Para Hauriou, la fundación
y la revisión de la Constitución es siempre revolucionaria, en el sentido de que
se opera con la participación de la soberanía nacional –poder mayoritario- y en
nombre de la libertad política, porque para él, “el
derecho revolucionario” se funda siempre en una “libertad primitiva”. Es decir, al principio cada quien se hizo justicia por sí
mismo; después, el Estado se arrogó esa función, pero aquel derecho primigenio no
se esfumó, sino que se “ocultó” bajo la capa superficial del Derecho del
Estado, esperando la oportunidad de irrumpir ante situaciones de rompimiento
social
en las que resurge el derecho de
la sociedad, que se impone por la vía de la revolución. De aquí que la concepción de Hauriou sobre del Poder Constituyente
descanse en los principios siguientes: (1) es una operación fundamental que
requiere un poder fundador y un procedimiento de fundación; (2) el poder
fundador o constituyente pertenece a la nación, tal como ocurre con los demás
poderes del gobierno y, señaladamente, el legislativo; y, (3) como la nación no
puede ejercer directamente ningún poder, incluido el constituyente, lo hace por
medio de representantes en nombre de la nación. Como
el derecho revolucionario nace de perturbaciones sociales hondas, el Estado
organiza, en la Constitución vigente, los procedimientos pacíficos y reglados
para su modificación, que permitan la elaboración de constituciones futuras; y,
por eso, en los estados contemporáneos se ha ido abandonando la elección de
congresos constituyentes, sustituyéndolos con la potestad legislativa
constituida. En opinión de Hauriou, existe un derecho primario proveniente de
la Nación, antes que el derecho engendrado por el Estado, porque lo social
precede a lo estatal; de ahí que los representantes que ejercitan el Poder
Constituyente obran más bien como representantes de la nación que como
representantes del Estado, mientras que los que ejercitan el Poder Legislativo
ordinario, obran más bien como representantes del Estado que como
representantes de la Nación. No es difícil apreciar que, al tratar de
clarificar qué debe entenderse por Constitución de un Estado, de inmediato se
configura, por un lado, el plano socio-político y, por otro, el plano
eminentemente formalista (jurídico). En efecto, históricamente la Constitución
ha sido considerada como un fenómeno social vinculado al poder político, o bien
como una totalidad jurídica inmutable o en movimiento. Carl Schmitt y Hans
Kelsen han sido, respectivamente, los representantes arquetípicos de estas
tendencias. Schmitt sostuvo que, en la creación jurídica del Estado, la nota
esencial es la actitud volitiva para tomar en su momento una decisión política,
porque, a su juicio, lo substancial del quehacer político es “tomar
decisiones”. Mientras Kelsen buscó en el formalismo jurídico el lugar de
verdades normativas nacidas a priori. Actualmente, los constitucionalistas
hablan de un poder constituyente -originario o genuino-, y de un poder
constituyente -constituido o derivado-: el primero funciona cuando se da una
Constitución por primera vez; el segundo, cuando se reforma la Constitución
vigente. Continuaremos.
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