miércoles, 28 de marzo de 2012

La relación Estado-Iglesia y la visita papal




En la historia nacional, las relaciones entre el Estado mexicano y la Iglesia católica siempre han sido de ostensible importancia, no obstante los extremismos que abogan por maximizar o minimizar el papel de uno u otro en este binomio histórico, de muy difícil comprensión si nos atenemos sólo a pareceres inmediatistas que evaden cuestiones de larguísima data histórica. En el siglo I d. C., el catolicismo tendría la simbólica contienda entre Pedro y Pablo, que definió el tipo de iglesia y forma de la fe cristiana; en el 313, Constantino llevaría el cristianismo de la proscripción a su elevación como religión única en Roma; en el propio siglo IV d. C., desde el Concilio de Nicea (325) al de Constantinopla (381), la Iglesia resolvería el “conflicto arriano” sobre la creencia de si Cristo compartía la sustancia eterna de Dios, o una existencia secundaria e independiente al Padre originario. Durante la larga Edad Media, la Iglesia daría lugar a cruzadas, inquisición y templarios, desarrollaría en su seno los dos más importantes fenómenos de la filosofía cristiana, la patrística y la escolástica; pero también viviría el preludio del Renacimiento con el Cisma de Occidente que, entre 1378 y 1417, le haría tener tres Papas; y ya en la época moderna, la historiografía, de la mano de Ranke, daría cuenta de la crónica del papado, como una ilación complicada de poder y fe. Hoy día, el anuario pontificio de 2010 registra 1 196 millones de bautizados, más del 17% de la población mundial, aunque es efectivo que el número de practicantes es menor. La Iglesia católica es dos veces milenaria, en tanto que el Estado mexicano es bicentenario, y el precedente histórico de aquélla marcó su papel en nuestra nación. La compleja y contradictoria relación ha tenido puntos de quiebre históricos: la destrucción de las Indias y la tesis homicídica narrada por fray Bartolomé De Las Casas en 1542, sobre la muerte masiva de aborígenes americanos a manos de los conquistadores; las Leyes de Indias aprobadas por la Corona española en defensa de los indígenas (“acátese pero no se cumpla”); la propia revolución de independencia, con sacerdotes y estandartes de invocación guadalupana (Hidalgo y Morelos entre 1810 y 1813, excomulgados antes del patíbulo); el artículo 3 de la Constitución de 1824, que establecía “La religión de la nación mexicana es y será perpetuamente la católica, apostólica y romana”; o el laicismo del grupo liberal que, en la constitución de 1857, devino laicismo del conjunto nacional, constituyente del parteaguas que no sería modificado sino hasta 1992, con la reforma constitucional federal que reconoció personalidad jurídica a las asociaciones religiosas en nuestro país; sin olvidar la muerte de más de un cuarto de millón de personas en la guerra cristera de 1926-1929, por la intolerancia de una y otra parte, que tuvo como punto álgido el territorio de Guanajuato, justo el lugar de la visita que en estos días de 2012 efectuó el Papa Benedicto XVI a México. La visita fue de Estado y, a la vez, eclesiástica, y no debe tratarse con ligereza dado el momento político nacional actual, el evidente poderío económico en juego, la capacidad de convocatoria real, o el laicismo estatal a discusión frente a la libertad de creencia. México es el segundo país con más católicos en el mundo (75 millones), y este es un dato crucial si deseamos preservar el sano e histórico principio de separación Estado-Iglesia, ordenado por el artículo 130 de la Constitución Federal.

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