jueves, 25 de febrero de 2016

La Bandera Nacional


La Ley sobre el Escudo, la Bandera y el Himno Nacionales, dice en su artículo 1° que la Bandera Nacional es: un “símbolo patrio de los Estados Unidos Mexicanos”; que tiene el Escudo Nacional (el águila mexicana, como se describe en el artículo 2 de la misma ley); y que “consiste en un rectángulo dividido en tres franjas verticales de medidas idénticas, con los colores en el siguiente orden a partir del asta: verde, blanco y rojo. En la franja blanca y al centro, tiene el Escudo Nacional, con un diámetro de tres cuartas partes del ancho de dicha franja. La proporción entre anchura y longitud de la bandera, es de cuatro a siete. Podrá llevar un lazo o corbata de los mismos colores, al pie de la moharra” (art. 3). Además, el capítulo cuarto de la ley (arts. 7 a 37) regula con detalle el uso, difusión y honores de la Bandera Nacional. Y en su artículo 11, que se le deberán rendir honores “los días 24 de febrero, 15 y 16 de septiembre y 20 de noviembre de cada año, independientemente del izamiento del lábaro patrio” conforme al calendario contenido en el artículo 18 que le sigue. La ley usa mayúsculas para aludir a la Bandera Nacional, lo cual significa que la norma positiva hace de ella un sujeto y un objeto jurídico, sustantivado en el derecho mexicano. Más allá de la ley, la imagen y sentido del lábaro nacional, así como su ritual y solemnidad de trato, están cargados de historia: de patria y matria; de colonialismo e independencia; de estatalización y de revolución; de festividad y duelo; de desarrollo y de transformación. Empero, también, de presente y de futuro: de aspiración de libertades y de justicia; de igualdad, de democracia y de equidad social; de desarrollo político y de desarrollo social; de gobernación y de ciudadanización. En su más amplio sentido histórico, antropológico, étnico, sociológico y jurídico, el Escudo, la Bandera y el Himno se entrelazan para formar un suprasímbolo, un metasímbolo, en el que confluye toda la realidad del Ser y la Conciencia nacionales, el cual abarca y cruza cualquier espacio de la exterioridad y la interioridad de la “personalidad mexicana”, y de la individualidad y la colectividad de quienes asumimos el gentilicio, con pertenencia e identidad, como introyección y proyección de una cauda de hechos y valores comunes, que se enseñan generacionalmente para compartirse a la manera de una identidad nacional. Por eso existimos como pueblo y no sólo como población; por eso sentimos en lo interior “la mexicanidad” y vivimos “lo mexicano” en nuestra exterioridad. No hay conceptualización simple para predicar una definición aplicable a un parasímbolo complejo: son elementos de razón y de intuición esencial los que nos hacen vivenciar la realidad material e inmaterial con que nos identificamos entre nosotros y, a la vez, nos diferenciamos de otros “abanderamientos” nacionales con los que coexistimos en el mundo. Con este sentido, Gutierre Tibón ha desbrozado las raíces profundas de la mexicanidad y sus símbolos, incorporando elementos histórico-sociales, esotéricos, mitológicos, arqueológicos, geológicos y toponómicos. Porque lo simbólico precede. Por eso Antonio Martínez Báez ha escrito: “¿es necesario que se consignen en la Constitución los colores del pabellón nacional? No, porque están ahí ya”. En efecto, rendir honores a nuestros símbolos nacionales es rendir honores a nosotros mismos y a nuestra mexicanidad. ¿O no?

