Donald Trump acaba de recordarnos, con sus
declaraciones públicas, que el racismo se encuentra escalofriantemente en las
ideas, creencias o prejuicios de muchos, en este tiempo presente. Entre otras
barbaridades racistas, ha dicho Trump que los inmigrantes mexicanos son
violadores y narcotraficantes, que México está matando económicamente a EE. UU.
y que se necesita
un muro entre ese país y el nuestro. Más allá de protocolos diplomáticos o de
relaciones internacionales, un personaje mediático al que sólo basta verlo y
oírlo para percatarse de sus evidentes carencias y problemas de personalidad, al
manifestar, temerariamente, un racismo aberrante y una ignorancia supina, en
lugar de hacernos pensar sobre las relaciones bilaterales entre ambas naciones
nos dice mucho sobre la particular democracia que se practica en el país más
poderoso del mundo, donde el dinero resulta ser la llave que abre todas las
puertas para volverse “democrático”. Es como adaptar una frase de Orwell, para
decir que en la democracia americana todos son iguales, aunque hay unos más
iguales que otros. Desde la antigüedad, Platón y Aristóteles se mostraban
escépticos no por cuanto a la democracia en sí misma, sino por los demagogos
que podían surgir bajo su sombra y al amparo de las libertades a que da lugar.
Por eso ellos veían a la demagogia como la corrupción de la democracia. Y los
comentarios vienen a colación, porque las estupideces que dice Trump no
pasarían de ser más que los dichos de un personaje adinerado, ignorante e
imprudente, pero adquieren resonancia porque este racista resulta que tiene
aspiraciones de ser “Mr. President” en su país, a través del partido
republicano. Toda una antítesis del Presidente Obama. Nuestros libros de
historia, particularmente en el caso de la independencia de México, coinciden
en señalar la peligrosa combinación que resulta de involucrar ideas raciales
como elementos motivantes en un movimiento social. Por eso las demandas de
libertad, ciudadanía, derechos y mejora social fácilmente se engarzaron con las
diferencias entre los peninsulares y los “demás” (criollos y castas). Se ha
historiado que, bajo las condiciones
sociales, económicas y demográficas en que detonó el movimiento de
independencia, puede entenderse el sentido de la proclama de Agustín de
Iturbide de 24 de febrero de 1821, ilustrativa de la imperiosa necesidad de
invocar la conciencia histórica colectiva como sentido de lo nacional, que
buscaba, por encima de todo, unificar a una población fuertemente dividida por
manifestaciones raciales violentas, acentuadas durante el periodo de guerra
independentista: “Americanos: Bajo cuyo nombre comprendo no sólo a los nacidos
en América, sino a los europeos, africanos y asiáticos, que en ella residen:
tened la bondad de oírme…” La arenga por una reconciliación nacional no era
retórica. Llamaba a la reconfiguración de las relaciones sociales, invocando un
nacionalismo que no podía provenir del racismo sufrido en los siglos
virreinales, recalcado durante los años inmediatos anteriores a la guerra de
independencia. En su propia circunstancia, igual necesidad vivió EE.UU., y sus
historiadores lo han documentado. Trump debiere leer historia nacional, para
saber del enorme costo que significa el racismo, no para que pueda ser
Presidente, sino para que no lo sea. ¿Dudas?
No hay comentarios:
Publicar un comentario