La Constitución de 1824 declaraba en su artículo 3
que: “La nación mexicana es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana”.
Después, de 1857 a 1917 y de este año hasta nuestros días, se incorporó el
laicismo como separación de la iglesia y el estado, dándose una relación entre
ambas entidades con vaivenes históricos que han ido desde la guerra cristera a
la convivencia o tolerancia soterradas en la educación y la salud, hasta
alcanzarse el reconocimiento constitucional y legal del status jurídico de la
iglesia católica, sus derechos y obligaciones, así como el de todas las demás
asociaciones religiosas que existen en el territorio nacional, como contraparte
político-jurídica del derecho humano a la libertad de religión, a la
imposibilidad de que se establezcan leyes que prohíban religión alguna y a la
existencia de templos en los que ordinariamente se puedan celebrar actos
religiosos de culto público, o de manera extraordinaria en los términos que
fije la ley. Querámoslo o no, la institución eclesiástica católica está en
nuestra historia. ¿Ejemplos? Los hay de toda variedad: en sus Cartas de
Relación de la Conquista de México, Cortés dio cuenta de que la Villa Rica que
fundó en 1519 llevaría el nombre de la Vera Cruz (Verdadera Cruz); O´Gorman ha historiado
las divisiones territoriales de nuestro país, desde el siglo XVI hasta el siglo
XX, mostrando que durante los primeros 200 años y más de vida colonial aquellas
se fundaron en las divisiones geográficas de carácter eclesiástico; Vasconcelos
llamó “precursores de todo lo que
entre nosotros es cultura” a franciscanos, dominicos y jesuitas, por su labor educadora;
e Hidalgo, en 1810, colocó como pendón o estandarte la imagen de la virgen
María para iniciar una protesta que veintiún años después llevó a la
independencia de la nación mexicana. Si
se puede decir que, desde la crucifixión de Jesús, la iglesia católica ha
existido durante dos mil años redondos contados, en México ha estado presente
durante prácticamente quinientos años. La visita del Papa Francisco a un país
como el nuestro, de indiscutible presencia católica de siglos que, estadísticamente,
la hace ser la más importante entre las diversas iglesias reconocidas, ha
demostrado la influencia, arrastre y ascendiente de un culto religioso depositado
culminantemente en el máximo líder eclesiástico del catolicismo, quien además es
dueño de un carisma innegable que atrae sobre sí las convicciones religiosas y
las manifestaciones de fe de sus seguidores, que se cuentan por millones en el
mundo. Ningún político de fama mundial o regional debiere palidecer o sentirse
minimizado ante esta realidad, porque la historia pesa mucho cuando se quiere
comprender la presencia e intensidad de un liderazgo como el papal, en el que
también pesa una organización milenaria que ha creado, para sí misma, todo un
régimen de orden y gobierno interiores conocido como derecho canónico; a lo
cual se suman los carismas indiscutidos, aunque de orientación distinta, casi
sucesivos, del Papa Juan Pablo II y del actual Papa Francisco, acompañados del
enorme efecto difusor proporcionado por los medios de comunicación mundiales.
Todo un fenómeno que lleva a la apreciación de que historia, ideales,
organización, carisma y difusión colectiva, son una combinación poderosa para
determinar el liderazgo en cualquier causa o acción, terrena o ultraterrena.
Indudablemente.
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