Valles, Colomer o Sodaro, autores de estudios
introductorios a las disciplinas sociales politológicas, desprenden del
contexto sociopolítico el dimensionamiento de la globalidad de las relaciones
políticas desde una triple perspectiva: tecnológica, por cuanto a la internet y sus efectos
en la producción y difusión del conocimiento; social, si nos ubicamos en el fenómeno
de globalización y neoliberalismo económicos; y, política-política, si
atendemos a las relaciones y el derecho internacional, como contexto de las
políticas nacionales, estatales o locales, conjuntamente con el fenómeno del terrorismo
y la guerra. En esta lógica, el quehacer político estaría cruzado, hoy por hoy,
por la ritualidad “ineficiente” del parlamento o congreso, la interferencia “beligerante
y deformadora” de los medios de comunicación, y la “personalidad” de los
hombres y mujeres que ocupan dirigencias y cargos relevantes en la vida
política. Por ello, al preguntarse “¿Qué es la Política?”, la conciben como un
término multívoco o polisémico, referido a la gestión de todo conflicto social
entre grupos, que tiene como propósito adoptar decisiones
obligatorias o vinculantes que resuelvan las situaciones discrepantes que
llegan a presentarse en la vida colectiva. Y en la base del conflicto o discrepancia
social, encuentran a la “desigualdad” como su causa originaria. ¿Cuál
desigualdad? Pues la ocasionada por los desequilibrios: a) en la distribución
de recursos y oportunidades, b) en el acceso a la riqueza material, a la
instrucción, a la capacidad de difusión de las ideas, c) en la distribución de obligaciones
y cargas familiares, productivas, asistenciales o fiscales, y d) en las
resistencias, expectativas, reivindicaciones y proyectos que generan
sentimientos o pensamientos de incertidumbre, de incomodidad o de peligro. Si la
política resulta una disciplina reguladora de la tensión social o, dicho de otro modo, de las fracturas sociales debidas a la desigualdad, sus
fines últimos serían los de: dar solución a las diferencias mediante decisiones
obligatorias para los miembros de una comunidad; lograr ajustarse a reglas y
pautas de conducta acordadas; el uso, de ser necesario, de la fuerza legítima o
poder coactivo del Estado; y, la preservación de la cohesión social para evitar
el derrumbe del edificio social. Dado que las desigualdades pueden ser
cuantificables (como el ingreso o el patrimonio) o no cuantificables (como los
valores o el prestigio), resulta pragmáticamente importante conocer algunas etapas
básicas presentes en la politización de una diferencia social: 1ª
Identificación de una distribución desigual, cuantificable o no cuantificable; 2ª
Expresión de demandas y exigencias resultantes de la toma de conciencia de la
desigualdad, 3ª Movilización de apoyos a las demandas y propuestas, y 4ª Traslado
del conflicto al escenario público. La capacidad de atención y resolución de un
conflicto político requeriría, entonces, de al menos tres elementos: fuerza,
influencia y autoridad, dado que, respectivamente, suponen el uso de la
amenaza, la persuasión o la reputación, para producir la acción o la inacción
de otros actores. Por supuesto, el uso excesivo de uno u otro vector
predeciblemente derivaría en terrorismo, populismo o autoritarismo, cuya única
posibilidad de atemperamiento estaría en el uso de mecanismos de participación
tolerante de todos los actores políticos, en una agenda amplia fundada en
políticas públicas de largo aliento. ¿No?
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