada y, por tanto, también la posibilidad de su transmisión por la vía del testamento-herencia.

Cuando se incorpora el vector jurídico como una forma racional y pacífica de ceder bienes y derechos, así como de evitar disputas violentas, el testamento resulta ser el documento donde consta de manera legal la voluntad del testador. Esta última característica, propia del derecho occidental de corte civilista, tiene un fin fundamental: dotar de certeza y seguridad jurídica a los actos que celebran los particulares, con el reconocimiento y protección de las autoridades o agentes del Estado. Esta fundamentación se ha convertido en una sana costumbre en los países más desarrollados; pero, en otros que no lo son tanto, como México, no ha podido arraigar con la generalidad que se quisiera y, por ello, es común encontrar la situación contraria: el intestado, o sea, la falta de testamento que da pie a un sin número de reyertas familiares, costosas en tiempo y dinero, y que se desahogan en periodos de varios años. Por todo esto, cobra importancia, actualmente, la voluntad de las autoridades estatales y de los notarios públicos, desde hace ya algunos años, de hacer de septiembre el “Mes del Testamento”. Promover el personalísimo acto de otorgar testamento, darle pública notoriedad y “pasarlo” ante la fe de profesionales del derecho, como lo son los notarios públicos, representa, sin duda, una de las acciones más importantes de la vida personal y familiar, para asegurar que nuestros legítimos herederos disfruten del patrimonio que les heredamos con esfuerzo, conciencia y el amor que da la estirpe familiar. Hagámoslo, porque en septiembre el testamento será muy económico. ¿No les parece?