Cuando se habla de Política y Derecho parece no
haber lugar para la Ética. Por supuesto, lo resquemores al respecto provienen,
en términos históricos, del Maquiavelo renacentista que escribió El Príncipe,
cuyos intérpretes posteriores señalaron que, al fundar el estudio del Estado
como ente y concepto, introdujo dos elementos: (1) la separación entre la Política
y la Ética; y, (2) el estudio amoral –no inmoral– de la Política.
Ideológicamente, estas dos nociones fueron pervertidas para querer justificar
la actuación deshonesta de quien administra bienes públicos y que se sirve de
ellos para beneficio personal. Esta justificación privó durante los siglos
XVIII y XIX, aunque es indudable que durante el XX y en nuestros días sigue vigente.
Una cosa es la Política, como teoría y praxis del poder y de las relaciones de
fuerza a que da lugar en el entramado de los entes estatales y la vida pública,
en búsqueda de una explicación coherente de sus manifestaciones; es decir, como
objeto de estudio, en cuyo campo puede observarse a la Ética como una variable interna
que aludiría a un comportamiento debido, involucrando fines y medios orientados
a la satisfacción del bien colectivo o social. Otra cosa es la deshonestidad
–siempre inmoral– que convierte la Política en demagogia, carente ésta de
valores, esquemas o lógica objetiva, a no ser la del beneficio personal. El
tema se originó en la Filosofía donde, en una concepción, la Ética supone una
noción del bien como perfección o felicidad, o sea, como posibilidad de tener
al alcance elementos de bienestar (hoy día serían alimento, vivienda, educación,
trabajo y salud); en otra, el bien es un objeto de apetencia o placer,
claramente referido a la subjetividad de los deseos personales de obtención de
bienes materiales o hedonistas.
Política y Ética jamás han estado separadas, porque
se implican, interaccionan y sólo se distinguen cuando nos acercamos a ellas,
analíticamente, para asir la esencia de cada una. El cabo entre ambos conceptos
o arena de debate, lo ha sido el Derecho. Si la Política refiere al ser y la Ética
al deber ser, el Derecho se desarrolló como una teoría del orden que ha
intentado que el ser y el deber ser se informen mutuamente. Y como la Ética
trabaja con el concepto de bien o felicidad y la Política con el de bien
público, el Derecho pretende contribuir, bajo una lógica de construcción de
normativas, considerando la generalidad de la vida en común y, a la vez, de la vida
individual. De las tres, por supuesto, es la Ética la que tiene en su horizonte
a la Justicia, la cual le es estructural e inevitable. Implicada con la Política,
lleva al viejo y actual aforismo de que en este campo se está por “lo posible”
y no por “lo deseable”, aunque en lo posible habita siempre la noción ética de “lo
justo”. Por eso, en el Derecho el único poder posible es el poder reglado o
normado con criterios de igualdad y equidad, y por eso se dice que el Derecho es
derecho más o menos justo, pero no es Justicia, aunque aspira a ella. En contra
de la Ética, la Política y el Derecho está la demagogia. Que ésta abunde o que
tenga muchos practicantes no elimina, de ninguna manera, la capacidad de
entender y comprender la existencia de valores, ideales, realidades y
normatividades. Eso decían los filósofos de la Antigüedad, los del Medioevo,
los de la Modernidad y los Contemporáneos. Algún acierto habrá ¿No lo cree así?
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