jueves, 18 de febrero de 2016

Liderazgo Papal


La Constitución de 1824 declaraba en su artículo 3 que: “La nación mexicana es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana”. Después, de 1857 a 1917 y de este año hasta nuestros días, se incorporó el laicismo como separación de la iglesia y el estado, dándose una relación entre ambas entidades con vaivenes históricos que han ido desde la guerra cristera a la convivencia o tolerancia soterradas en la educación y la salud, hasta alcanzarse el reconocimiento constitucional y legal del status jurídico de la iglesia católica, sus derechos y obligaciones, así como el de todas las demás asociaciones religiosas que existen en el territorio nacional, como contraparte político-jurídica del derecho humano a la libertad de religión, a la imposibilidad de que se establezcan leyes que prohíban religión alguna y a la existencia de templos en los que ordinariamente se puedan celebrar actos religiosos de culto público, o de manera extraordinaria en los términos que fije la ley. Querámoslo o no, la institución eclesiástica católica está en nuestra historia. ¿Ejemplos? Los hay de toda variedad: en sus Cartas de Relación de la Conquista de México, Cortés dio cuenta de que la Villa Rica que fundó en 1519 llevaría el nombre de la Vera Cruz (Verdadera Cruz); O´Gorman ha historiado las divisiones territoriales de nuestro país, desde el siglo XVI hasta el siglo XX, mostrando que durante los primeros 200 años y más de vida colonial aquellas se fundaron en las divisiones geográficas de carácter eclesiástico; Vasconcelos llamó “precursores de todo lo que entre nosotros es cultura a franciscanos, dominicos y jesuitas, por su labor educadora; e Hidalgo, en 1810, colocó como pendón o estandarte la imagen de la virgen María para iniciar una protesta que veintiún años después llevó a la independencia de la nación mexicana. Si se puede decir que, desde la crucifixión de Jesús, la iglesia católica ha existido durante dos mil años redondos contados, en México ha estado presente durante prácticamente quinientos años. La visita del Papa Francisco a un país como el nuestro, de indiscutible presencia católica de siglos que, estadísticamente, la hace ser la más importante entre las diversas iglesias reconocidas, ha demostrado la influencia, arrastre y ascendiente de un culto religioso depositado culminantemente en el máximo líder eclesiástico del catolicismo, quien además es dueño de un carisma innegable que atrae sobre sí las convicciones religiosas y las manifestaciones de fe de sus seguidores, que se cuentan por millones en el mundo. Ningún político de fama mundial o regional debiere palidecer o sentirse minimizado ante esta realidad, porque la historia pesa mucho cuando se quiere comprender la presencia e intensidad de un liderazgo como el papal, en el que también pesa una organización milenaria que ha creado, para sí misma, todo un régimen de orden y gobierno interiores conocido como derecho canónico; a lo cual se suman los carismas indiscutidos, aunque de orientación distinta, casi sucesivos, del Papa Juan Pablo II y del actual Papa Francisco, acompañados del enorme efecto difusor proporcionado por los medios de comunicación mundiales. Todo un fenómeno que lleva a la apreciación de que historia, ideales, organización, carisma y difusión colectiva, son una combinación poderosa para determinar el liderazgo en cualquier causa o acción, terrena o ultraterrena. Indudablemente.

jueves, 11 de febrero de 2016

Organismos Autónomos de Estado: ¿Fiscalizar, controlar o vigilar?


Entre los tres verbos con que intitulamos esta entrega casi no hay diferencia y en el ámbito público son conocidos –o deberían serlo- porque son infinitivos que aparecen entre el conjunto de atribuciones que desempeñan, por antonomasia, los llamados organismos autónomos de estado. ¿Como cuáles? Pues los organismos de fiscalización superior que examinan el ejercicio de la función pública, donde la función hace evidente u obvia la denominación; pero también ejecutan funciones similares aquellos que se encargan de vigilar el acceso y transparencia de la información pública o los de derechos humanos. Existen otros dos casos: uno, más antiguo, que es el de los órganos administrativos y judiciales que organizan o juzgan las elecciones, que tienen por encargo vigilar la equidad de los comicios y el respeto al libre ejercicio del voto; y, otro, muy antiguo y muy nuevo a la vez, que es el de la procuración de justicia –esto es lo muy antiguo- que ahora se desempeñará de manera autónoma e independiente de los poderes ejecutivos de cualquier orden de gobierno –he aquí lo muy nuevo. El origen de estas funciones, paulatinamente convertidas en atribuciones características y especializadas de organismos públicos que actualmente guardan autonomía e independencia respecto de los poderes públicos clásicos –legislativo, ejecutivo o judicial-, se ubica en la centenaria pugna que entre los siglos XVI y XIX protagonizaron los soberanos y las asambleas políticas que, oponiéndose entre sí, llegaron a diferenciarse hasta cuajar en la división de poderes y funciones que a nosotros hoy nos parece clásica, pero que hace poco menos de doscientos cincuenta años, en la última mitad del siglo XVIII, era sólo una teoría política atrevida en la pluma de Montesquieu, influido como estaba por la práctica política inglesa de su tiempo. Al hacer consideraciones diversas sobre el ejercicio del poder y los defectos de su exceso o concentración en una sola persona o corporación, este politólogo francés pugnaba por una división de funciones o poderes como factor o medida de fiscalización, control, vigilancia entre ellos mismos. El adagio a combatir resultaba ser el siguiente: si el poder corrompe, mucho poder corrompe mucho; por tanto, hay que dividir el poder en departamentos que funcionen en forma colaborativa, atendiendo cada uno las tareas de hacer leyes, las de administrar o las de juzgar. Empero, el crecimiento histórico de la población mundial, la modificación de los territorios nacionales, la generalización de los modelos constitucionales y la complejidad de las actividades socioeconómicas, llevaron a la creación de organismos autónomos de estado que asumieron las tareas de fiscalizar, controlar y vigilar el “qué” y el “cómo” de cada uno de los poderes tradicionales, obligados al cumplimiento de su objetivo fundamental -el bienestar público de la población- y cuidar que, en el manejo de los recursos públicos (materiales o inmateriales), no se den desviaciones, malos usos y malversaciones, o desuso, negligencia e inaplicación de los mismos. De modo que de las ideas de Montesquieu sobre la desconcentración del poder público, también derivan las funciones que ahora atribuimos a los organismos autónomos de estado: fiscalizar, controlar y vigilar el funcionamiento de la “cosa” pública. ¿Odres de siglos anteriores, para los odres de los siglos por venir? Hasta ahora sí ¿No?

