Al analizar
los principios políticos del presidencialismo y del parlamentarismo, desde la
teoría constitucional, B. Mirkini-Guetzevitch sostuvo que el verdadero sentido
del régimen parlamentario en la democracia contemporánea, estriba en la
formación del Ejecutivo. Como el poder se racionaliza mediante el derecho
escrito, entonces dos poderes poseen: uno, la supremacía jurídica, porque dicta
las leyes (el Poder Legislativo); y, dos, la supremacía política, porque ejerce
el gobierno (el Poder Ejecutivo); es decir, las directrices jurídicas que
aprueban los parlamentos o congresos, informan los actos de gobierno que se
traducen en lo que actualmente llamamos políticas públicas. Luego entonces, los
sistemas constitucionales deben garantizar un principio de equilibrio entre los
poderes constituidos, al que contribuyen las controversias que se ventilan en
el Poder Judicial. Con base en estos elementos, se ha producido una explicación
de sentido histórico sobre un fenómeno de orden mundial en el ámbito
jurídico-político, que se distingue por una acentuada especialización del Poder
Ejecutivo y una disminución del Poder Legislativo, que se manifiesta, entre
otros elementos, en la circunstancia de que la mayoría de las iniciativas de
leyes y decretos provienen del Ejecutivo, llevando injustamente a la
consideración de que los órganos legislativos son simples cámaras de registro.
No debería sorprender este fenómeno global verídico, si pensamos que a lo largo
de los últimos cien años la constante y permanente aplicación de las normas ha
producido una obvia especialización de los funcionarios de los poderes
ejecutivos, mientras que la propia creación de normas requiere de criterios de
amplitud porque esa es una característica de toda ley: su generalidad. Por eso
se ha llamado “especialistas” a los administradores públicos, y “generalistas”
a los legisladores. En este contexto, sorprendería entonces encontrar
administraciones públicas obesas, porque estaría en entredicho su principal
atributo que debiere ser la especialidad de funciones, debido a que “obesidad
administrativa” significa varias cosas: duplicación y, a la vez, atomización de
funciones, exceso de contrataciones, burocratismo, ineficiencia y costos
presupuestales altos. Pues bien recientemente se ha señalado que la
administración pública heredada por el ya no tan nuevo gobierno federal es caótica
y obsoleta, pues cuenta con casi veintidós mil áreas, más de un millón y medio
de empleados, con una estructura burocrática irracional y onerosa, que se
expandió así en el curso de los últimos doce años, y cuya modernización,
adelgazamiento y restructuración corresponde al actual gobierno. Para la acción
gubernamental esto significa suprimir y fusionar programas gubernamentales, y
elevar los criterios de formación y experiencia profesional de los mandos
medios y superiores. Los estudios más recientes de la UNAM, muestran que se
incurrió en lo que popularmente conocemos como “chambismo”, corrupción
administrativa y “botín político”, que llevó a un crecimiento descontrolado de
plazas que, en su conjunto, significan para el presente año fiscal un costo de
2.5 billones de pesos, es decir, el 64% del presupuesto total aprobado. Por
eso, los investigadores dicen que de 2000 a 2012 sufrimos clientelismo y
amiguismo a costa de la nómina federal. Ni modo, corresponde a este gobierno federal
reestructurar. ¿Se hará?
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