Es verdad que James Bryce expuso, desde el primer
cuarto del siglo XX, que el criterio para clasificar las constituciones era el
de: a) No escritas o consuetudinarias, como la Carta Magna inglesa de 1215; o,
b) Escritas o estatutarias, como la norteamericana de 1787. Carpizo explica
que, para Bryce, ésta era una diferenciación anticuada y, en busca de un mejor
criterio, asumió considerarlas como: 1. Flexibles, que es el caso de las más
antiguas porque poseen elasticidad y adaptación, sin alterar “sus notas más
importantes”; y, 2. Rígidas, “cuya estructura es dura y fija”. En particular,
éstas últimas son las de mayor presencia actual, en su doble connotación de ser,
con mucho, las más numerosas y, además, estar vigentes. En colaboraciones
anteriores hemos apuntado que, al corte de 2010, las constituciones son tan
antiguas como las de Inglaterra (1215) o de la República de San Marino (1600),
seguidas de las de Estados Unidos de América (1787), Noruega (1814) y
Luxemburgo (1868), o tan nuevas como las de Ecuador (28 de Septiembre de 2008),
Bolivia (7 de Febrero de 2009) o Angola (21 de enero de 2010), que son
reformadoras o abrogatorias de sus antecesoras. Y que, con excepción del
Sultanato de Omán y el Estado Islámico de Afganistán, 194 naciones tienen constituciones. Importa también decir que en
las 196 naciones del mundo existen
asambleas políticas, porque estos son los órganos autorizados por las propias
constituciones para producir modificaciones a sus textos, sea por mayoría
(sistema flexible) o por mayoría calificada (2/3 o ¾ del total de los presentes
o de los integrantes de los órganos legislativos). En México, nuestra
constitución posee un sistema, que se ha denominado doble: 1. Formalmente es
rígido, porque se requiere una mayoría calificada en las dos Cámaras del
Congreso de la Unión (Diputados y Senadores), y la aprobación de más de la
mitad de las legislaturas estatales. Esto es lo que se llama el Constituyente
Permanente Federal. 2. Materialmente, es flexible, porque sus numerosísimas
modificaciones demuestran que la formalidad del procedimiento, en los hechos,
se ha sujetado a la exigencia política de aprobar cambios constitucionales,
conforme a criterios fácticos: por voluntarismo presidencial, por concesión o
concertación partidaria, o por circunstancias de gobernabilidad (que hoy
vivimos). Las fuentes oficiales registran los cambios que ha tenido la
constitución mexicana: Por orden cronológico (220 decretos); por artículo (618
artículos); y, por periodo presidencial, por ejemplo, Emilio Portes Gil y
Adolfo Ruiz Cortines promulgaron las reformas de sólo dos artículos cada uno; en
tanto que Ernesto Zedillo Ponce de León promulgó cambios a 77 artículos y Felipe
de Jesús Calderón Hinojosa a 110 artículos. Sin contar con el último anuncio de
reformas, Enrique Peña Nieto lleva 66 artículos promulgados al 17 de julio de
2014. Al parecer, en nuestro país, con excepción de los constituyentes
originarios, las constituciones federales sólo en contadas ocasiones han
logrado ser la causa eficiente de cambios social y políticamente genuinos; y, antes
bien, parecen ser la consecuencia de un Estado-Nación necesitado de una cura política que no se puede
encontrar sólo en el derecho, aunque éste sea el instrumento para encauzar pactos
sociales políticamente posibles o desesperadamente necesarios. ¿Cierto?
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