En la historia nacional, las relaciones entre el Estado mexicano y la
Iglesia católica siempre han sido de ostensible importancia, no obstante los
extremismos que abogan por maximizar o minimizar el papel de uno u otro en este
binomio histórico, de muy difícil comprensión si nos atenemos sólo a pareceres
inmediatistas que evaden cuestiones de larguísima data histórica. En el siglo I
d. C., el catolicismo tendría la simbólica contienda entre Pedro y Pablo, que
definió el tipo de iglesia y forma de la fe cristiana; en el 313, Constantino
llevaría el cristianismo de la proscripción a su elevación como religión única en
Roma; en el propio siglo IV d. C., desde el Concilio de Nicea (325) al de Constantinopla
(381), la Iglesia resolvería el “conflicto arriano” sobre la creencia de si
Cristo compartía la sustancia eterna de Dios, o una existencia secundaria e
independiente al Padre originario. Durante la larga Edad Media, la Iglesia daría
lugar a cruzadas, inquisición y templarios, desarrollaría en su seno los dos
más importantes fenómenos de la filosofía cristiana, la patrística y la
escolástica; pero también viviría el preludio del Renacimiento con el Cisma de
Occidente que, entre 1378 y 1417, le haría tener tres Papas; y ya en la época
moderna, la historiografía, de la mano de Ranke, daría cuenta de la crónica del
papado, como una ilación complicada de poder y fe. Hoy día, el anuario
pontificio de 2010 registra 1 196 millones de bautizados, más del 17% de la
población mundial, aunque es efectivo que el número de practicantes es menor. La
Iglesia católica es dos veces milenaria, en tanto que el Estado mexicano es
bicentenario, y el precedente histórico de aquélla marcó su papel en nuestra
nación. La compleja y contradictoria relación ha tenido puntos de quiebre
históricos: la destrucción de las Indias y la tesis homicídica narrada por fray
Bartolomé De Las Casas en 1542, sobre la muerte masiva de aborígenes americanos
a manos de los conquistadores; las Leyes de Indias aprobadas por la Corona
española en defensa de los indígenas (“acátese pero no se cumpla”); la propia
revolución de independencia, con sacerdotes y estandartes de invocación
guadalupana (Hidalgo y Morelos entre 1810 y 1813, excomulgados antes del
patíbulo); el artículo 3 de la Constitución de 1824, que establecía “La
religión de la nación mexicana es y será perpetuamente la católica, apostólica
y romana”; o el laicismo del grupo liberal que, en la constitución de 1857,
devino laicismo del conjunto nacional, constituyente del
parteaguas que no sería modificado sino hasta 1992, con la reforma constitucional
federal que reconoció personalidad jurídica a las asociaciones religiosas en
nuestro país; sin olvidar la muerte de más de un cuarto de millón de personas
en la guerra cristera de 1926-1929, por la intolerancia de una y otra parte, que
tuvo como punto álgido el territorio de Guanajuato, justo el lugar de la visita
que en estos días de 2012 efectuó el Papa Benedicto XVI a México. La visita fue
de Estado y, a la vez, eclesiástica, y no debe tratarse con ligereza dado el momento político nacional actual, el evidente
poderío económico en juego, la capacidad de convocatoria real, o el laicismo
estatal a discusión frente a la libertad de creencia. México es el segundo país
con más católicos en el mundo (75 millones), y este es un dato crucial si
deseamos preservar el sano e histórico principio de separación Estado-Iglesia,
ordenado por el artículo 130 de la Constitución Federal.
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