miércoles, 20 de febrero de 2013

Amparo Reformado


Don Ignacio Burgoa Orihuela ha expresado, con innegable erudición, que el amparo mexicano es la más antigua y noble institución del derecho nacional y, también, objeto de abuso de muchas maneras. Instaurado en la Constitución de Yucatán de 1841 (art. 53), a propuesta de don Manuel Crescencio Rejón, su implantación federal se dio en el Acta de Reformas de 1847 (art. 25) con la intervención de don Mariano Otero, adquiriendo su forma definitiva en las Constituciones de 1857 y 1917 (arts. 103 y 107). Así, desde el siglo XIX, nuestro amparo protege los derechos de las personas contra los actos de cualquier autoridad que, al actuar en forma arbitraria, afecte de manera personal y directa la esfera jurídica de cualquier gobernado. Hacia nuestros días, la promoción de todo amparo se ha “tecnificado” al grado de que es inevitable la intervención de un abogado: por ejemplo, fue por la figura de amparo que Florence Cassez salió libre “de manera lisa y llana”, o también por la que los automovilistas que manejan en cierto grado de intoxicación etílica retrasan las infracciones o arrestos administrativos, o por el que grandes empresas de poderío económico evidente evaden o retrasan el cumplimiento de obligaciones ante requerimientos de autoridades diversas que les ordenan ajustarse a ciertas regulaciones del Estado. Y esto último da pauta a comentar que las reformas que ahora mismo se han discutido en el Congreso de la Unión, parecieran contener, en parte, un regreso a lo fundamental, porque se rompería con los “efectos relativos” de las resoluciones de amparo, y se les daría “efectos generales”. Efectos colectivos es el nombre que se ha ocupado para designar el cambio, con lo cual se volvería a la parte más granada de la primera fase de la legislación de amparo de origen yucateco de 1841: concedido el amparo en favor de una persona, éste se entenderá otorgado a todas aquellas que estén en la misma situación que el quejoso original, aunque no hubieren hecho promoción alguna. Esta garantía por resultado fue limitada en 1847 –por la famosa anécdota del “olvido” de Otero- para sentar que la resolución de un juicio de amparo sólo era válida para el quejoso y para nadie más. Esto que ha sido llamado “la relatividad de la sentencia” de amparo, ha perdurado por más de siglo y medio, hasta esta nueva concepción de generalizar sus efectos a todos los afectados por un acto de autoridad, aunque no se hubieren indispuesto contra ello. Sería injusto decir que el amparo pasaría, de “oteriano”, a ser “rejoniano”. Pero sería absolutamente exacto decir que el beneficio colectivo si tendría su raíz en las ideas de Rejón. A esta especie de vuelta a lo primordial, habría que darle el grato sabor de actualidad que implica la valoración que se le ha añadido: el amparo protege a personas físicas y a personas morales (es decir, empresas), pero a nadie se le concederá que, con motivo de la interposición de un amparo, se ordene la suspensión de un acto válido y legítimo que ordene la autoridad para la defensa del interés público, como sería, notablemente, tratándose de los bienes de la Nación referidos en el artículo 27 de la Constitución Federal. Esta verdadera novedad estaría dedicada realmente a toda empresa o sociedad que vía concesión explota recursos mineros, de telecomunicaciones o energéticos, las que ahora no podrían, como acostumbran hacerlo, “chicanear” (detener, trampear) decisiones fundamentales para el interés público contrarias a la soberanía nacional. ¿Qué dirán los agoreros de intereses particulares?

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