Toda planificación educativa, nacional o subnacional,
se sustenta en valores, metodologías y fines que se desprenden de la función
social que cumple toda intervención educativa, y de acciones específicas de
organización del proceso educativo y métodos de enseñanza. En México, la educación
se ha beneficiado de las políticas públicas de la federación y las entidades
federativas; y su impacto positivo en la población se ha logrado por la
colaboración de instituciones públicas y privadas. Desde el siglo XVI y por más
de trescientos años vivimos el trasplante y acriollamiento de instituciones que
desde el inicio del periodo colonial actuaron en el ámbito de la difusión del
conocimiento y de las ideas, que encontraban su premisa
social en el derrotero sociopolítico y características económicas que privaron
en ese periodo, resultante de un proceso de conquista que precisaba de la mano
de obra de los pobladores originales, para dedicarla a las actividades
económicamente productivas de entonces: agricultura, minería y comercio; y la
Iglesia era la principal promotora de la enseñanza de las ciencias de entonces
-teología, jurisprudencia y artes. De hecho, son franciscanos, dominicos y
jesuitas, a quienes Vasconcelos llama “precursores de todo lo que entre
nosotros es cultura”, quienes, con el impacto de la imprenta, impulsaron
acciones de fines universitarios “para que se lean las facultades que se suelen
leer en las otras universidades y enseñar, sobre todo, teología y artes”, lo
que culminó, en 1551, con la Real Cédula que creó la Real y Pontificia
Universidad de México, y su inauguración el 25 de enero de 1553, si bien su
carácter de “Real y Pontificia” le fue otorgado formalmente hasta la bula papal
de Clemente VIII, en 1595. Marsiske afirma que la universidad tuvo,
predominantemente, una población española, criolla o peninsular y que sus
dimensiones variaron a lo largo de los siglos coloniales, bajo una tendencia
general de crecimiento. En el siglo XIX, con la independencia, el naciente gobierno
mexicano afrontó problemas de reconocimiento internacional inherentes a su
nuevo status de país independiente, los relacionados con la fuerte deuda
exterior y una variedad de conflictos armados internos; y la educación, aunque
no encabezaba las prioridades, despertaba la atención de políticos y pensadores
que deseaban clarificar el tipo de ciudadano socialmente más útil a la nueva
nación. José María Luis Mora, uno de los más representativos hombres del
pensamiento liberal e ideólogo de la independencia, fustigaba en 1824 que “nada
es más importante para el estado que la instrucción de la juventud”. La incipiente vida
nacional, cruzada por el choque entre liberales y conservadores, afectó las
posibilidades de planeación educativa en todos los niveles. Por eso podemos
decir que si del siglo XVI al XVIII la educación superior fue
impulsada por instituciones y colegios clericales, con notable independencia
del gobierno virreinal; en el XIX se discutió su importancia orgánica como
actividad política de Estado y, por tanto, la necesidad de estructurar su
funcionamiento mediante la expedición de leyes públicas. Seguiremos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario