jueves, 11 de febrero de 2016

Organismos Autónomos de Estado: ¿Fiscalizar, controlar o vigilar?


Entre los tres verbos con que intitulamos esta entrega casi no hay diferencia y en el ámbito público son conocidos –o deberían serlo- porque son infinitivos que aparecen entre el conjunto de atribuciones que desempeñan, por antonomasia, los llamados organismos autónomos de estado. ¿Como cuáles? Pues los organismos de fiscalización superior que examinan el ejercicio de la función pública, donde la función hace evidente u obvia la denominación; pero también ejecutan funciones similares aquellos que se encargan de vigilar el acceso y transparencia de la información pública o los de derechos humanos. Existen otros dos casos: uno, más antiguo, que es el de los órganos administrativos y judiciales que organizan o juzgan las elecciones, que tienen por encargo vigilar la equidad de los comicios y el respeto al libre ejercicio del voto; y, otro, muy antiguo y muy nuevo a la vez, que es el de la procuración de justicia –esto es lo muy antiguo- que ahora se desempeñará de manera autónoma e independiente de los poderes ejecutivos de cualquier orden de gobierno –he aquí lo muy nuevo. El origen de estas funciones, paulatinamente convertidas en atribuciones características y especializadas de organismos públicos que actualmente guardan autonomía e independencia respecto de los poderes públicos clásicos –legislativo, ejecutivo o judicial-, se ubica en la centenaria pugna que entre los siglos XVI y XIX protagonizaron los soberanos y las asambleas políticas que, oponiéndose entre sí, llegaron a diferenciarse hasta cuajar en la división de poderes y funciones que a nosotros hoy nos parece clásica, pero que hace poco menos de doscientos cincuenta años, en la última mitad del siglo XVIII, era sólo una teoría política atrevida en la pluma de Montesquieu, influido como estaba por la práctica política inglesa de su tiempo. Al hacer consideraciones diversas sobre el ejercicio del poder y los defectos de su exceso o concentración en una sola persona o corporación, este politólogo francés pugnaba por una división de funciones o poderes como factor o medida de fiscalización, control, vigilancia entre ellos mismos. El adagio a combatir resultaba ser el siguiente: si el poder corrompe, mucho poder corrompe mucho; por tanto, hay que dividir el poder en departamentos que funcionen en forma colaborativa, atendiendo cada uno las tareas de hacer leyes, las de administrar o las de juzgar. Empero, el crecimiento histórico de la población mundial, la modificación de los territorios nacionales, la generalización de los modelos constitucionales y la complejidad de las actividades socioeconómicas, llevaron a la creación de organismos autónomos de estado que asumieron las tareas de fiscalizar, controlar y vigilar el “qué” y el “cómo” de cada uno de los poderes tradicionales, obligados al cumplimiento de su objetivo fundamental -el bienestar público de la población- y cuidar que, en el manejo de los recursos públicos (materiales o inmateriales), no se den desviaciones, malos usos y malversaciones, o desuso, negligencia e inaplicación de los mismos. De modo que de las ideas de Montesquieu sobre la desconcentración del poder público, también derivan las funciones que ahora atribuimos a los organismos autónomos de estado: fiscalizar, controlar y vigilar el funcionamiento de la “cosa” pública. ¿Odres de siglos anteriores, para los odres de los siglos por venir? Hasta ahora sí ¿No?

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