Don Ignacio Burgoa Orihuela ha expresado, con innegable
erudición, que el amparo mexicano es la más antigua y noble institución del
derecho nacional y, también, objeto de abuso de muchas maneras. Instaurado en
la Constitución de Yucatán de 1841 (art. 53), a propuesta de don Manuel
Crescencio Rejón, su implantación federal se dio en el Acta de Reformas de 1847
(art. 25) con la intervención de don Mariano Otero, adquiriendo su forma
definitiva en las Constituciones de 1857 y 1917 (arts. 103 y 107). Así, desde el
siglo XIX, nuestro amparo protege los derechos de las personas contra los actos
de cualquier autoridad que, al actuar en forma arbitraria, afecte de manera
personal y directa la esfera jurídica de cualquier gobernado. Hacia nuestros
días, la promoción de todo amparo se ha “tecnificado” al grado de que es inevitable
la intervención de un abogado: por ejemplo, fue por la figura de amparo que
Florence Cassez salió libre “de manera lisa y llana”, o también por la que los
automovilistas que manejan en cierto grado de intoxicación etílica retrasan las
infracciones o arrestos administrativos, o por el que grandes empresas de poderío
económico evidente evaden o retrasan el cumplimiento de obligaciones ante
requerimientos de autoridades diversas que les ordenan ajustarse a ciertas
regulaciones del Estado. Y esto último da pauta a comentar que las reformas que
ahora mismo se han discutido en el Congreso de la Unión, parecieran contener,
en parte, un regreso a lo fundamental, porque se rompería con los “efectos
relativos” de las resoluciones de amparo, y se les daría “efectos generales”.
Efectos colectivos es el nombre que se ha ocupado para designar el cambio, con
lo cual se volvería a la parte más granada de la primera fase de la legislación
de amparo de origen yucateco de 1841: concedido el amparo en favor de una
persona, éste se entenderá otorgado a todas aquellas que estén en la misma
situación que el quejoso original, aunque no hubieren hecho promoción alguna.
Esta garantía por resultado fue limitada en 1847 –por la famosa anécdota del
“olvido” de Otero- para sentar que la resolución de un juicio de amparo sólo
era válida para el quejoso y para nadie más. Esto que ha sido llamado “la
relatividad de la sentencia” de amparo, ha perdurado por más de siglo y medio,
hasta esta nueva concepción de generalizar sus efectos a todos los afectados
por un acto de autoridad, aunque no se hubieren indispuesto contra ello. Sería
injusto decir que el amparo pasaría, de “oteriano”, a ser “rejoniano”. Pero
sería absolutamente exacto decir que el beneficio colectivo si tendría su raíz
en las ideas de Rejón. A esta especie de vuelta a lo primordial, habría que
darle el grato sabor de actualidad que implica la valoración que se le ha
añadido: el amparo protege a personas físicas y a personas morales (es decir,
empresas), pero a nadie se le concederá que, con motivo de la interposición de
un amparo, se ordene la suspensión de un acto válido y legítimo que ordene la
autoridad para la defensa del interés público, como sería, notablemente,
tratándose de los bienes de la Nación referidos en el artículo 27 de la Constitución
Federal. Esta verdadera novedad estaría dedicada realmente a toda empresa o
sociedad que vía concesión explota recursos mineros, de telecomunicaciones o
energéticos, las que ahora no podrían, como acostumbran hacerlo, “chicanear”
(detener, trampear) decisiones fundamentales para el interés público contrarias
a la soberanía nacional. ¿Qué dirán los agoreros de intereses particulares?
No hay comentarios:
Publicar un comentario