La Ley sobre el Escudo, la Bandera y el Himno
Nacionales, dice en su artículo 1° que la Bandera Nacional es: un “símbolo
patrio de los Estados Unidos Mexicanos”; que tiene el Escudo Nacional (el
águila mexicana, como se describe en el artículo 2 de la misma ley); y que “consiste
en un rectángulo dividido en tres franjas verticales de medidas idénticas, con
los colores en el siguiente orden a partir del asta: verde, blanco y rojo. En
la franja blanca y al centro, tiene el Escudo Nacional, con un diámetro de tres
cuartas partes del ancho de dicha franja. La proporción entre anchura y longitud
de la bandera, es de cuatro a siete. Podrá llevar un lazo o corbata de los
mismos colores, al pie de la moharra” (art. 3). Además, el capítulo cuarto de
la ley (arts. 7 a 37) regula con detalle el uso, difusión y honores de la
Bandera Nacional. Y en su artículo 11, que se le deberán rendir honores “los
días 24 de febrero, 15 y 16 de septiembre y 20 de noviembre de cada año,
independientemente del izamiento del lábaro patrio” conforme al calendario
contenido en el artículo 18 que le sigue. La ley usa mayúsculas para aludir a la Bandera Nacional, lo cual
significa que la norma positiva hace de ella un sujeto y un objeto jurídico,
sustantivado en el derecho mexicano. Más allá de la ley, la imagen y
sentido del lábaro nacional, así como su ritual y solemnidad de trato, están
cargados de historia: de patria y matria; de colonialismo e independencia; de
estatalización y de revolución; de festividad y duelo; de desarrollo y de
transformación. Empero, también, de presente y de futuro: de aspiración de libertades
y de justicia; de igualdad, de democracia y de equidad social; de desarrollo
político y de desarrollo social; de gobernación y de ciudadanización. En su más
amplio sentido histórico, antropológico, étnico, sociológico y jurídico, el
Escudo, la Bandera y el Himno se entrelazan para formar un suprasímbolo, un
metasímbolo, en el que confluye toda la realidad del Ser y la Conciencia
nacionales, el cual abarca y cruza cualquier espacio de la exterioridad y la
interioridad de la “personalidad mexicana”, y de la individualidad y la
colectividad de quienes asumimos el gentilicio, con pertenencia e identidad,
como introyección y proyección de una cauda de hechos y valores comunes, que se
enseñan generacionalmente para compartirse a la manera de una identidad
nacional. Por eso existimos como pueblo y no sólo como población; por eso sentimos
en lo interior “la mexicanidad” y vivimos “lo mexicano” en nuestra
exterioridad. No hay conceptualización simple para predicar una definición
aplicable a un parasímbolo complejo: son elementos de razón y de intuición
esencial los que nos hacen vivenciar la realidad material e inmaterial con que
nos identificamos entre nosotros y, a la vez, nos diferenciamos de otros
“abanderamientos” nacionales con los que coexistimos en el mundo. Con este
sentido, Gutierre Tibón ha desbrozado las raíces profundas de la mexicanidad y
sus símbolos, incorporando elementos histórico-sociales, esotéricos,
mitológicos, arqueológicos, geológicos y toponómicos. Porque lo simbólico
precede. Por eso Antonio Martínez Báez ha escrito: “¿es necesario que se
consignen en la Constitución los colores del pabellón nacional? No, porque
están ahí ya”. En efecto, rendir honores a nuestros símbolos nacionales es
rendir honores a nosotros mismos y a nuestra mexicanidad. ¿O no?
jueves, 25 de febrero de 2016
jueves, 18 de febrero de 2016
Liderazgo Papal
La Constitución de 1824 declaraba en su artículo 3
que: “La nación mexicana es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana”.
