jueves, 19 de noviembre de 2015

Terrorismo


Ciento veintinueve personas asesinadas y doscientas veintiuno heridas en París, casi inmediatamente después de los días en que el catolicismo recuerda a sus muertos, son el saldo de este nuevo dramático y condenable acto de barbarie que ha consternado al mundo, por su sinrazón, injusticia, infamia, absurdo, violencia, oprobio e ignominia imperdonables. Ningún adjetivo es suficiente para calificar las acciones que tienen por objeto destruir el mayor valor que como especie y como cultura tiene la humanidad: La vida.

Imposible olvidar lo que Einstein preguntó a Freud con motivo de la primera guerra mundial, a siete años del inicio de la segunda: El 30 de julio de 1932, Einstein, en una misiva a Freud, le preguntaba, desconcertado: “¿Existe un camino para liberar a los hombres de la fatalidad de la guerra? En general, se ha arraigado bastante la comprensión de que esta pregunta –dado el progreso de la técnica– se ha vuelto una cuestión vital para la humanidad civilizada, y pese a ello los ardientes esfuerzos y su solución han fracasado en alarmante medida”. El máximo exponente de la Física le dirigía una carta al máximo exponente de la Psicología, llena de abatimiento, desolación y tristeza: “¿Cómo es posible que las masas se dejen encender hasta el paroxismo y el martirologio…? La respuesta sólo puede ser: en los hombres vive la necesidad de odiar y de destruir”. Freud contestó que desde los orígenes de la humanidad “Los conflictos de intereses entre los hombres son resueltos, principalmente, con el uso de la fuerza”. De la fuerza muscular se llega a la fuerza de las herramientas y de las armas, y a la fuerza de la superioridad intelectual, pero “la finalidad de la guerra permanece idéntica: una de las partes se ve obligada, por los daños sufridos y la merma de sus fuerzas, a ceder en sus exigencias o en su oposición. Esto se alcanza por completo cuando la violencia del adversario es suprimida definitivamente, o se le mata”. Y añadía: en el hombre habitan dos instintos, uno afectivo (eros, amor) y uno destructivo (thanatos, muerte), que se manifiestan fusionados, con predominancia de uno u otro según los objetos o personas a que se dirige. El thanatos “funciona en cada ser vivo y tiene el anhelo de reducir la vida al estado de materia inorgánica. Con toda seriedad merece el nombre de instinto de muerte, mientras que el instinto erótico representa el anhelo de vivir”. Estas pulsiones originarias y profundas son modificadas por el desarrollo cultural, que implican relaciones de pertenencia e identidad entre las personas y se orientan hacia fines y valores que se estiman de naturaleza social superior: la existencia, la libertad, la igualdad, la fraternidad; que justamente se enarbolaron en la Revolución Francesa contra el despotismo y el terror, a fines del siglo XVIII. Einstein y Freud coincidieron en la idea del fortalecimiento intelectual y cultural como alternativa en contra de la guerra y para la moderación del instinto de muerte, con el propósito de lograr la pacificación humana. No encuentro otra manera de explicar lo que parece inexplicable.
 
 
 

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