Tradicionalmente, tanto en la teoría jurídica como
en la práctica judicial se denomina “facultad reglamentaria” a la capacidad de
los depositarios del poder ejecutivo, federal o estatales, para emitir y
publicar los ordenamientos que reglamentan (1) la materia de una ley o (2) la
organización –es decir, la estructura– y funcionamiento –o sea, las atribuciones–
de una dependencia u órgano administrativo. De ahí el muy conocido nombre de “reglamento”,
por tratarse sencillamente de un conjunto de reglas. En la constitución federal,
la facultad reglamentaria se desprende del contenido del artículo 89, fracción I,
que determina la facultad del Presidente de la República de “Promulgar y
ejecutar las leyes que expida el Congreso de la Unión, proveyendo en la esfera
administrativa a su exacta observancia”, estimándose que el reglamento es el
instrumento con el cual se posibilita la emisión de normas que con mayor
detalle y especificidad “desmenuzan” las disposiciones de una ley, con el fin
de evitar dudas o interpretaciones al momento de su aplicación.
Hoy día, esta ya no es una facultad exclusiva de los
titulares del poder ejecutivo, porque, prácticamente desde fines del siglo
pasado y en lo que va de éste, al crearse organismos autónomos del Estado –entes
públicos no ubicados en la esfera de ninguno de los tres poderes clásicos, como
el INE, la CNDH y otros–, de orden constitucional o legal, federales o
estatales, se les otorgó la atribución (al órgano) o facultad (al titular del
órgano) de ejercer el derecho de darse su propia reglamentación. Sin embargo,
el alcance jurídico de las normas reglamentarias (entiéndase, el espacio,
tiempo y territorio en que se aplican), se sujeta a la misma interpretación que
ha dado la Suprema Corte de Justicia de la Nación, en concordancia con la teoría
jurídica, de que el reglamento es un dispositivo subordinado a la ley que
reglamenta (o que desarrolla, como también se dice), porque “el ejercicio de la
facultad reglamentaria no puede modificar o alterar el contenido de una ley, es
decir, los reglamentos tienen como límite natural los alcances de las
disposiciones que dan cuerpo y materia a la ley que reglamentan, detallando sus
hipótesis y supuestos normativos de aplicación, sin que pueda contener mayores
posibilidades o imponga distintas limitantes a las de la propia ley que va a
reglamentar”.
En forma sencilla, lo anterior significa que la ley
determina el qué, quién, dónde y cuándo (de una situación jurídica general), y
el reglamento el cómo (de esos supuestos jurídicos). Por tanto, el reglamento
no puede ir más allá de la ley, ni contradecirla, concretándose a indicar los
medios de ejecución para cumplirla, porque su función es únicamente la de complementar a la ley. En tal
sentido, es indudable que la facultad reglamentaria entraña, en verdad, el uso
de una atribución legislativa permitida por la constitución federal y las de
los estados, aunque la naturaleza del sujeto que la ejerce sea administrativa,
jurisdiccional o autónoma. De modo que aunque la ley puede existir sin
reglamento, el reglamento no puede existir sin ley. ¿Cuál es el peso de la ley
y del reglamento en el universo de normas en nuestro país? En el orden federal
existen 295 ordenamientos con rango de ley, pero 536 con rango reglamentario.
Usted dirá…
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