jueves, 4 de febrero de 2016

Constitución y Administración Pública


El maestro español Posada decía que una Constitución se divide en parte Dogmática y parte Orgánica; en la primera de éstas se encuentran los derechos a favor de las personas y, en la segunda, todo lo relativo a la organización y funcionamiento de los Poderes Públicos. Por supuesto, los derechos “dogmáticos” son el núcleo de la esfera jurídica de las personas, que no puede ser penetrada o invadida por actos de autoridad arbitrarios, provenientes de los administradores o servidores públicos que encarnan a las instituciones públicas previstas en la parte orgánica constitucional, a menos que al ordenarlos o ejecutarlos se apoyen fehacientemente en razones y disposiciones de ley. Pero cuando no es así, son justamente las conductas de los servidores públicos, particularmente de quienes desempeñan funciones administrativas, las que quedan expuestas a la crítica social. Y esta alcanza tintes virulentos, independientemente de la existencia de pruebas o procedimientos, en aquellos casos en que la opinión pública juzga que algún administrador o servidor público actuó con negligencia o, en el extremo, que cometió algún ilícito. De allí algunos refranes populares de origen anónimo, irónico o mordaz que, con razón o sin ella, llegan a expresarse para aludir al comportamiento dudoso de algún administrador público: “Haced obra, obra, mucha obra, que siempre algo sobra”; y el conocido diccionario de Martín Alonso registra un refrán similar: “Administrador que administra y enfermo que enjuaga, algo traga”. Por eso se da una correlación inevitable entre la actuación de los sujetos investidos de autoridad, y el respeto hacia los derechos subjetivos de los gobernados, generando un contraste que representa la parte y contraparte de la “gestión pública” o “gestión de gobierno, pues en no pocas ocasiones se la experimenta y califica como una interrupción de una acción que debería vivirse socialmente como de continuidad o permanencia o, al menos, como de recuperación de las experiencias de administración exitosa para una mejor prospectiva de gobierno. El asunto es fundamental en una democracia, porque la posibilidad de que un gobierno y la oferta política que lo sustenta tengan la posibilidad de renovar un voto de confianza en su modo de administrar, se somete invariablemente al examen social electoral para posibilitar una gestión de mayor aliento y consistencia que le permitan una planeación más ordenada. Por ello, cuando se alude a la “gestión pública” es común entenderla como “gobierno en acción”; es decir, como interacción entre administradores y administrados; como organización y prestación de servicios públicos; y como producto humano complejo que demanda, obligadamente, la profesionalización de sus servidores mediante una formación y capacitación permanentes exigida por la naturaleza misma de los elementos fundamentales de la gestión pública. Concluyentemente, de la integración periódica de la “Administración Pública, de la dinámica desempeñada por sus administradores o servidores públicos, con sujeción al principio de legalidad que estatuye la Constitución, y mediante ejercicios periódicos o permanentes de evaluación y control social de la gestión pública, se instituye el nexo de rigor y responsabilidad a que se somete toda persona que cumple funciones administrativas de servicio público, en beneficio de sus creadores: los ciudadanos. ¿Cierto?