Entre los tres verbos con que intitulamos esta
entrega casi no hay diferencia y en el ámbito público son conocidos –o deberían
serlo- porque son infinitivos que aparecen entre el conjunto de atribuciones
que desempeñan, por antonomasia, los llamados organismos autónomos de estado.
¿Como cuáles? Pues los organismos de fiscalización superior que examinan el
ejercicio de la función pública, donde la función hace evidente u obvia la
denominación; pero también ejecutan funciones similares aquellos que se encargan
de vigilar el acceso y transparencia de la información pública o los de
derechos humanos. Existen otros dos casos: uno, más antiguo, que es el de los
órganos administrativos y judiciales que organizan o juzgan las elecciones, que
tienen por encargo vigilar la equidad de los comicios y el respeto al libre
ejercicio del voto; y, otro, muy antiguo y muy nuevo a la vez, que es el de la
procuración de justicia –esto es lo muy antiguo- que ahora se desempeñará de
manera autónoma e independiente de los poderes ejecutivos de cualquier orden de
gobierno –he aquí lo muy nuevo. El origen de estas funciones, paulatinamente
convertidas en atribuciones características y especializadas de organismos
públicos que actualmente guardan autonomía e independencia respecto de los
poderes públicos clásicos –legislativo, ejecutivo o judicial-, se ubica en la
centenaria pugna que entre los siglos XVI y XIX protagonizaron los soberanos y
las asambleas políticas que, oponiéndose entre sí, llegaron a diferenciarse
hasta cuajar en la división de poderes y funciones que a nosotros hoy nos
parece clásica, pero que hace poco menos de doscientos cincuenta años, en la
última mitad del siglo XVIII, era sólo una teoría política atrevida en la pluma
de Montesquieu, influido como estaba por la práctica política inglesa de su
tiempo. Al hacer consideraciones diversas sobre el ejercicio del poder y los
defectos de su exceso o concentración en una sola persona o corporación, este
politólogo francés pugnaba por una división de funciones o poderes como factor
o medida de fiscalización, control, vigilancia entre ellos mismos. El adagio a
combatir resultaba ser el siguiente: si el poder corrompe, mucho poder corrompe
mucho; por tanto, hay que dividir el poder en departamentos que funcionen en
forma colaborativa, atendiendo cada uno las tareas de hacer leyes, las de
administrar o las de juzgar. Empero, el crecimiento histórico de la población
mundial, la modificación de los territorios nacionales, la generalización de
los modelos constitucionales y la complejidad de las actividades
socioeconómicas, llevaron a la creación de organismos autónomos de estado que
asumieron las tareas de fiscalizar, controlar y vigilar el “qué” y el “cómo” de
cada uno de los poderes tradicionales, obligados al cumplimiento de su objetivo
fundamental -el bienestar público de la población- y cuidar que, en el manejo
de los recursos públicos (materiales o inmateriales), no se den desviaciones,
malos usos y malversaciones, o desuso, negligencia e inaplicación de los mismos.
De modo que de las ideas de Montesquieu sobre la desconcentración del poder
público, también derivan las funciones que ahora atribuimos a los organismos
autónomos de estado: fiscalizar, controlar y vigilar el funcionamiento de la
“cosa” pública. ¿Odres de siglos anteriores, para los odres de los siglos por
venir? Hasta ahora sí ¿No?
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