Para la teoría político-jurídica actual resulta
consistente señalar que, como forma de estado, una nación es federal o
centralista y que, como forma de gobierno, es monarquía o república. Por
supuesto, puede -y de hecho sucede- que se dé un entrecruce de estas formas, de
manera que no estamos ante cosas “buenas” o “malas” por sí mismas, sino frente
a posibilidades de construcción normativa de realidades sociales específicas:
la “idiosincrasia”, la “historia” o el “ethos” de una sociedad concreta y
determinada, trae consigo formas correlativas de asumir una organización
política propia. Además, estas formalidades y materialidades adoptan relaciones
de poder con mayores o menores equilibrios, o con mayores o menores
predominancias. Es el caso que, por ejemplo, en un sistema político
(monárquico, republicano, central o federal), puede prevalecer la fuerza del
Ejecutivo o del Parlamento y, entonces, se habla genéricamente de
presidencialismo o de parlamentarismo para significar los “ismos” dominantes.
Pero siempre detrás de esto se alude a la famosa división o colaboración de
poderes, para lograr establecer pesos y contrapesos suficientes entre el
Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial, que son las tres funciones en que se
divide, para su ejercicio, el Estado. De modo que los “poderes”, por más que se
les nombre así, no son poderes en plural, sino funciones o manifestaciones de
un solo poder: el Poder Público o Poder del Estado, formalmente indivisible e
impenetrable; aunque no podemos olvidar que en un Estado pueden habitar dos o
más naciones o, a la inversa, una sola nación puede estar porcionada en varios
Estados independientes entre sí. En este sentido, constituciones y asambleas
políticas son premisas casi universales en el discurso reformista de las
sociedades políticas del mundo actual, y conforman el territorio de estudio en
el que se perfila la efectividad o inefectividad del funcionamiento de las
instituciones republicanas o monárquicas, centralistas o federalistas,
democráticas o autoritarias; en atención al grado de democracia real existente o
no: eficiencia vs corrupción; elecciones libres vs. elecciones manipuladas;
gobiernos pluripartidistas vs. gobiernos monopartidistas.
Así, se dice que la
constitucionalización de figuras parlamentarias es una alternativa para
contrapesar el imperio y dominio de los ejecutivos actuales, a los que por estas
características se les atribuye la consecuencia de un “mal” gobierno. En
México, en los últimos quince años se pide, en editoriales y artículos
especializados, la adopción del sistema de gabinete con el fin de acotar la presencia
político-jurídica de que actualmente gozan los Ejecutivos federal y estatales
para designar a los Secretarios de Estado, porque se deduce que de un congreso
sin mayorías (como el que hemos vivido en el orden federal, justo en los
últimos quince años), la negociación parlamentaria hará surgir un gabinete
plural y, por tanto, automáticamente “autónomo” y “equilibrado”; cuando todas
las experiencias recientes resultantes de decisiones pluripartidistas,
demuestran que esta idea “parcelaria” del poder resulta poco efectiva, porque
se centran en la idea de disminuir la capacidad del Ejecutivo, cuando de lo que
se trata es de aumentar la fuerza o facultades del Legislativo y el Judicial,
para producir contrapesos efectivos y mejores de reglas de interrelación: Aniquilarse
no; colaborar sí.
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