Después, de 1857 a 1917 y de este año hasta nuestros días, se incorporó el
laicismo como separación de la iglesia y el estado, dándose una relación entre
ambas entidades con vaivenes históricos que han ido desde la guerra cristera a
la convivencia o tolerancia soterradas en la educación y la salud, hasta
alcanzarse el reconocimiento constitucional y legal del status jurídico de la
iglesia católica, sus derechos y obligaciones, así como el de todas las demás
asociaciones religiosas que existen en el territorio nacional, como contraparte
político-jurídica del derecho humano a la libertad de religión, a la
imposibilidad de que se establezcan leyes que prohíban religión alguna y a la
existencia de templos en los que ordinariamente se puedan celebrar actos
religiosos de culto público, o de manera extraordinaria en los términos que
fije la ley. Querámoslo o no, la institución eclesiástica católica está en
nuestra historia. ¿Ejemplos? Los hay de toda variedad: en sus Cartas de
Relación de la Conquista de México, Cortés dio cuenta de que la Villa Rica que
fundó en 1519 llevaría el nombre de la Vera Cruz (Verdadera Cruz); O´Gorman ha historiado
las divisiones territoriales de nuestro país, desde el siglo XVI hasta el siglo
XX, mostrando que durante los primeros 200 años y más de vida colonial aquellas
se fundaron en las divisiones geográficas de carácter eclesiástico; Vasconcelos
llamó “precursores de todo lo que
entre nosotros es cultura” a franciscanos, dominicos y jesuitas, por su labor educadora;
e Hidalgo, en 1810, colocó como pendón o estandarte la imagen de la virgen
María para iniciar una protesta que veintiún años después llevó a la
independencia de la nación mexicana. Si
se puede decir que, desde la crucifixión de Jesús, la iglesia católica ha
existido durante dos mil años redondos contados, en México ha estado presente
durante prácticamente quinientos años. La visita del Papa Francisco a un país
como el nuestro, de indiscutible presencia católica de siglos que, estadísticamente,
la hace ser la más importante entre las diversas iglesias reconocidas, ha
demostrado la influencia, arrastre y ascendiente de un culto religioso depositado
culminantemente en el máximo líder eclesiástico del catolicismo, quien además es
dueño de un carisma innegable que atrae sobre sí las convicciones religiosas y
las manifestaciones de fe de sus seguidores, que se cuentan por millones en el
mundo. Ningún político de fama mundial o regional debiere palidecer o sentirse
minimizado ante esta realidad, porque la historia pesa mucho cuando se quiere
comprender la presencia e intensidad de un liderazgo como el papal, en el que
también pesa una organización milenaria que ha creado, para sí misma, todo un
régimen de orden y gobierno interiores conocido como derecho canónico; a lo
cual se suman los carismas indiscutidos, aunque de orientación distinta, casi
sucesivos, del Papa Juan Pablo II y del actual Papa Francisco, acompañados del
enorme efecto difusor proporcionado por los medios de comunicación mundiales.
Todo un fenómeno que lleva a la apreciación de que historia, ideales,
organización, carisma y difusión colectiva, son una combinación poderosa para
determinar el liderazgo en cualquier causa o acción, terrena o ultraterrena.
Indudablemente.
jueves, 11 de febrero de 2016
Organismos Autónomos de Estado: ¿Fiscalizar, controlar o vigilar?
Entre los tres verbos con que intitulamos esta
entrega casi no hay diferencia y en el ámbito público son conocidos –o deberían
serlo- porque son infinitivos que aparecen entre el conjunto de atribuciones
que desempeñan, por antonomasia, los llamados organismos autónomos de estado.
¿Como cuáles? Pues los organismos de fiscalización superior que examinan el
ejercicio de la función pública, donde la función hace evidente u obvia la
denominación; pero también ejecutan funciones similares aquellos que se encargan
de vigilar el acceso y transparencia de la información pública o los de
derechos humanos. Existen otros dos casos: uno, más antiguo, que es el de los
órganos administrativos y judiciales que organizan o juzgan las elecciones, que
tienen por encargo vigilar la equidad de los comicios y el respeto al libre
ejercicio del voto; y, otro, muy antiguo y muy nuevo a la vez, que es el de la
procuración de justicia –esto es lo muy antiguo- que ahora se desempeñará de
manera autónoma e independiente de los poderes ejecutivos de cualquier orden de
gobierno –he aquí lo muy nuevo. El origen de estas funciones, paulatinamente
convertidas en atribuciones características y especializadas de organismos
públicos que actualmente guardan autonomía e independencia respecto de los
poderes públicos clásicos –legislativo, ejecutivo o judicial-, se ubica en la
centenaria pugna que entre los siglos XVI y XIX protagonizaron los soberanos y
las asambleas políticas que, oponiéndose entre sí, llegaron a diferenciarse
hasta cuajar en la división de poderes y funciones que a nosotros hoy nos
parece clásica, pero que hace poco menos de doscientos cincuenta años, en la
última mitad del siglo XVIII, era sólo una teoría política atrevida en la pluma
de Montesquieu, influido como estaba por la práctica política inglesa de su
tiempo. Al hacer consideraciones diversas sobre el ejercicio del poder y los
defectos de su exceso o concentración en una sola persona o corporación, este
politólogo francés pugnaba por una división de funciones o poderes como factor
o medida de fiscalización, control, vigilancia entre ellos mismos. El adagio a
combatir resultaba ser el siguiente: si el poder corrompe, mucho poder corrompe
mucho; por tanto, hay que dividir el poder en departamentos que funcionen en
forma colaborativa, atendiendo cada uno las tareas de hacer leyes, las de
administrar o las de juzgar. Empero, el crecimiento histórico de la población
mundial, la modificación de los territorios nacionales, la generalización de
los modelos constitucionales y la complejidad de las actividades
socioeconómicas, llevaron a la creación de organismos autónomos de estado que
asumieron las tareas de fiscalizar, controlar y vigilar el “qué” y el “cómo” de
cada uno de los poderes tradicionales, obligados al cumplimiento de su objetivo
fundamental -el bienestar público de la población- y cuidar que, en el manejo
de los recursos públicos (materiales o inmateriales), no se den desviaciones,
malos usos y malversaciones, o desuso, negligencia e inaplicación de los mismos.
