La culminación del proceso de reformas estructurales
se dará con las modificaciones constitucionales para crear el Estado de la
Ciudad de México –que, en estricto sentido, no estaba en el “paquete” original–,
y con la aprobación de las leyes secundarias que reglamentarán todo el
denominado Sistema Nacional Anticorrupción. De las reformas se espera obtener
reconocimiento o prestigio público. Y el contexto para completar este sistema
“prestigioso” de reformas, atravesó por la “prueba” electoral, superada
favorablemente y cuyo mérito, por supuesto, corresponde a la ciudadanía que
vota, porque, también en estricto sentido, si las autoridades electorales
federales colaboraron para lograr que proceso y jornada electorales se
desahogaran sin contratiempos, más que un aplauso se trató del cumplimiento de
una obligación constitucional y legal. Es cierto que toda autoridad merece ser
reconocida, empero sólo cuando desborda sus atribuciones e introduce criterios
éticos en su comportamiento público, y pasa del simple estatus de la legalidad
al de la legitimidad, bajo principios y criterios de congruencia, transparencia,
coherencia y constitucionalidad. El cumplimiento de la ley y el comportamiento
probo, unidos, se convierten en lo verdaderamente meritorio en cualquier plano
de la vida pública, y podríamos decir que, indiscutiblemente, en la vida
privada. Ahora bien ¿Qué significa “desbordar” las atribuciones? Porque el
principio de legalidad dice que las autoridades sólo tienen las atribuciones
expresamente concedidas por la ley. Definitivamente, ello no significa
contradecir la norma, sino comprometerse con la colectividad en el uso cierto de
las atribuciones legales, sin que esto implique pensar en cosas etéreas o
grandilocuentes, como algunos suelen verlo. Por el contrario, se trata de
actos, procedimientos y compromisos que tienen mucho de cotidianeidad y
beneficio inmediato para el ciudadano; es decir, allí donde el funcionario o
servidor público atiende a los particulares que le solicitan un trámite, un
servicio o un derecho, y lo realiza no sólo ajustándose a la ley, sino
“queriendo” que se cumplimente, dando orientación o solicitando a su vez a otro
servidor público que se atienda una solicitud ciudadana justa, legal y
legítima. Por eso no hay que estar a la espera de la “gran” acción para pasar a
la posteridad; el reconocimiento público se funda, indudablemente, en aquello
que muchas veces se predica pero pocas veces se practica: la gestión pública o
gestión del poder, en beneficio de las personas. Sólo la legitimidad es la que
otorga reconocimiento público, porque se basa en la legalidad que permite materializar
la gestión pública. Weber decía que dos aspectos mueven al político: el interés
o el prestigio. Del primero señalaba su parte negativa, porque observaba en él elementos
patrimonialistas, de beneficio económico personal; en cambio, en el segundo advertía
una necesidad de reconocimiento público, basada en una conducta meritoria de
acatamiento de la ley y de realización de expectativas, a la manera de un sano
egoísmo que llevaría a la gestión de asuntos públicos para beneficio de una
colectividad con caras y nombres, lo que a su vez produciría colmar una aspiración
interior de satisfacción muy parecido a ese fenómeno que Freud denominaba
“sublimación”: orientación de la energía interior hacia fines de prestigio
social ¿Cómo la ve?
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