jueves, 18 de diciembre de 2014

Representación, legalidad y legitimidad

Si pudiéremos trazar una vista larga en el tiempo y fijarnos en el modo en que se ha ejercido el poder en el mundo, históricamente tendríamos que admitir que en los últimos 10 mil años, que van desde el paso de la prehistoria a la protohistoria (primeros vestigios de sistemas de escrituras o signos) y a la historia franca, hasta llegar a los últimos 250 años que se significan por el paso de la sociedad rural a la sociedad urbana e industrial –con todas sus implicaciones neoliberales y globalizantes–, de demografía creciente y telecomunicaciones galopantes; lo menos que se podría decir es que durante 9,750 años, más menos, ha dominado el ejercicio del poder arbitrario, libérrimo, discrecional, absoluto, faccioso, unipersonal o dinástico, soberano, hereditario, regio, caprichoso, omnímodo, con microscópicas excepciones; respecto de la idea del poder público en la forma de Estado, dividido en funciones ejecutiva, legislativa y jurisdiccional, con sujeción a normas legisladas y, por tanto, dentro de la órbita del Derecho y de una concepción política fundada en el gobierno de todos; no habría más que afirmar que, de esos 10 mil años, sólo en los últimos 250 hemos asistido a la peculiar instauración de una forma específica de ejercicio del poder: el Estado Democrático o Social de Derecho.

Esta manifestación histórica de organización y práctica del poder, es el continente en que han cobrado contenido los términos: representación, legalidad y legitimidad. Los tres vocablos no se asemejan a las caras de una moneda, sino a una trinidad conceptual, porque poseen, entre sí, relaciones de simbiosis política ostensible. No se puede concebir la legitimidad, sin representación o sin legalidad; tampoco la legalidad, sin legitimidad o representación; y, mucho menos, la representación, sin legitimidad y legalidad. Es una cuestión sólo de acentos o énfasis al momento de examinar cada uno de ellos de manera aislada, porque sucede que intrínsecamente tienen su propia singularidad, aunque esto sólo para el análisis, porque en la realidad se muestran simultánea o sucesivamente unidos, fundidos, acoplados. Los ejemplos siempre son útiles y cuanto más sencillos mejor: sin una pluralidad de personas que apoyen y le den su voz y voto a una persona determinada, no existe representación alguna; sin el respeto o acatamiento a la norma escrita que regula las formas y los procedimientos para que alguien represente a muchos; o, sin la voluntad de quien representa legalmente a un sin número de personas, para cumplir con los fines colectivos socialmente valiosos que se le han encargado; entonces, los tres términos cobran familiaridad o cotidianidad, porque la representación se asocia con la autoridad o mando que voluntariamente le otorgamos a quien creemos que tiene la capacidad de hacerlo en forma juiciosa; porque respetamos la legalidad del sistema de elecciones periódicas, acorde con principios de igualdad y libertad; y, porque cuando alguien nos representa legalmente, le pedimos que se legitime mediante el cumplimiento de sus promesas y de las tareas públicas que le corresponden, en el ejercicio de su encargo. Hoy día, a esta tríada de conceptos se le conoce también como: representantes de elección popular; sistema electoral vigente; y, evaluación del desempeño y rendición de cuentas. El quid de la democracia. ¿No?

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