La inocencia es una presunción jurídica que se mantiene durante todo
proceso judicial, hasta que se demuestra lo contrario apoyándose en la carga de
la prueba que aporta el que acusa, ante el juez llamado a emitir sentencia. Por
eso, el derecho humano a un “debido proceso” lo afirma la constitución federal
en el numeral al que ya desde 1906 se refiriera Don Emilio Rabasa en su famoso
libro “El artículo 14 constitucional y el Juicio Constitucional”. Incluso, no
pocos estudiosos serios del derecho histórico coinciden en retrotraer este
principio a los artículos 39 y 48 de la Carta Magna que Juan Sin Tierra firmó,
en 1215, con prelados, caballeros y nobles, para que éstos no fueran atacados
en sus bienes o personas por actos arbitrarios del Rey. Por supuesto, hoy día
es derecho y verdad universal que quienes son afectados por las conductas
delictivas de otros, tienen para sí el derecho humano de justicia pronta y
expedita y, por tanto, a exigir certeza y seguridad jurídica en las causas en
que se ven ofendidos como víctimas. Proteger ambas situaciones a toda persona
inmiscuida en el drama penal, víctima o victimario, es deber del Estado y sus
instituciones, porque se erige en el representante social obligado a
proporcionar justamente la superior garantía que Weber consideraba de la mayor
amplitud personal, política, judicial y social: Seguridad. Es en este contexto
que debe situarse el anuncio del proyecto de sentencia del Ministro Arturo Zaldívar,
en el sentido de declarar violada la garantía del debido proceso seguido en
contra de Florence Cassez –que llevaría a su liberación-, concitando
expresiones en pro y en contra, así como el corrillo abundante de
especulaciones anodinas o inverosímiles que ya son costumbre entre los
comentadores “juristas” de todo ámbito y especie, para nombrarlos con
elegancia. También personas de voz nacional como el señor de la Comisión
Nacional de Derechos Humanos, o el de Human Rights Watch, se han pronunciado sobre
este asunto que adquirirá simbolismo propio; y los noticiarios televisivos y
prensa nacionales han recogido, en imágenes y tinta, una variedad de opiniones
e interpretaciones, con entrevistas de todo tipo. Por lo que hace a nuestra
Suprema Corte de Justicia, dividida entre conservadores y progresistas -según
diversas fuentes-, sobre todo sus debates plenarios han mostrado resoluciones
embrolladas, como las relativas al aborto o los niños fallecidos por incendio
en la guardería ABC de Hermosillo, Sonora; pero también otras de consenso, como
la liberación de indígenas en los casos de Acteal y otros similares, por autoridades
ministeriales deficientes o tendenciosas que violan garantías procesales. El
problema sustancial es que no pocas de estas tramas han evidenciado el lío en
que puede entramparse la administración de justicia cuando se “extrajudicializan”
sus fallos. El asunto de la Sra. Cassez es representativo de un problema que desborda
a víctimas y victimarios, porque se sitúa en las inconsistencias de la
actuación de la autoridad que tendría que cargar con toda la responsabilidad por
los vicios jurídicos, si se llegara a liberar a la francesa por violación al
debido proceso; tema que, además, se ha politizado al extremo de motivar
opiniones encontradas entre los Presidentes de México y de Francia. Lo único
cierto es que, en México, tendremos que seguir todavía preguntándonos:
¿víctimas sin justicia; culpables en libertad; autoridades incorrectas?
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