miércoles, 15 de agosto de 2012

Olimpiadas

Imposible dejar de referirse a un evento y fenómeno de carácter mundial, de trasfondo económico evidente, e innegable interjuego de elementos políticos y sociales, de igual o mayor impacto. Desde la psicología social, hace ya más de 50 años que las competencias deportivas regionales, nacionales, continentales o las olímpicas, han sido consideradas como una manifestación transformada de los impulsos o instintos “de guerra” que llevan a la ley del más fuerte entre seres humanos y entre pueblos, produciendo en el extremo destrucción masiva de vidas y recursos. Toda competencia deportiva se une a criterios de nacionalismo, provocando una canalización social de las pulsiones humanas originales de dominio y contradominio, hacia formas socialmente admitidas de rivalidad y premio, pero sin muertos ni heridos que lamentar. Las Olimpiadas también han representado la competencia entre modelos políticos opuestos en el pasado todavía reciente, tal como se vivió en la lógica de la guerra fría entre el bloque americano y el bloque ruso, máximos acaparadores del medallero olímpico, sobre todo desde la década de los 50´s del siglo pasado. Capitalismo y comunismo, como formas de expresión política, competían por saber y demostrar cuál garantizaba el mejor tipo de atleta y, por consiguiente, el mejor “hombre de excelencia física”. EUA también competiría con Rusia para arrebatarle la idea del mejor “hombre de excelencia intelectual” que se expresaba en el larguísimo monopolio ruso sobre el deporte-ciencia: el ajedrez. Una vez disuelta la otrora URSS, China tomaría su lugar como contrapeso económico y geopolítico, con su propia concepción de un comunismo al estilo “Mao Tse Tung” recargado con nociones de industrialización y competencia económica sui géneris que la han llevado a una producción material sin precedentes en la historia, aunque la democratización interior de los beneficios es todavía una idea más que una realidad. El éxito de su modelo político-económico se “argumentaría” o reflejaría con el número de medallas olímpicas obtenidas: segundo lugar, después de EUA, pero por encima de Gran Bretaña y Rusia. El medallero, así, resultaría una especie de indicador de las bondades de los sistemas políticos y económicos imperantes en tal o cual nación, o una muestra de la falta de desarrollo o dependencia de quienes no participan de él o lo hacen de manera marginal. Los sociólogos de la escuela de Weber dirían que las olimpíadas habría que entenderlas e implicarlas en la búsqueda del “prestigio” que en toda formación política persiguen sus líderes y dirigentes. Pero no todos se sumergen en estas explicaciones.

Una gran mayoría simplemente vive o siente las medallas como suyas cuando las gana alguien de su mismo país, porque su simbolismo es profundamente catártico: El atleta llora y sus connacionales estallan en júbilo porque los une un sentido de pertenencia, de unidad, de compartimiento de lo común, de aspiración a “lo superior”. Por eso cuando se pierde se tienen sensaciones de tristeza o desencanto colectivo. Ganamos o perdemos todos. Y los estados de ánimo también pertenecen a la realidad, viven dentro de nosotros, y con esos jirones de vida construimos ideales, fe, creencias y convicciones. Felicidades a nuestros olímpicos mexicanos, felicidades por ellos y por nosotros.

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