De modo que de las ideas de Montesquieu sobre la desconcentración del poder
público, también derivan las funciones que ahora atribuimos a los organismos
autónomos de estado: fiscalizar, controlar y vigilar el funcionamiento de la
“cosa” pública. ¿Odres de siglos anteriores, para los odres de los siglos por
venir? Hasta ahora sí ¿No?
jueves, 4 de febrero de 2016
Constitución y Administración Pública
El maestro español Posada decía que una Constitución
se divide en parte Dogmática y parte Orgánica; en la primera de éstas se
encuentran los derechos a favor de las personas y, en la segunda, todo lo
relativo a la organización y funcionamiento de los Poderes Públicos. Por
supuesto, los derechos “dogmáticos” son el núcleo de la esfera jurídica de las
personas, que no puede ser penetrada o invadida por actos de autoridad
arbitrarios, provenientes de los administradores o servidores públicos que
encarnan a las instituciones públicas previstas en la parte orgánica constitucional,
a menos que al ordenarlos o ejecutarlos se apoyen fehacientemente en razones y
disposiciones de ley. Pero cuando no es así, son justamente las conductas de
los servidores públicos, particularmente de quienes desempeñan funciones
administrativas, las que quedan expuestas a la crítica social. Y esta alcanza
tintes virulentos, independientemente de la existencia de pruebas o procedimientos,
en aquellos casos en que la opinión pública juzga que algún administrador o
servidor público actuó con negligencia o, en el extremo, que cometió algún
ilícito. De allí algunos refranes populares de origen anónimo, irónico o mordaz
que, con razón o sin ella, llegan a expresarse para aludir al comportamiento
dudoso de algún administrador público: “Haced obra, obra, mucha obra, que
siempre algo sobra”; y el conocido diccionario de Martín Alonso registra un
refrán similar: “Administrador que administra y enfermo que enjuaga, algo
traga”. Por eso se da una correlación inevitable entre la actuación de los
sujetos investidos de autoridad, y el respeto hacia los derechos subjetivos de
los gobernados, generando un contraste que representa la parte y contraparte de
la “gestión pública” o “gestión de gobierno, pues en no pocas
ocasiones se la experimenta y califica como una interrupción de una acción que
debería vivirse socialmente como de continuidad o permanencia o, al menos, como
de recuperación de las experiencias de administración exitosa para una mejor
prospectiva de gobierno. El asunto es fundamental en una democracia, porque la
posibilidad de que un gobierno y la oferta política que lo sustenta tengan la
posibilidad de renovar un voto de confianza en su modo de administrar, se
somete invariablemente al examen social electoral para posibilitar una gestión
de mayor aliento y consistencia que le permitan una planeación más ordenada. Por
ello, cuando se alude a la “gestión pública”
es común entenderla como “gobierno en
acción”; es decir, como interacción entre administradores y administrados;
como organización y prestación de servicios públicos; y como producto humano
complejo que demanda, obligadamente, la profesionalización de sus servidores
mediante una formación y capacitación permanentes exigida por la naturaleza
misma de los elementos fundamentales de la gestión pública. Concluyentemente, de la integración periódica de la
“Administración Pública”,
de la dinámica desempeñada por sus administradores o servidores públicos, con
sujeción al principio de legalidad que estatuye la Constitución, y mediante
ejercicios periódicos o permanentes de evaluación y control social de la
gestión pública, se instituye el nexo de rigor y responsabilidad a que se
somete toda persona que cumple funciones administrativas de servicio público,
en beneficio de sus creadores: los ciudadanos. ¿Cierto?
Suscribirse a:
Entradas (Atom)