Hoy día, en
sentido estricto, el Parlamentarismo es una fórmula constitucional moderna que
asume la normal connotación de sistema político en que el gobierno surge del
Parlamento y se subordina a él. Pero más allá de las funciones de esta
institución y su contribución, como órgano del Estado, a la caracterización de
un régimen político puro, que por supuesto admite variantes, el parlamentarismo
adquiere el significado amplio de representar un esfuerzo teórico-práctico por
conjuntar los aportes de diferentes ciencias sociales e integrar una disciplina
para estudiar, tanto en su aspecto formal como material, al poder legislativo
–así conocido en la teoría clásica–, que se objetiva en el desempeño interno y
externo de las asambleas políticas o cuerpos representativos en los que se
deposita esta función estatal. Si la denominación Parlamento se liga con el
régimen de gobierno parlamentario, y la de Congreso con el presidencial, en
términos de legitimación, funcionalidad, organización y relaciones con los
demás poderes del Estado, se acepta comúnmente el término Parlamento como
expresión genérica que alude a las Asambleas en que reside el poder
legislativo.
En efecto, en
el contexto del nacimiento y evolución del Estado moderno, el órgano
legislativo –Parlamento si atendemos a la experiencia europea; Congreso, si a
la americana– encuentra su lugar a lo largo de varios siglos, para asentarse
firmemente como institución e instrumento político representativo,
innegablemente vinculado al principio de soberanía popular, en el que descansa
a plenitud. Sin embargo, al referirse al papel que en su vertiente
contemporánea desarrolla el Parlamento, diversos autores han argumentado sobre
la paulatina disminución de su influencia y espacio de acción, al contrastarlo con
el desempeño del Poder Ejecutivo. Ciertamente, la creciente especialización que
acusa la administración pública, obligada de suyo por imperativos técnicos y
económicos, que se manifiesta en el creciente desarrollo del elemento
tecnocrático para introducir mayor eficacia y rapidez en las decisiones, así
como la relativamente mayor independencia, extensión y concentración de
atribuciones de que goza, ha llevado, en el extremo, a categorizar a los
cuerpos parlamentarios como simples cámaras de registro de la voluntad del
Ejecutivo. De este modo, casi mecánicamente se afirma que los procedimientos
internos empleados por las asambleas políticas, para el conocimiento, estudio y
aprobación de leyes que regulan materias específicas, se avienen “mal” con los
de aquel poder, pues los tiempos y debates que adopta el Legislativo son
considerados retardados, tediosos u obsoletos: he aquí el no bien informado
criterio de que se nutre el antiparlamentarismo. El reflejo de una razón
sociológica general como la anterior, adquiere inevitablemente la necesidad de
estudiar su impacto cuando se exploran los aspectos formales en que el Parlamento
fundamenta su proceder. Por ello, el conocimiento de los órganos legislativos
exige un análisis racional de sus atribuciones, que requiere partir
del examen típico y comparado de las reglas que dan base a la actuación de los
congresos o parlamentos, integrados por asambleas políticas representativas,
deliberantes, legislativas, fiscalizadoras y gestoras, para comprender su papel y su
redimensionamiento en el
sistema de equilibrios y contrapesos del Estado contemporáneo. Esperemos.
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